viernes, 28 de marzo de 2008
Epidemia bolivariana
Las manifestaciones políticas en tiempos de quietud electoral son siempre una veleta indeseable para los elegidos. Es el momento de los reproches a cambio de los estribillos, la hora de las banderas convertidas en pancartas templadas con exigencias. La calle es un teatro indeseable visto desde las ventanas de los palacios presidenciales. En Argentina saben muy bien, desde las desventuras de De la Rua, que cuando las cacerolas suenan el palo no está para cucharas. La última semana la Plaza de Mayo se convirtió en el escaque más importante de la política argentina, un cuadro peleado a golpes entre los opositores y los seguidores de Cristina Fernández de Kirchner. Un fortín simbólico que mereció una pequeña cuota de sangre.
El gran protagonista de esa trifulca con tintes de batalla en el centro de Buenos Aires se llama Luis Ángel D’Elia. Un especialista en montoneras, un barrabrava de la política, un sindicalista con maneras de luchador. El desorden comenzó con un discurso de la Señora K en el que los huelguistas del campo fueron tratados de oligarcas y vinculados de refilón con el golpe de estado de 1976. La Señora K quería resolver sus problemas actuales desenterrando viejos pleitos, buscando lealtades y pasiones en la historia de la dictadura y la cartilla ideológica. Mucha gente en las ciudades se aburrió con el tono de confrontación y la arrogancia desde la Casa Rosada y decidió salir a dar un paseo y a gritar contra el gobierno. Es ahí donde aparecen D´Elia y su corte. El ex-burócrata de Néstor Kirchner y ahora abanderado de la Señora K decidió retomar la plaza por la fuerza. Nadie puede jugar a la revuelta sin soportar el peso de la milicia particular del gobierno. La estampida de los descamisados de los Kirchner se encargó de imponer orden y demostrar que en la calle el juego es rudo. “Vinimos a custodiar la plaza”, dijo D’Elia luego de noquear a un opositor del gobierno. Una frase de hace dos años, cuando prestaba sus servicios al esposo de la Señora K, deja bien claro el calibre del personaje: “Voy a defender a este gobierno, como dije alguna vez, a los tiros y en la calle”.
Las actuaciones de la patota de D’Elia hicieron que un crítico del gobierno dijera que Argentina se estaba “colombianizando”. Comparar las grescas callejeras de D’Elia con las matanzas de los paramilitares es sin duda una exageración, un desenfoque mayúsculo. Lo que sucede en realidad es que la política argentina se está “venezolanizando”. El gobierno confía su estabilidad a una pequeña turba fanática y bien alimentada, un círculo que tiene como función aplaudir y plantarse, según las necesidades. A los favores se responde con fervores. D’Elia salió desde el palacio de gobierno a juntar su gente para retomar la Plaza. En Argentina dicen que actúa bajo órdenes del ejecutivo y la policía mira sus hazañas como si fueran las gracias de un muchacho fortachón y justiciero. En realidad el hombre parece un elefante enloquecido que se ha volado del circo de la política.
El gladiador Kirchnerista comenzó moviendo tropa de electores a los convites políticos; a cambio de nuestro “casao” de cerveza y tamal el hombre se cebaba con vino y choripan. Luego de dos años como “Subsecretario de tierras para el hábitat social” en el gobierno de Kirchner, D’ Elia debió renunciar presionado por un viaje a Irán para apoyar el gobierno de Amhadineyad y negar la participación de iraníes en el atentado contra la mutual judía en Buenos Aires en 1994. Hugo Chávez fue el artífice del repentino arrebato iraní sufrido por D’Elia. Se demostró entonces que el funcionario trabajaba más para el gobierno de Venezuela que para el de Argentina. Muy pronto D’Elia se convirtió en un ahijado del chavismo, un montonero a sueldo que reconoce sin pudor que muchos de sus movimientos se pagan con dólares venezolanos. Las palabras oligarquía, pueblo e imperialismo han comenzado a rondar los discursos en Argentina, y la lógica del resentimiento que atizan los círculos bolivarianos encontró un excelente parlante en la boca elocuente de Luis Ángel D’Elia: “Lo único que me mueve es el odio contra la puta oligarquía. No tengo problemas en matarlos a todos”. La pobre Argentina recibe combustible venezolano para calefacción y para incendios.
jueves, 27 de marzo de 2008
Pilotos de guerra
Desde que tenía 17 años y soñaba con ser marino Antoine de Saint-Exupéry conoció las gracias y los estragos de los pilotos de guerra. Los techos de su internado de bachiller en Friburgo fueron la tribuna y la garita para “gozar” de los deslumbrantes bombardeos durante la Gran Guerra.
Más tarde, cuando ya volaba sus primeros aviones como hombre de correos sobre el Sahara, las tribus africanas se encargaron de que el trabajo fuera más que un encargo para carteros audaces. Exupery acababa de dejar su puesto como inspector de mecánica con los camiones Saurer para convertirse en piloto la compañía aérea Latécoère. Toulouse-Dakar era su ruta y sus cartas parecían los partes de un joven y emocionado piloto de guerra: “Soy muy feliz. Aquí la aviación es una cosa estupenda. No es ciertamente un juego, y así es como me gusta. Ya no es un deporte como en Le Bourget sino otra cosa, algo inexplicable, una especie de guerra. Es hermosa la marcha de un correo, de madrugada, bajo la lluvia”. Para tranquilizar a su madre enumeraba sus nuevas ocupaciones dignas de un curtido traficante de armas: “Estos últimos tiempos he hecho cosas magníficas: buscar camaradas perdidos, rescatar aviones, convencer algunos moros armados, etcétera; jamás había aterrizado ni dormido tantas veces en el Sahara, ni oído silbar tantas balas”.
Durante la Segunda Guerra Mundial Exupéry ya es un escritor con grandes letras sobre su overol de aviador, los superiores lo cuidan como a un pajarraco viejo y escaso; y sus compañeros de cabina desdeñan su pericia y se ríen de sus aventuras sobre el papel: “...por el hecho de haber cometido el crimen de escribir, me he visto condenado a la miseria y a la enemistad de mis colegas”. Antoine escribe en tono de súplica a un amigo influyente para que sus misiones sean algo más que los viajes de reconocimiento a 10.000 metros: “Me ahogo, me siento muy desdichado pero debo guardar silencio. Sálvame. Consigue que me envíen con una escuadrilla de caza. Ya sabes que no soy partidario de la guerra, pero me es imposible quedarme en la retaguardia y no correr mi parte de riesgos”.
Es inútil pedir riesgos durante la guerra y el día de su cumpleaños 44 Exupéry fue derribado por un caza alemán. Su madre se encargó de describir la última escena: “Se toma un café, muy caliente, y sale. Se oye el zumbido del despegue. Ha salido en viaje de reconocimiento por el Mediterráneo y sobre Vercors. El radar lo siguió hasta las costas de Francia; luego se hace silencio. El silencio persiste y nace la espera. El radar se esfuerza por captar una señal de vida...”
Ahora ha aparecido el hombre, el piloto de guerra que lo envío al mar de Córcega y ha intentado cerrar la historia con la frase de un admirador: “Fue después cuando supe que era Saint-Exupéry. Yo esperaba que no fuera él, porque en nuestra juventud todos habíamos leído sus libros y lo adorábamos…Si hubiese sabido que era Exupéry no le habría abatido jamás". Alguien debería decirle al anciano y afligido Horst Rippert que el piloto francés a bordo del Lightning 38 le habría agradecido el haberlo tratado como un enemigo en el aire y no como un escritor de aventuras aéreas. Una carta de Exupéry un año antes de su muerte sirve de absolución para el alemán: “No me importa que me maten en la guerra. ¿Qué queda ya de lo que tanto amé? Tanto como a los seres, me refiero a las costumbres, a las entonaciones insustituibles, a cierta luz espiritual, a la comida en la granja provenzal, bajo los olivos, y también a Handel”. Lo suyo fue apenas una especie de condecoración definitiva.
viernes, 21 de marzo de 2008
Fanáticos del castigo
Hace dos semanas se oyó de nuevo el estribillo alarmado de los locutores deportivos y algunos políticos en busca de hinchada. Una pelea en las tribunas del Pascual con la consabida pedrea en las afueras alentó ese viejo populismo que promete el calabozo para los bándalos. Leyes duras y rejas, gritaron desde las cabinas los que no conocen las tribunas y desde las oficinas y las curules los que no conocen el estadio. En medio del desvarío un comentarista deportivo antioqueño se atrevió a decir con toda la boca, incluida la caja, que los hinchas que participaron en la gresca debían ser considerados terroristas. Fue sin duda el caso más patético pero las opiniones mayoritarias no estuvieron muy lejos.
Muy pronto aparecieron varios congresistas con sus proyectos de ley debajo del brazo, las fórmulas escritas que permitirán que en los estadios reine la bandera del orden y la justicia. Letras de molde del capitolio para un problema de manejo y logística que requiere atención e inteligencia en cada municipio, más reglas de juego que leyes con ínfulas penales. A los congresistas ponentes se les pude perdonar porque no saben lo que hacen, pero oír al presidente de la Federación Colombiana de Fútbol hablando de endurecer las penas para solucionar la violencia en los estadios, produce decepciones y escalofríos. Argentina tiene en la cárcel a los jefes de las barras bravas de Boca y River, cosa que no impide que haya palos, piedras y plomo en un partido entre Chacarita y Tigre. Los delitos de lesiones personales y homicidio son suficientes, según creo, para castigar a los hinchas convertidos en pandilleros armados. Pero el intento de acabar con la violencia criminalizando al conjunto de las barras es una torpeza y un engaño. Las barras son una parte importante de los equipos actuales. Amilcar Romero, un periodista argentino que ha escrito largo sobre las barras bravas en su país, lo dice muy claro: “De lunes a viernes las barras son una fuerza parapolicial en el polideportivo donde entrena el plantel, los domingos tienen el espectáculo de los papelitos y cada tanto producen algún desastre con repercusión en los medios. Las barras controlan toda la información interna del club. Saben quién va a más y quién va a menos… Le exigen a la comisión directiva dinero de entradas y contante y sonante y el estatus de reconocimiento de los jugadores. Exigen eso como si fueran parte del espectáculo y lo son. ¡Vaya si lo son!”
El fútbol en nuestros estadios se ha convertido cada vez más una fiesta de jóvenes, un pretexto para ejercer el gusto adolescente por los ídolos y las montoneras. El estadio es un escenario apropiado para las iniciaciones del colegial como en otro tiempo lo fueron las acampadas. Y sirve también para ejercer una militancia más divertida y más sencilla que la política. Creo que Medellín ha acertado al tratarlos con una lógica más inteligente que la del director de disciplina del colegio. Se han hecho trabajos conjuntos y se han adquirido compromisos conjuntos, intentando que el asunto no se salde con los detectores de metales, las cámaras de seguridad y los escuadrones antidisturbios.
Además de la palabra “judicializar”, preferida cuando se habla del tema, los proyectos de ley que salieron a relucir tienen otras magníficas ideas. Nicolas Uribe, uno de los ponentes, dice que se buscará castigar a los árbitros, jugadores o directivos que se comporten de manera violenta. Creo que esos castigos están estipulados en los terrenos del fútbol y no vale la pena llevar a Gerardo Bedoya todos los domingos a la inspección. Habla igualmente de que los clubes deberán responder por los daños que se presenten a las afueras de los estadios. Sin duda una buena idea para reducir nuestro torneo a seis equipos con capacidad para tener su propia vidriería. Los ingleses acabaron con los Hooligans triplicando el valor de las entradas y enviándolos a las tabernas a ver los partidos por televisión. Esa fórmula también se contempla para nuestro fútbol cuando se habla de numerar todas las tribunas y sentar a los espectadores con su pote de crispetas a cinco mil pesos como si estuvieran en cine. Pero no está fácil, nuestro fútbol será siempre un espectáculo popular con chuncurria, tufo y humos prohibidos.
viernes, 14 de marzo de 2008
Se les fue la mano
Parece que las FARC nos han contagiado algunos modales dignos de sus campamentos de barbarie y han traído su estado de naturaleza hasta la puerta de nuestro estado de derecho. Las minúsculas son merecidas. Una pequeña purga guerrillera de medianoche ha puesto en evidencia que nuestro gobierno puede actuar según los métodos de un clan sórdido y amenazado. La galería ha celebrado la decisión de pagar al mercenario de turno: simple prestación de servicios, dicen las almas prácticas. Y los funcionarios se han dedicado, con imaginación y sin pudor, a inventar un régimen de excepción para el verdugo de verdugos.
El vicepresidente dijo que el pago era lícito porque generaba presión sobre las FARC y nos conducía al escenario de su posible fin. Y trajo el recuerdo de Pablo Escobar para construir una analogía infantil con dos cabezas sobre la balanza. Intentando borrar los escrúpulos con el miedo. La presidenta del congreso quiere que la plata se entregue pronto, antes de que los posibles traidores no se desanimen. Y el fiscal, siguiendo la lógica de las bondades del homicidio según sobre quién se practique, dijo que no investigará al verdugo de Iván Ríos y justificó su decisión con un razonamiento que he oído en algunas galleras, sobre todo en las más peligrosas: en vista de que para las FARC la vida no vale nada, el homicidio en sus cambuches resulta ser una conducta inocua. Un simple juego de locos. Luego se dio cuenta de que sus argumentos jurídicos estaban a la altura de un sargento e intentó corregir su caso poniendo a alias Rojas dentro de las causales de justificación. Pero es muy difícil que el miedo insuperable que alega el fiscal para su “defendido” pueda conjugarse con la sangre fría. Rojas actuó más como un hombre ambicioso que como un hombre desesperado. Y el fiscal actúa como un simple compinche del gobierno, intentando evitar una extravagancia en la que el ejecutivo impone una medalla en el bolsillo de un asesino mientras los jueces imponen una condena.
La entretenida discusión sobre el botín y los detalles macabros del trabajo de los dactiloscopistas ha relegado los verdaderos dilemas a la jerga de los abogados. Convirtiendo las obligaciones obvias de todo estado en un tema de leguleyos aguafiestas a quienes les da por mirar un código cuando se trata cantar victoria. Sin embargo es bueno recordar que esa lógica del buen muerto fue la semilla del paramilitarismo y la justicia privada. Yair Klein, quien será extraditado desde Rusia en unos días, debe estar pensando en las nuevas oportunidades de trabajo en el país. Colombia no necesita imponer la pena de muerte sino abolirla, según una vieja fórmula que ha llegado hasta el graffiti. Incluso, para que lo recuerde Pacho Santos, la Corte Suprema prohibió en su momento las propagandas que ponían precio a la cabeza de los narcos y terminaban con un sonoro vivo o muerto. Lo que hace el gobierno al pagar la recompensa es premiar a un guerrillero por actuar como paramilitar. Hasta los gringos desaprueban a los mercenarios en su nuevo viejo oeste de Afganistán. En el 2004 fueron arrestados tres caza-recompensas norteamericanos que intentaban con sus propias cuerdas, colgando de los pies a sus “prisioneros” en una casa cárcel privada, encontrar información que los llevara hasta el millonario turbante de Osama.
Mientras tanto en Colombia hemos terminado convencidos de que sólo el premio a la osadía de algunos verdugos nos traerá la salvación. No queda más que comulgar con la sentencia amarga de H. L. Mencken: “Todo hombre decente se avergüenza del gobierno que lo rige”. Advirtiendo que los aforismos de un cínico están siempre más cercanos a la burla que a la indignación.
viernes, 7 de marzo de 2008
Martín asombra
Las muertes de dos guerrilleros con ínfulas de sillón en el politburó, con mando y discurso de cartilla roja, bufanda y corbata en el equipo de campaña, han opacado las rasas declaraciones de un guerrillero baquiano, un tropero viejo que se cargó su primer muerto a los diez años y puede hablar de sangre y crueldad con una ingenuidad que asombra. Las palabras de Helí Mejía Mendoza, capturado hace unas semanas en Boyacá, desmienten la cara diabólica que imaginamos detrás de los delitos más sonados de las Farc y nos muestran como la maldad puede ser una costumbre cándida, cercana a los modales agrestes y el habla vulgar.
Helí Mejía, alias Martín Sombra, es un soldado campesino, con rango medio alto, que no puede ver más allá de la orden que se le imparte y las dificultades que para cumplirla imponen la trocha y el enemigo. La guerra de guerrillas asigna como tortura mayor un tedio de grillos y quietudes, una imposición larga de silencios y cavilaciones. Luego de 35 años de vida guerrillera parece que Martín Sombra no ha logrado hacerse una sola pregunta acerca de sus obligaciones de verdugo. Sólo bajar la guillotina todos los días, guiar su rebaño de secuestrados y cerrar la cerca con el celo y la inocencia de un pastor viejo y resignado. Con su vara larga y un fusil como fusta.
Cuando le preguntan por lo que sentía al ver a sus prisioneros durante meses y meses en las jaulas que él mismo ideó, Sombra dice ser un muy buen enemigo. Donde los televidentes vemos atrocidades él ve las urgencias que implica llevar una encomienda: “Yo hice lo mío humanitariamente hasta donde podía. Les mejoré la comida y hacerlos respetar. Ellos lo pueden decir. Cuando el capitán Julián Guevara decía que lo dejaran morir, le dábamos el epamín para que se sostuviera.” Por momentos Martín Sombra se siente como un agente humanitario entre el gobierno y las Farc, un hombre simple obligado a salvar una encrucijada por su experiencia para “correr”: “Les hice el favor a las Farc y al gobierno de cuidarlos y entregarlos con vida. Yo los salvé de varios asaltos y bombardeos y los entregué bien.”
Luego le preguntan si no le teme a la extradición por haber tenido a su cargo a los tres gringos en las selvas del sur, Sombra responde extrañado, casi ofendido: “Y por qué me van a extraditar, si yo le que hice fue cuidarlos, mantenerlos con vida, cumplir con la obligación que se me había encomendado.” Al hablar de los gringos, los míticos enemigos, se revela una fascinación infantil, una lógica de película para adolescentes que parece estar detrás de los hombres del talante de Marulanda: “A nosotros el Secretariado nos había dicho que tuviéramos cuidado con los gringos, que eran fuerzas especiales, que si lo cogían a uno, lo partían en dos. Yo con el transcurso del tiempo fui mirando y llegué a mis propias conclusiones: que el viejito es un veterano y que el otro era mecánico.” El asombro de Martín me recordó a dos niños japoneses en una novela corta de Kenzaburo Oé llamada La presa. Un avión norteamericano cae en territorio japonés y uno de los pilotos, un negro, es capturado en la aldea donde viven los dos niños que dedican miradas desorbitadas a la presa: “Caminaba con su ancha cara negra y reluciente y levantada al cielo, donde todavía se demoraba un resto de luz, y cojeaba ligeramente arrastrando una pierna.” Los niños asisten al más deslumbrante de los circos, contemplan aterrados lo que según parece es una fiera peligrosa. Miran con los mismos ojos con los que Martín Sombra miraba a los gringos al comienzo de su cautiverio.
Helí Mejía habla de la cesárea de Clara Rojas como un veterinario primerizo y de la crianza del niño Emmanuel como el cazador que se encariña con las crías del mono abatido. Es tal su naturalidad para referirse a lo que nos causa escalofríos que por momentos es imposible contener una sonrisa. Parece que hablara con la sangre fría de Tola y Maruja. Leer su entrevista nos sirve para responder la gran pregunta que se hacían los dos niños japoneses antes de ver al piloto negro: “¿Qué cara deben tener los enemigos?”