martes, 27 de enero de 2015

Utopía y terror





En el primer momento la discusión fue sobre el choque entre dos visiones del mundo. Civilizaciones que se topan en torno a sus antiguas fronteras y batallas. Se habló de los ideales republicanos enfrentados al fanatismo religioso, los payasos insolentes amparados en la constitución y los mártires erigidos bajo una lectura histérica del Corán. Se compararon las religiones y los cielos ofrecidos, los dioses domesticados y los que supuestamente todavía le piden algo de furia a la fe. Poco a poco se comenzó a hablar de las realidades en la tierra. Los guetos en la periferia parisina, la frustración de los jóvenes crecidos en el aislamiento y la pobreza. Se mencionó el orfanato en Correze donde fueron a parar los hermanos kouachi luego del suicidio de su madre. Una causa sublime enfrentada al desapego y el odio de quienes han probado el purgatorio en la tierra.
Pero las razones pueden ser más sencillas y más inexplicables. La lectura de algunas entrevistas del escritor japonés Haruki Murakami a víctimas y victimarios del atentado con gas sarín en Tokio en 1995, entrega también algunas pistas sobre la lógica enmarañada que puede alentar a los terroristas. Sobre los motivos personales que mueven a la gente, en Tokio, en París, en Bogotá o en Madrid, hacia las utopías espirituales, nacionales o ideológicas y el asesinato indiscriminado. El trabajo de Murakami, casi 600 páginas de testimonios y reflexiones, se publicó hace unos meses en español y muestra los secretos de una secta de hombres y mujeres privilegiados que sentían desde indiferencia hasta desprecio por los laicos y sus costumbres mundanas.
Aum Shinrikyo es el nombre de la secta cuyos integrantes mataron a doce personas al liberar, con la punta de sus paraguas, gas sarín en varias líneas del metro de Tokio. Miles de personas sufrieron y sufren todavía las consecuencias de haber inhalado esa especie de goma blanca que se regó en los vagones. Aum era una extraña mezcla de budismo, yoga, esoterismo barato, ciencia y drogas. Muchos de sus integrantes se hicieron monjes luego de curar dolencias menores con sus ejercicios y sus dietas. Muchos arrastraban frustraciones personales, inquietudes espirituales y un rechazo radical a la sociedad de su época. En palabras de Murakami desconfiaban del “inhumano y utilitarista rodillo del capitalismo y del sistema social bajo el cual su esencia y sus esfuerzos –incluso su razón de ser– quedarían aplastados infructuosamente”.
Los monjes de Aum eran en su mayoría profesionales exitosos que renunciaron a su trabajo, a su vida social y a su familia. Uno de quienes liberó el gas era un importante cirujano de Tokio y entre sus fichas en el ministerio de ciencia y tecnología estaba un geólogo que logró predecir el terremoto de Kobe. Casi todos los miembros de la secta recuerdan, incluso luego del ataque, la placidez que encontraron en su religión, la tranquilidad que les entregaba su profundo desprecio de la realidad. No tenían que pensar, seguir órdenes los hacía felices. “Era un mundo a años luz del ruido y el ajetreo del trabajo y la calle”, dice Harumi Iwakura, una de las “bellezas” de Aum.
La investigación de Murakami parece demostrar, como también lo demuestran los Davidianos en Waco, Texas, que no se necesitan grandes civilizaciones ni conflictos milenarios para que surjan los locos envenenados por un discurso. Una cartilla o un libro sagrado pueden entregar la misma alienación. Tampoco se necesita discriminación ni pobreza. Basta la cabeza de los humanos, su poder para tomar un hilo y darle vueltas hasta estrangular la razón.



martes, 20 de enero de 2015

Cuitas del vecindario

Capa



Edición de hoy





En política el pesimismo se entiende como una señal de inteligencia. El recelo es una obligación para los comentaristas de cafetería y los expertos. Para muchos las teorías más negras son las más suculentas. Imaginar la maldad ajena, magnificar los fracasos, pronosticar el abismo es un deber que cosecha aplausos. En Colombia nos hemos acostumbrado, por provincianismo y por saña, a subrayar nuestra decadencia y declarar nuestras miserias como únicas e irrepetibles. Una especie de orgullo torcido nos obliga a inventar que somos excepcionales en violencia y corrupción. En muchos casos la inercia de la autocrítica ha terminado por ocultar que somos un país promedio con un Estado muchas veces mediocre y una minoría dispuesta a lograr sus metas usando las armas. Nada muy raro en el continente en que vivimos.
Pero un simple recuento de prensa de los últimos meses me lleva a pensar, bajo la seguridad de que seré señalado de ingenuo cuando no de tonto o vendido, que nuestras primeras páginas lucen mejores que las de algunos de nuestros vecinos. El año pasado Colombia tuvo la menor tasa de homicidios en 29 años. En Medellín, por ejemplo, se presentaron menos del 20% de los asesinatos que ocurrieron en 1995. Pero esas cifras resultan un espejismo, o una cortina de humo como dicen los vendedores de humo, y lo importante es que en Bogotá los homicidios crecieron el 6% y las puertas de Transmilenio están dañadas. La misma Bogotá que tiene un índice de homicidios por cada 100 mil habitantes muy por debajo de la media latinoamericana.
En el comienzo de año nos hemos ocupados de toros y caballos descuartizados, de las niñas en tanguita, del verano por venir y los enconos políticos de siempre. Que hemos tenido el mes con la menor actividad en el conflicto armado (según datos del Cerac) desde mediados de los ochenta es solo una nota al pie en medio del odio político. A falta de combates tuvimos la tristeza de un motociclista muerto en un retén militar. Y de nuevo la discordia de las grandes palabras.
Mirar los titulares de Venezuela es poner un rasero muy fácil. La venta de leche con el ejército en las puertas de los mercados, los carros con gasolina gratis pero sin batería, la pugna de dos herederos taciturnos y la epidemia de violencia permite pensar que esta vez la válvula de escape de las elecciones puede no ser suficiente. En Brasil encontramos las sombras de una crisis energética. Los apagones en las grandes capitales comienzan a repetirse y la oposición ya habla de racionamientos similares a los que se presentaron en 2001. En Sao Paulo escasea el agua desde hace meses y hablan de resaca post mundial. Mientras tanto los escándalos de corrupción en Petrobras sacuden una industria ya revolcada por los precios. México lleva tres meses aterrado con una realidad que mostró su peor nivel de ferocidad y complicidad oficial con el crimen. Algo similar a lo que vivió Colombia luego de que se descubrieran las ejecuciones extrajudiciales a manos del ejército. Argentina acaba de entrar en un periodo de acusaciones homicidas cruzadas entre facciones políticas. Queda la desconfianza ciudadana y las preguntas sin respuesta sobre el peor atentado de la historia del país. Y una hipótesis que tiñe de rojo a la Casa Rosada.
Dirán que las comparaciones son odiosas, pero de vez en cuando vale la pena soltar el espejo y darle descanso a la repugnancia propia.


martes, 13 de enero de 2015

La muerte en corraleja








Hace unos días la muerte de un toro en las corralejas de Turbaco desató una indignación tal que puso en peligro a los carniceros de profesión y llevó a algunos periodistas a hablar de asesinato en la plaza. Desde la altura de las cordilleras se gritó contra los “bárbaros” y los “corronchos” de las costas y las sabanas bajas. Ahora se propone una ley para prohibir las corralejas y de paso civilizar a esos locos en las ciudades ardientes. La cultura no puede ser una confusión de sangre, alcohol y machismo patronal sobre unas tribunas de tabla, dicen los cultivados desde la ciudad amurallada o las puertas de inmigración en los aeropuertos.
En la carretera de Medellín a la Costa Atlántica me topé con varias de esos armazones donde se realizan las corralejas. La simple maraña de tablas y palos que conforman esos cosos endebles supone una tradición cultural. Esa arquitectura efímera, hecha para la fiesta y el desfogue, esa cazoleta itinerante que se levanta con barras y martillos me hizo pensar en las familias de expertos que deben sostener las “construcciones”. En las orillas de esas plazas es fácil ver que la fiesta va más allá del ruedo y que los pueblos de algún modo cambian de plaza principal durante unos días. Las corralejas son sin duda un espectáculo sangriento y difícil de digerir para quienes hemos crecido lejos de sus alborotos. Es posible, incluso, que en algunos pueblos hayan entrado en decadencia y que se note el aumento de las voces locales en su contra. 
Lo que extraña es que la muerte de un toro, con la carga de brutalidad innegable en el caso de Turbaco, escandalice más que la muerte de un hombre. Porque la cultura de las corralejas incluyen la sangre del toro y la sangre de los espontáneos que van al ruedo. Muchas veces los más grandes arraigos culturales tienen que ver con la escenificación de la muerte. Hace unos meses el fotógrafo Stephen Ferry presentó una serie de su trabajo en corralejas en distintos pueblos de Colombia. Además de sus fotos trajo un testimonio lapidario: “Es que esa es la diversión que encuentra la gente de la Costa: si no hay un muerto no hay corraleja…Lo demás a la gente no le vale nada”. Los muertos de cada año en las corralejas son parte de la tradición, pero el toro “asesinado” rebosó la copa de tolerancia cultural para muchos. Los más histéricos se dedicaron a subrayar su superioridad mostrando su desprecio por toda la especie humana por de los actos de cinco o seis de sus congéneres.

En las corralejas los patrones muestran el billete para que los borrachos, los payasos y los diestros agiten su trapo y expongan la vida en el ruedo. Los almacenes anuncian en los trapos de los más atrevidos y el público termina alentando a los espontáneos con contante y sonante. No con aplausos ni rechiflas. Creo que en Colombia, contrario a lo que ha dicho la Corte Constitucional, cada municipio debería tener la potestad de decidir sobre la realización o no de espectáculos cuestionados como las corralejas o las corridas. Es un absurdo democrático que Bogotá, por ejemplo, con una gran mayoría en contra de los toros no pueda respaldar esa tendencia social con una decisión política. Los taurinos de la capital tendrían que ir a Sogamoso a Paipa o a otros municipios taurinos. Igualmente nadie desde Bogotá podría decir cómo deben ser las fiestas en Planeta Rica o Caucasia. Digo, para que la convivencia de culturas no sea solo un tema entre Europa y el Islam.