miércoles, 27 de enero de 2016

Involución árabe







Las consignas parecían inofensivas, ingenuas frente a la figura de un presidente que era una efigie del poder: “Pan, libertad y justicia social”, “El pueblo quiere la caída del régimen”. Han pasado cinco años desde la celebración en la Plaza Tahrir por la caída de Mubarak. Los grafitis son ahora algo más complejos, sobre todo dibujos con el rostro de los muertos y los presos que ha dejado la llamada revolución. La euforia que sirvió de amalgama a jóvenes laicos, a la izquierda, a los hermanos musulmanes, a las logias liberales y a quienes apenas hacían sus primeros gritos en política se ha convertido en apatía, y la Plaza Tahrir es una especie de campamento militar. Egipto ha celebrado siete elecciones en los últimos cinco años, pero las libertades y los derechos dependen de la firma del presidente Abdelfatá Al Sisi en 170 decretos ley. El uniforme militar todavía se ve muy claro bajo la corbata del presidente. Un “mariscal” que a diferencia de las momias que regían al ejército en la era Mubarak tiene la capacidad de reírse, y de ordenar la cárcel para un joven que lo dibuje con las orejas de Mickey Mouse.
La inversión en los números de participación electoral refleja el fin de la confianza ciudadana en la vía democrática, la poda en la oferta de opciones políticas y la efectividad de un régimen para reinventarse y ponerle freno a la efervescencia social. En las elecciones presidenciales de 2012 que terminaron por elegir a Mohamed Morsi (duró apenas un año largo en el poder) votó el 62% del electorado, en las parlamentarias de octubre pasado solo el 26% de los egipcios habilitados arrimaron a las urnas. No participaron los Hermanos Musulmanes, ahora partido ilegal asociado al terrorismo, y los partidos de izquierda declararon un boicot. A pesar de las multas prometidas a los abstencionistas salieron a votar lo que aquí llamaríamos la clientela de las maquinarias: funcionarios públicos que reclamaron su día libre y conservaron su puesto, miembros de los partidos y electores agradecidos por los 15 o 20 euros que en promedio que se pagaba por voto, según investigadores extranjeros.
Nadie puede decir que la gente no lo intentó, que no hubo coraje y sangre, pero muchas veces las revoluciones no son de quienes las hacen sino de quienes imponen una noción de orden tras los levantamientos. La mitad de la población de Egipto tiene menos de 25 años y en buena medida muchos de esos jóvenes fueron los responsables de la caída de dos presidentes en cinco años: Mubarak, el último gran dictador, y Morsi, el primer presidente elegido democráticamente. Y entregaron los suyo en medio de las consignas simples. Se calcula que 1000 ciudadanos murieron, cerca de 5000 resultaron heridos y 1000 fueron desaparecidos durante los primeros días de las manifestaciones en enero de 2011. Pero una cosa era compartir las consignas y otra las decisiones de un gobierno inspirado en la Sharia. Las manifestaciones multitudinarias contra Morsi y la soberbia de los Hermanos Musulmanes en el poder terminaron con la arremetida del ejército sobre los partidarios del presidente. La Plaza Tahrir contra las plazas de Rabaa al Adawiya y al Nahda. Según Amnistía Internacional entre junio de 2013 y enero de 2014 se sumaron otros 1400 muertos por razones políticas y cerca de 40.000 detenidos. Hoy pasan por la cárcel los artistas que pisan la línea de los decretos presidenciales y el dueño del principal diario privado. La hermana de uno de los primeros mártires de la revuelta de 2011 lo confirma mientras intenta no caer en la resignación: “Estamos mucho peor que antes de la revolución, pero tenemos la obligación de la esperanza.”
 



 


 
 
 


miércoles, 20 de enero de 2016

Narcos entrevistos



 
 
 

México vuelve a debatir si los grandes capos deben ser una especie venenosa a la que solo se le puede permitir el contacto con militares y policías, bien sean parte de su bando o del comando que los persigue. Desde el gobierno, los partidos y algunas voces del periodismo se busca imponer una especie de aislamiento radical sobre los narcos. La cárcel, el mito y la telenovela se consideran las únicas ventanas plausibles para la observación de semejantes depredadores. Para algunos, los periodistas deben cuidarse de un posible contagio, tanto por su seguridad como por la seguridad social. Publicar las palabras de un capo se considera entonces una especie de traición y serían los fiscales los únicos preparados para interrogar a los monstruos de las montañas.

La polémica por la visita de Sean Peen a ‘ElChapo’ Guzmán resultó ser la segunda parte, ahora con los tonos de melodrama y comedia que impone Hollywood, del mismo escándalo que hace seis años desató Julio Scherer con su llegada hasta “la guarida” de Ismael ‘El Mayo’ Zambada. En esa ocasión el lance lo hizo un decano del periodismo mexicano, un hombre de más de ochenta años que había probado su talante y su talento durante décadas; ahora, dicen, fue un simple advenedizo sin credenciales de periodista y sin agallas más acá del grito de “acción”. Sin embargo, las críticas para uno y otro son muy parecidas. Hablan de las condiciones de inferioridad a las que se somete el reportero que acepta invitaciones de los mafiosos, de la falta de un valor para la sociedad en el contenido de las “entrevistas” logradas, del error al servir como voceros de un asesino y de los gestos relajados, casi de compadres, que mostraron los entrevistadores, (un abrazo en el caso de Zambada y Scherer y un apretón de manos en la cita del Chapo y Penn). Las críticas más burdas y más fuertes son de este calibre: “Ustedes dos, Sean Penn y Kate del Castillo, cuando la mafia mexicana los buscó con la intención de hacer una película, debieron inmediatamente llamar a las autoridades correspondientes. Pero no, los venció el morbo de la exclusiva, la adrenalina de la fama que hoy tienen no les es suficiente.” Para otros es un insulto que los periodistas atiendan la invitación de quienes han amenazado y asesinado a sus colegas: “Hay un tono de falso heroísmo en la narrativa de Penn. Si realmente quiere conocer el peligro de cubrir a los cárteles, podría conseguirse un trabajo en un periódico de Sinaloa o Durango y cubrir historias de crimen de manera cotidiana junto con decenas de valientes reporteros y editores”.

El gobierno es un actor clave en esta lucha que busca una especie de vocería oficial y unificada respecto a la delincuencia. En su momento el gobierno evitó que la revista Proceso con la entrevista de Zambada circulara en los consultorios de las ciudades y los garitos de los pueblos donde es leyenda. Hace cinco años cerca de cien medios mexicanos firmaron un decálogo para abordar el cubrimiento de la violencia del narcotráfico. Al gobierno le duele la humillación cuando los periodistas llegan a los capos y describen el mundo que los rodea, un ámbito donde el Estado es un fantasma temido y los narcos son una aparición entre macabra y reverenciada. Por anodinas que sean las crónicas hechas al límite, bajo el poder de intimidación de los capos, siempre serán algo más ciertas que los comunicados oficiales del ejército y la policía. Dicen algo más las fotos de ‘El Mayo’ y ‘El Chapo’ con sus entrevistadores que los simples avisos de “Se Busca”. El gobierno no puede pretender una sociedad de informantes y oyentes atentos a una versión “constructiva”.

 

 

martes, 12 de enero de 2016

Resumen necrológico






Durante seis años consecutivos Colombia ha visto disminuir el número de homicidios en su territorio. La cifra de 2015 muestra una reducción de 5.524 asesinatos frente a la del año 2009, el último año en que aumentaron las muertes violentas, y muy seguramente marcará una tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes inferior a la de países como México y Brasil. Pero según parece, sostener y aumentar las buenas noticias será cada vez es más difícil. Bogotá ha demostrado que luego de alcanzar una tasa cercana a 17 homicidios por cada 100.000 habitantes es complicado lograr nuevos avances, en los últimos 4 años los esfuerzos solo han servido para sostener una cifra cercana a los 1.300 homicidios cada año. Y si se miran los números de Colombia (las cifras del informe Forensis 2014 y las entregadas por la policía a fin del año pasado) la reducción en todo el país fue de algo más de 400 casos, la más baja lo que hace que comenzó a disminuir la sangría. Uno podría decir que las rebajas significativas se dieron en Medellín y Cali, de resto el país tuvo altibajos menores en las diferentes regiones.
Antioquia, Valle y Bogotá concentran cerca del 50% de los homicidios que se cometen en el país y sus perspectivas no parecen del todo fáciles. En Antioquia se dio un fenómeno todavía por explicar. A pesar de la tregua unilateral de seis meses por parte de las Farc los homicidios crecieron el año pasado en el departamento. Ahora, Antioquia tiene tasas de homicidio superiores a las de los municipios del Área Metropolitana donde se suponía se concentraban los mayores conflictos. En el Valle de Aburrá siguen cayendo los homicidios mientras en regiones como Urabá, el Nordeste, el Bajo cauca y el Suroeste se han presentado aumentos. Por lo visto el postconflicto significará, en muchas regiones, una lucha de baja intensidad con algunos componentes de las Farc reforzando la criminalidad instalada bajo otras insignias. Nos debemos acostumbrar a las otras formas de lucha. La dificultad de encontrar datos ciertos sobre homicidios en el Valle del Cauca durante 2015 hace suponer que no se quiso manchar el aceptable balance de lo sucedido en Cali. Ya veremos con cuidado que pasó en el departamento que tenía 7 de los 10 municipios con las más altas tasas de homicidios en 2014, y que, como Antioquia, conserva grupos organizados para defender rentas históricas en el bando que se revele dominante.
Se ha repetido que el conflicto causa apenas el 15% de las muertes violentas en Colombia y que los combos en las ciudades marcan, desde hace años, los nuevos desafíos de seguridad. El Salvador es siempre un espejo útil contra el conformismo de los buenos indicadores. Hace unos cuatro años comentábamos el milagro salvadoreño y ahora se reseñan las cifras de terror del año pasado. Luego del rompimiento de la tregua entre pandillas y el endurecimiento del gobierno llegaron a niveles de violencia que no se veían desde la guerra civil. Ahora se habla incluso de un salto en la organización y la ambición de las pandillas que buscan ser un actor político e internacionalizar sus “negocios”. Se demuestra qué endebles pueden ser nuestras mejorías y nos obligan a pensar en lo que en Medellín se ha llamado el “pacto del fusil”. Una cosa es tener el control y otra es sostener el equilibrio.

Colombia tendrá que encontrar el camino de la paz en el campo e ir pensando en las “guerras” tras la paz en las ciudades.