Tengo dos
amigos, de signos
opuestos, uno rojo y otro verde, que han construido su biografía apoyados en
las fechas memorables de sus equipos en las excursiones internacionales y en el
día a día del rentado local. El hilo personal que en ocasiones da vueltas, se
enreda, retrocede y deja un nudo olvidado necesita una cronología sencilla y
entrañable para organizar los recuerdos y armar una historia legible. “Sí, me
acuerdo que cuando se murió mi abuela Medellín jugaba con Tolima en el Atanasio,
eso fue un domingo”, dice uno de ellos compungido por igual con la muerte y el empate
agónico del visitante. “Claro, eso fue por allá en el 84, la enfermedad me
empezó con un penal que botó Santín contra el Junior en Barranquilla”, dice el
otro recordando una superada dolencia adolescente y una derrota que todavía
duele. Nunca he sido tan memorioso como mis amigos, tal vez por eso a mis diez
años tenía una bitácora verdolaga para calificar a los once que saltaban a la
cancha con la camisa rayada a verde y blanco. No importaba que el partido fuera
en casa o de visita, yo les entregaba nota a todos los jugadores siguiendo lo
que dejaba ver el partido en la cancha o entrever la transmisión radial. Eran
los días del hincha infantil jugando al estadígrafo, después vendría el hincha juvenil
y el guaro en el tubo de PVC de la bandera y el cuaderno pasó a mejor vida.
Pero la esencia
del hincha se conserva y se renueva con cada día de tribuna. He pasado por
todas las galerías del Atanasio. Mis primeros recuerdos son en Oriental cuando
importaba más la paleta que el juego y salíamos rojos de chupar sol a pesar de
ser verdes empedernidos. Luego fue la comodidad de Occidental y las fotos con
los jugadores lesionados y la rendija en un baño olvidado que entregaba una
visión mítica del camerino. En Sur viví la época de los primeros desórdenes.
Allá teníamos un vendedor de cerveza de confianza que nos marcaba hasta
dejarnos alegres en el triunfo o la derrota. Y en Norte llegó el sosiego y el
puesto fijo desde la baranda, la brisa que baja desde el boquerón barre las
bocanadas de la tribuna y han sido muchos los triunfos acompañando al equipo de Libretica y de Rueda.
En uno de los
textos de su libro Salvajes y
sentimentales, Javier Marías habla de esa especie de infantilismo que solo
los hinchas sufren y disfrutan cada ocho días: “Lo normal es que el aficionado
al fútbol lo sea desde pequeño, y por eso reaparecen en él rasgos enteramente
infantiles durante la contemplación de un partido: el temor, la zozobra, la
alegría, el bochorno, la rabia, hasta las lágrimas.” Ese aficionado algo
curtido es hoy de nuevo un niño tembloroso, como aquel que en 1983, frente a un
gol tempranero de Amín Bolívar del Junior, se encerró en un carro durante horas
a llorar una derrota que dejaba al equipo fuera de la Libertadores, como el
adolescente que vio cómo su hermano, su guía futbolero, le arrebataba la
bandera y la tiraba al piso luego de dos penales desperdiciados y una derrota
frente al América en 1987, el mismo que vivió en silencio cabalístico la serie
de penales en El Campín en 1989. En vísperas de una cita histórica el hincha
suele recordar las más grandes tristezas y los desfogues inolvidables, los
fantasmas rondan el camino de la alegría que se renueva, de la infancia que nos
entregan los títulos, de la posibilidades de volver a ser “salvajes y
sentimentales”. Para eso, escribo esta página con los dedos cruzados, los
amuletos en el cajón y las invocaciones al eterno número 2.