Abdulfatá Jandali llegó hace sesenta y cinco años a Estados Unidos desde
la ciudad siria de Homs. Tenía la intención de estudiar ciencia política y
convertirse en diplomático. Su padre era un rico agricultor dedicado a los
cultivos de trigo y algodón en un país todavía bajo el signo de la servidumbre.
Tenía 26 años cuando se graduó en la universidad de Wisconsin con una tesis que
buscaba fórmulas para que los países de Oriente Próximo abandonaran el
colonialismo. Además de su título universitario, su estadía en Madison dejó un
hijo nacido en 1955 en San Francisco, California. Al parecer los prejuicios religiosos
del padre de su novia, una joven católica llamada Joanne Schieble, hicieron que
la pareja se distanciara y la madre decidiera dar su hijo en adopción.
En el 2005, luego de una vida silenciosa y nublada, Jandali se enteró de
que ese hijo perdido en los años universitarios era uno de los hombres más
brillantes y más ricos de los Estados Unidos: Steve Jobs. Ese padre escurridizo
solo se atrevió a enviar unos correos tímidos con pequeñas líneas que son a la
vez una disculpa y un gesto de admiración: “Espero que estés mejor de salud”, "Feliz
cumpleaños". Luego de la muerte del padre reacio, Jandali y Joanne
Schieble se casaron y tuvieron una hija. Pero al parecer Jandali tenía una
inevitable vocación para la huida y muy pronto marcó su ruta hacia la
universidad de Nevada donde fue profesor durante poco tiempo. Su hija, ya con
un apellido ajeno a ese fantasma y convertida en la novelista Mona Simpson,
hizo su correspondiente ajuste de cuentas en forma de libro: The lost father.
En los años setenta Jandali comienza a recorrer una especie de ruta
inversa para un inmigrante que había tenido formación académica y vínculos
laborales con algunas universidades. Se casó por segunda vez y abrió un pequeño
restaurante en Reno como corresponde a la fábula común de miles de inmigrantes
en Estados Unidos. Imposible no recordar que el abuelo de Donald Trump, quien
llegó a Estados Unidos con dieciséis años desde un pueblito Bávaro llamado Kallstadt,
se inauguró como empresario colgando un aviso que decía Arctic Restaurant &
Hotel en las nieves de Yukon en Canadá. La fiebre del oro lo arrastró desde su primer
oficio como peluquero en Nueva York hasta un local en Seattle y luego al
extremo norte para ofrecer provocativas “habitaciones privadas” en su hotel que
presumía de todo tipo de lujos para los mineros recién forrados.
Pero volvamos a Jandali y sus restaurantes de carretera en Nevada. Su
segunda opción fue comprar un restaurante francés quebrado para venderlo luego
de la restauración y ganar unos dólares. Había olvidado los sueños académicos y
políticos sobre del Medio Oriente y ahora se dedicaba a satisfacer a sus clientes
tras la puerta de su parador. Las paradojas quisieron que terminara como
director del casino Boomtown a las afueras de Reno. Desde 1999 se convirtió en
el jefe de alimentos y bebidas del casino. Ese hombre venido de siria con una
conciencia política y religiosa terminó manejando una rueda de la fortuna de
400.000 dólares cada semana en las carreteras de Nevada. Su gran idea fue
ofrecer un bufé ilimitado de langosta los fines de semana. Con eso logró frenar
la estampida de clientes que iban hacia casinos indios más cercanos a sus
casas. Las tenazas de Jandali terminaron marcando la gastronomía y la
contabilidad de los casinos en Nevada. El mismo estado donde Trump peleaba hace
dos años para que los trabajadores de sus casinos no conformaran un sindicato. Los
inmigrantes marcan los surcos imprevistos de la genialidad, la competencia, la insignificancia,
la soberbia. Basta dejarlos llegar.