La política
suele dejar a los países fatigados y en un mismo punto respecto a algunos de
sus grandes debates y problemas. El oportunismo, la debilidad ideológica y la
desvergüenza logran un vaivén entre posiciones antagónicas que solo causa mareo
y agotamiento. No hablo de los normales giros ideológicos que dan las
sociedades y que marcan énfasis de políticas públicas cada cierto tiempo. Me
refiero a las volteretas que dan partidos y movimientos según pequeñas ofertas y
que suceden de un día para otro, señalo la patética carrera de quienes van de
un extremo a otro para salvar dos puntos en la nómina y tres rayas en el
presupuesto.
Iván Duque
reiteró el domingo pasado en entrevista en El Tiempo que les hará reformas a
los acuerdos de La Habana para lograr penas proporcionales y sacar de sus
curules a los líderes de las Farc. Esos son los puntos claves detrás de la
retórica de mejorar el acuerdo para las víctimas y cumplir los estándares
internacionales de justicia. Para ese propósito habla de “un gran acuerdo
nacional”. Juan Manuel Santos utilizó el mismo término al menos durante cuatro
años para impulsar los acuerdos de paz. El plebiscito nos demostró muy
claramente que ese gran acuerdo era imposible, y que ni siquiera existía una
clara mayoría de apoyo o rechazo al proceso. Se habían conformado dos bandos
equivalentes de la mano de una gresca política y personal, ideológica y
regional, y nada valía para romper ese crispado equilibrio. Los odios partidistas
y la desconfianza electoral terminaron siendo más fuertes y persistentes que el
largo conflicto.
Con el acuerdo
firmado y una victoria del NO por estrecho margen se acudió a la “Unidad
Nacional” en el Congreso donde las mayorías eran claras. El Centro Democrático,
principal representante del NO, tenía apenas el 14% del Congreso y no más de 60
alcaldes de 1121 en todo el país. En esa Unidad Nacional participaban con
entusiasmo el partido Conservador, el Partido Liberal, el Partido de la U
(bautizado así en alusión a Uribe para amargura de uno y otros) y Cambio
Radical. Ese pacto político permitió que se hicieran ajustes menores a lo
acordado en La Habana y se aprobaran los cambios constitucionales y legales que
luego tuvieron el aval de la Corte.
Ahora tenemos al
candidato del Centro Democrático con buenas posibilidades de llegar a la Casa
de Nariño, y los partidos que hace dos meses apoyaban los acuerdos ya se
inclinan en reverencia ante quien consideran el futuro presidente. Juntos
conforman una gran mayoría en el Congreso y de ganar Iván Duque le pondrán otro
nombre a esa “unidad nacional”, tal vez unanimidad nacional, y se ocuparán en
la tarea de modificar los acuerdos que ahora les parecen imperfectos y
precarios. Los mismos políticos que resolvieron esa especie de empate técnico
de la opinión pública sobre el proceso de paz con el apoyo al gobierno y su
esfuerzo en La Habana, ahora resolverán el persistente empate con un apoyo a la
modificación que de seguro es también una barrera a la implementación, un
empuje a la reincidencia y una renovación del conflicto. Duque gastaría
entonces dos años de gobierno, buena parte de su poder de negociación (que ya
sabemos de dónde sale) y una gran porción de la energía de su posible gobierno
en regresarnos a un lugar ya conocido e indeseable, en retroceder para lograr un
punto de honor para sus electores. Los políticos trabajan siempre en el mismo
punto, no se mueven de su puesto, así empujen a un presidente y jalen a su
sucesor.