miércoles, 18 de diciembre de 2019

Cementerios de pueblo






Hace unos años elegí el cementerio de Necoclí, en Urabá, para los atardeceres de una semana de vacaciones. Eran las tierras de ‘El Alemán’ y las noticias sobre el dominio paramilitar le daban un aire macabro al ángel blanco del portón adornado por las flores de un curazao. Recuerdo al sepulturero volcado sobre una de las tumbas, desordenando los huesos. Metía la mitad de su cuerpo en la oscuridad del agujero en el muro, usando sus manos para sacar los restos. Los ataúdes que daban contra el mar comenzaban a ser visitados por las mareas altas. Las olas habían socavado el barranco que elevaba el cementerio sobre la playa y los cráneos ya se asomaban sobre la madera dura de los ataúdes.  
Estaba a la vista “el corral de muertos, entre pobres tapias” que describe Unamuno. Pero era solo la primera vista. Ya sabemos lo que esconden nuestros cementerios de pueblo. Lo que saben los sepultureros. La noticia sobre los cuerpos en Dabeiba solo sirve para recordar que durante años muchas muertes solo quedaron en los registros de permisos y felicitaciones de los militares. El Estado no lograba ni siquiera las huellas dactilares de quienes eran asesinados en un supuesto combate. Cadáveres anónimos trocados por medallas. Se llevaba un mejor registro de los repuestos de los camiones militares que de las bajas.
Una investigación hecha hace cinco años por el Centro Nacional de Memoria Histórica deja una cifra impresionante e infame sobre los cementerios de los pueblos. En 2010 la Fiscalía realizó un censo sobre los cadáveres sin identificar en los cementerios del país. Solo 454 se atrevieron a verificar cruces y nombres. Sumaron 20.525 personas sin nombre enterradas. Historias muy difíciles de reconstruir en medio de violencias que mutan y mudan de década en década. Eso sin contar las víctimas escondidas bajo de las tumbas oficiales, las que tienen aunque sea una fecha trazada con el palustre sobre el cemento fresco.
Dabeiba sufrió entre 2002 y 2005 cinco operaciones militares que pretendían diezmar los cinco frentes de las Farc que operaban en el Cañón de la Llorona: Monasterio, Aniquilador, Jeremías, Emblema y Fénix. Crecieron los bombardeos, los combates y la presencia de los Paras. El mismo ‘Alemán’ que fue protagonista en Necoclí, llegó a dirigir la llegada del Bloque Elmer Cárdenas. Las alertas de la Defensoría en 2004 dejaban muy claro lo que pasaba en ese municipio con cuatro batallones activos y un cementerio: “…la población de la zona empezó a ser objeto de homicidios selectivos, desapariciones, señalamientos, bloqueo económico, saqueos y masacres”.
Pero además de ser el centro de los combates y los señalamientos contra civiles, los municipios más acorralados del país se convirtieron en escenario perfecto para ejecuciones de jóvenes de las ciudades. Cuando los combates no dejaban bajas suficientes y los civiles de las veredas ya había sido muy “visitados”, los militares usaban los pueblos bravos como polígono y fosa seguras para marginales que caminaban las calles de las capitales.
La JEP comienza a entregar coordenadas y procedimientos cruentos de los militares que mataban, disfrazaban, reseñaban, enterraban y se felicitaban. No sobra decir, para que lo sepan los justicieros de gobierno y el Centro Democrático, que el 95% de los militares que estaban en las cárceles están en libertad condicionada, transitoria y anticipada luego de acogerse a la Justicia Especial. Habrá versiones de más de dos mil militares y se removerá la tierra de los cementerios de pueblo.




miércoles, 11 de diciembre de 2019

Plomo sí hay






Tres recientes muertes de civiles atribuibles a miembros de la Fuerza Pública han alentado un saludable escrutinio sobre las actuaciones de militares y policías en el país. Dilan Cruz por un disparo realizado por un capitán del ESMAD con un arma “no letal”, Dimar Torres asesinado a quema ropa por un cabo del ejército y Flower Trompeta muerto por dos disparos por la espalda en un operativo militar todavía en investigación. La alerta es importante por los antecedentes de falsos positivos, y porque Colombia tiene unas cifras relativamente bajas de muertes de civiles a manos de uniformados cuando se compara con otros países del continente.
Lo que ha pasado este año en el estado de Río de Janeiro demuestra que un discurso que privilegia la seguridad sobre la vida, sumado a la impunidad asegurada para policías y militares y a territorios con el estigma de la criminalidad puede llevar a una masacre con armas del Estado y visos legales. Entre enero y noviembre de este año han muerto bajo el fuego de policías y militares 1.424 civiles en el estado de Rio. Eso es casi el triple del total de homicidios que tendrá Medellín al terminar el 2019. Las palabras del gobernador Willson Witwel, un exjuez elegido en octubre de 2018, dejaron muy claro el mensaje durante la campaña: “La policía hará lo correcto, apunten a sus cabecitas y disparen, así no habrá ningún error”.
El error más visible ocurrió en septiembre pasado. La muerte de Ágatha Félix, una niña de ocho años, por un disparo de militares en las favelas Alemão. En los primeros ocho meses de 2019 otros quince menores de doce años han sido heridos, y 43 adolescentes entre doce y dieciocho murieron por los disparos oficiales. Al menos una tercera parte de las muertes violentas en el estado de Río suceden en procedimientos de policías y militares. El 95% de los procesos penales terminan archivados. La policía civil se encarga de las investigaciones. El presidente Bolsonaro ha dado su apoyo al gobernador y a los uniformados con una frase bien armada: “Un policía que no mata, no es un policía”. Este año la policía ejerce más que nunca y las muertes de civiles bajo su mano han crecido 23%.
Pero no es un asunto de un régimen de derecha que raya con el fascismo. Lo que pasa en Venezuela en el momento de mayor degradación del régimen bolivariano es aún peor. Entregar la seguridad de las ciudades a militares, señalar territorios como objetivos de guerra (como se hizo en la Operación Orión en Medellín) trae serias consecuencias. En Venezuela el número absoluto de civiles muertos por miembros de la policía o el ejército es mayor que el de Brasil, teniendo en cuenta que tiene una población siete veces menor. El 25% del total de homicidios cometidos en Venezuela tienen como victimario a un agente estatal. Sin contar lo que pasa con los colectivos y milicias gubernamentales que actúan de manera encubierta. Los datos están claros en un estudio de la organización Open Democracy llamado Uso de la fuerza letal en América Latina: una siniestra prioridad política.
En Colombia el 1.5% de las muertes violentas son cometidas por miembros de la Fuerza Pública. Cifras por debajo de las de Venezuela, Brasil, México y El Salvador que mide el estudio mencionado. En Medellín, por ejemplo, este año se suman diez muertes violentas a manos de la policía. Solo en la favela Cidade de Deus en Río los muertos a noviembre suman 27. Es clave que Colombia ponga ojos suficientes sobre la pólvora oficial y mire con recelo los discursos que justifican la muerte hablando de seguridad.



miércoles, 4 de diciembre de 2019

Reducción del daño






Hace seis meses comenzó en Medellín una súbita reducción en los casos de homicidio. En un pequeño lapso tuvimos el mes más violento en los últimos cinco años y el mes más “tranquilo” en los últimos dos años y medio. Al comenzar junio el aumento de homicidios con respecto a 2018 era cercano al 35% y al terminar noviembre tenemos una reducción del 5%. En los últimos seis meses, entre junio y noviembre, se han presentado 77 homicidios menos que en el mismo lapso del año pasado. Un corte semejante, tan preciso en el tiempo, como si se tratara del inicio de una nueva temporada, hace inevitable que se piense en un acuerdo entre estructuras ilegales en el Valle de Aburra.
Entre periodistas e investigadores ya ha comenzado a mencionarse una supuesta reunión en La Picota, en Bogotá, dada el primero de junio, en la que hombres de los grandes bandos acordaron buscar un poco de orden, respetar territorios y rentas, evitar calenturas mayores. El peligro de que las luchas en Bello se regaran por todo el Valle hizo necesaria una “cumbre”. No hay noticias de la participación oficial pero alguien, al menos, tuvo que facilitar la sede.
La administración de Federico Gutiérrez acabó con su primer secretario de seguridad, Gustavo Villegas, en la cárcel con una condena por lo que la Fiscalía llamó “acuerdos siniestros” con un sector de la oficina. Pero luego de eso el discurso desde la alcaldía ha sido el de la guerra de frente contra líderes de las bandas. Las capturas y la percepción entre el hampa muestran que la pelea se ha dado más allá de las declaraciones oficiales. Resulta paradójico que un gobierno orgulloso de su postura de nulo contacto con los armados, pueda terminar su mandato con el 2019 como único año con reducción de homicidios gracias a un pacto entre “oficinas”.
“Hagan sus acuerdos, pero bien lejos y no me cuenten”, parece ser la política obligada para quienes llegan a la alcaldía de Medellín. Los picos de violencia en la ciudad hacen imposible negar que ambiciones y ajustes entre criminales signan los peores años; y treguas, repartijas y silencios marcan los días de relativa tranquilidad. La criminalidad sigue siendo la que decide los ciclos de la crónica roja. La Fiscalía por su parte se dedica a tramitar los principios de oportunidad y los casos por concierto para delinquir contra los cabecillas que vuelven a la calle a los cuatro o cinco años de la caída.
La pregunta importante en medio de ese cuadro que se repite, la cuestión moral y política, la encrucijada institucional es si vale la pena y si es posible un papel más activo y menos encubierto del Estado en esas inevitables negociaciones entre bandidos. Por supuesto no se trata de negociaciones con grupos que amenazan la primacía del Estado. Aquí es solo el pragmatismo y la posibilidad de “domesticar”, paso a paso, a delincuentes que imponen reglas sociales y se lucran de rentas ilegales ¿Podrían las administraciones municipales acompañadas de la fiscalía alentar esas negociaciones? ¿Sería lícito que el Estado fuera tras algo así como la “reducción del daño” en territorios que le han sido ajenos?
En 1990 el periódico El Mundo planteaba una posible negociación en un artículo titulado: “Plantean una solución al sicariato”. Se decía que doscientos sicarios estaban dispuestos a dejar el fierro y la moto. “Diálogo, desarme, amnistía o indulto no deben convertirse en temas tabú a la hora de impulsar un esfuerzo de reconciliación…”, decía la nota. ¿Valdrá la pena reconocer cierta impotencia de las administraciones y buscar un papel de intermediario?






martes, 26 de noviembre de 2019

Redes de miedo





Al final el miedo fue uno de los protagonistas. Logró que la gente se atrinchera con armas tan peligrosas como ridículas, que los medios amplificaran ataques falsos e inminentes, que la policía corriera tras las hordas imaginarias alimentadas por Twitter y WhatsApp. Miles de llamadas a los números de emergencia en Cali y Bogotá confirmaron el pánico colectivo. Las pesadillas sociales pueden ser tan ciertas como las de los niños que se desatan como un eco en un cuarto oscuro.
Las redes sociales se han convertido en una realidad en el bolsillo para exacerbar la política y privilegiar a los radicales. Los algoritmos enfocan a los extremos como una forma de mantener la atención de los usuarios. Pero no es solo un tema ideológico o partidista, también pueden inventar realidades callejeras, prender alarmas, generar inercias en las porterías de las unidades residenciales: Nos estamos convirtiendo en seres mucho más emocionales y tribales en nuestras formas de identidad”, decía el año pasado Jamie Barlett, uno de los tantos analistas de esa inmensa tómbola de noticias y rumores dirigidos.
En Cali las autoridades hablaron de una “operación avispa” de desinformación que hacía correr a los policías de extremo a extremo tras las sombras que llegaban por redes. El testimonio de una ciudadana que cayó en la histeria colectiva del jueves describe la realidad una vez logró separarse un poco de la escena: “En la portería mi sorpresa fue enorme: hombres y mujeres estaban armados con cuchillos, bates, tubos y hasta espadas ninjas (…) Muchos blandían sus bates y tubos al aire, de un lado a otro, como si estuvieran descabezando un muñeco imaginario. Pero no había pruebas de que los vándalos existieran, solo había rumores e imágenes confusas de supuestas tomas y ataques”. El balance final fue claro: No se presentó ningún robo en viviendas y no hubo asalto a unidades cerradas. Esa verdad no impidió que Bogotá repitiera la ficción al día siguiente.
En la madrugada del sábado, alguien en Twitter (también por ahí pueden moverse lúcidas reflexiones) recordó un pasaje de La mala hora. En esa novela lluviosa en un pueblo costeño los pasquines en las paredes, los rumores que aparecen pegados en las puertas y desaparecen en la mañana, comienzan a generar recelos, animadversiones, amenazas. Son señalamientos de infidelidades, robos, viejas cobardías.
En la novela se discute si los pasquines son una estrategia organizada, si el autor es uno o son varios, si es hombre o mujer. “Nunca, desde que el mundo es mundo, se ha sabido quién pone los pasquines”, le responde el ayudante del juzgado al juez. Y las damas de la sociedad católica le piden acción al alcalde que desestima los pasquines llamándolos “papelitos”. Y el cura dice que es “terrorismo de orden moral”. Hasta que el alcalde decreta el toque de queda y organiza rondas civiles de vigilancia y ordena a la policía disparar a quienes estén en la calle luego de las ocho de la noche y no se detengan. Y comienza la cacería.
Cuando el alcalde les anuncia a dos jóvenes que deberán presentarse la noche como reservistas y recibir un fusil para hacer cumplir el toque de queda decretado por la proliferación de pasquines, el peluquero que los acompaña responde con tono de burla: “Más bien una escoba. Para cazar brujas, no hay mejor fusil que una escoba.”. Los mismos palos que alzaban los vecinos en las porterías en Cali y Bogotá.
Los mensajes en las redes son los nuevos pasquines, y no necesitan riesgos nocturnos ni engrudo, un botón es suficiente: “ENVIAR”.



miércoles, 20 de noviembre de 2019

Paronoia





El gobierno ha optado por la “alerta máxima” en las guarniciones militares y el alarmismo máximo de cara a la opinión pública. El paro del 21N ha mostrado a un ejecutivo temeroso, incapaz de proponer, siempre a la defensiva, acorralado por las encuestas y ninguneado por el Congreso. Mientras su propio partido recela la necesidad de un acomodo que sería, muy seguramente, la obligación de apartarse de muchas de las consignas de campaña. Partido que al mismo tiempo lo culpa en silencio de las recientes derrotas electorales. Para acabar de ajustar la iglesia apoya las movilizaciones que el gobierno trata con decretos que autorizan a alcaldes y gobernadores a decretar el toque de queda.
En marzo de 2016 se hablaba de la crispación política, el descontento social frente al aumento de la inflación, el posible aumento del IVA, la venta de Isagen y de un gobierno ensimismado con la paz y perdido frente a las realidades en la calle. Además, Santos tenía un 73% de imagen desfavorable y solo el 23% de los colombianos decían que las cosas iban por buen camino. Las centrales obreras, las dignidades agrarias, el movimiento estudiantil y los camioneros eran las cabezas visibles del paro. Una parte de la oposición política se sumó a los reclamos. En los medios se podían leer advertencias de este tipo: “hoy por hoy el movimiento social podría expresarse con fuerza arrolladora si no se dan las transformaciones serias que el país necesita.” Las noticias de época no registran la propagación del temor ni los preparativos policiales y militares ni la descalificación de quienes expresaban la voluntad de participar en la protesta.
El Centro Democrático respondía con una marcha convocada en abril para denunciar el “desgobierno de Santos”. Claudia Bustamante, una de las organizadoras, tenía muy claros los motivos de la marcha: “la gente va viendo que no le rinde la plata para el mercado, que al campesino no le da para pagar su crédito agrario, que el dólar está por las nubes y por eso no puede viajar a conocer a Mickey Mouse o mantener su estilo de vida. Eso ha generado preocupación”. Al final las dos protestas fueron concurridas y tranquilas.
Pero ahora el gobierno Duque se empeña en presentar la protesta como una batalla. El lunes hablaban de ochocientos kilos de dinamita encontrados en zona rural de Putumayo como posible “insumo” para la protesta. Una caleta un poco lejana. La semana pasada fueron los extranjeros deportados como supuestos cabecillas de vándalos profesionales. Hacen recordar a Piñera y sus primeras reacciones a la protesta en Chile: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie…”
La estrategia del gobierno ha hecho que mucha gente recuerde el paro nacional de 1977 que según cuentas dejó cerca de 20 muertos en un solo día en Bogotá. Según el dicho de la época el gobierno de López Michelsen había pasado de ser el “Mandato Claro” en tiempos de elecciones, al “Mandato Caro” por cuenta de la inflación. Las reivindicaciones eran sobre salarios, pensiones y jornada laboral. Se bajaron algunos subsidios y el Frente Nacional era visto por muchos como un anacronismo insoportable. El gobierno decidió enconcharse y señalar la huelga de subversiva. Las tachuelas y las piedras eran presentadas en la prensa como armas de gran peligro. Un mes antes del paro se expidió un decreto que castigaba con arresto a organizadores de manifestaciones. Igual que hoy, los señalamientos, la propagación del temor, la recriminación a la protesta y las medidas de fuerza pública hicieron crecer la presión y el entusiasmo respecto al paro. El miedo puede inflar la bomba.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Disidencias y coincidencias





En la madrugada del jueves 28 de agosto se conoció el video de Iván Márquez, Santrich y El Paisa anunciando una nueva etapa guerrillera. Fueron 32 minutos de la misma grandilocuencia en el discurso y una pose teatral que los hizo más patéticos que amenazantes. Dijeron que anunciaban al mundo su voluntad de lucha. Y el mundo respondió con algo de indiferencia. Pidieron cambuche al lado del ELN para encontrar alianzas. Y el ELN los mira con recelo luego de años de traiciones y enfrentamientos. La frontera con Venezuela les dio algo de refugio entre el caos delincuencial, pero los duros de la zona, con años de ventaja en el negocio, seguro los tratarán como un “estado menor” que debe respetar antigüedad.
El 29 de agosto a las 11:03 de la noche aviones de la Fuerza Aérea bombardearon una zona selvática en el municipio de San Vicente del Caguán en el Caquetá. Un día después el presidente anunció el éxito de una operación “estratégica, meticulosa e impecable” contra quienes “hacen parte de estructuras criminales que pretenden ahora desafiar a Colombia”. El bombardeo al parecer era más una operación política para demostrar, frente a la opinión pública, fuerza y contundencia contra Márquez y compañía. Ese cuento de la Nueva Marquetalia le daba al gobierno en apuros la oportunidad de revivir ese enemigo armado y dar un golpe de opinión.
Gildardo Cucho, el cabecilla que murió en el operativo, no era en realidad más que un mando medio de la banda de Gentil Duarte en el sur del país. Se podría comparar con un “capo” de bandas en una ciudad como Medellín. Se habla de 40 “hombres” a su cargo, hoy sabemos que buena parte de esa fuerza eran niños, niñas y adolescentes con menos de tres meses en las lides del fusil y la rancha. El gobierno no entregaba propiamente el parte de la muerte de Reyes o el Mono Jojoy. Las autoridades apenas se ponen de acuerdo en el nombre de Gerardo Cucho, y ese parte de guerra aplaudido en directo por el gabinete de Duque se olvidó muy pronto, como el gobierno ha olvidado que las “hazañas” de la seguridad democrática son cosa del pasado.
Hace un poco más de ocho años, en el inicio del gobierno Santos, se dio un anuncio similar al del 29 de agosto pasado. En ese momento el presidente celebró la muerte, en un bombardeo, de quince terroristas en Tacueyó, en el Cauca. Menos de una semana después el país se enteró de la muerte de cuatro menores de edad en el ataque. “A estos niños sin experiencia nos toca echarles tierra encima”, dijo uno de los hombres de la vereda El Triunfo en Toribío. Cerca de 250 menores salían de la guerra cada año antes del acuerdo con las Farc según cifras del ICBF.
En pleno conflicto con las Farc se hacía difícil esconder los detalles y las víctimas de un bombardeo del ejército. Los partes de guerra eran los anuncios más importantes del gobierno. Ahora, cuando fracasos legislativos y jurídicos, afugias fiscales, derrotas electorales y líos laborales ocupan buena parte del debate nacional, fue más fácil para el gobierno esconder la muerte de los menores. Pero llegó el sobre de manila y todo se supo. Es claro que los objetivos del ministerio de defensa encarnan amenazas distintas y deben buscar métodos distintos, que un anuncio de la Fuerza Aérea tiene menos alcances en la opinión, que los órganos de control y prensa miran con menos diligencia hacia los militares, y que el gobierno Duque corre todos los riesgos de quedarse con lo peor de esas ofensivas desmedidas y sin los triunfos mediáticos contra un enemigo ahora menor.


jueves, 31 de octubre de 2019

Amenazas ausentes





Las Farc fueron casi invisibles en las elecciones regionales del domingo pasado. Sonó la anécdota de una canción en Turbaco y no mucho más. La posibilidad de participar en política fue sobre todo un acto simbólico de apertura a la democracia de quienes recién dejaban las armas. Nunca significaron una amenaza electoral en ninguna parte. Esa irrelevancia de las Farc en política, como grupo armado y como partido, fue una de las causas de las varias derrotas del Centro Democrático. No estuvo la sombra que acompañó y amplificó su discurso desde su creación. Hace cuatro años las elecciones estuvieron marcadas por la negociación en La Habana y el conflicto activo en Colombia. Seis meses antes del 25 de octubre de 2015 once soldados murieron en un ataque de las Farc en Buenos Aires, Cauca. Fue uno de los peores momentos del proceso de paz. Los ceses al fuego marcaban todavía el clima electoral en muchas regiones.
Han pasado casi tres años desde la firma del acuerdo de paz y las discusiones sobre sus reglas y su mecánica legal se han hecho viejas. Las disidencias se consolidaron como amenazas menores. Otro actor de reparto de la economía cocalera. Después de más de tres años del plebiscito la gente vota verraca por razones muy distintas. El gobierno y su partido se quedaron atados a un tema que a estas alturas resulta procedimental. El principal propósito del gobierno Duque este año en el Congreso, las objeciones presidenciales a la JEP, resultó ajeno a las preocupaciones de la gran mayoría de los colombianos. Hasta en San Vicente del Caguán el Centro Democrático perdió la alcaldía que en 2015 ganó con claridad frente al Polo.
Venezuela también dejó de ser una amenaza creíble. Con el presidente Duque en el poder la ecuación cambió. Ahora no era que nos íbamos a caer en el caos venezolano sino que el gobierno iba a lograr que los vecinos volvieran a la senda democrática. En Medellín las vallas del CD todavía decían: “Somos la barrera contra Venezuela”. Parecía que hubieran estado ahí por años. Resultó que no ya no había riesgo de sumarnos a Maduro, pero tampoco se logró que su gobierno cayera en cuestión de horas. En el plano internacional desapareció otra sombra.
Además, el Centro Democrático se agazapó tras un gobierno lejano a todos los partidos. Se convirtió en trinchera contra los demás políticos. Un gran pecado electoral en tiempos de coaliciones obligadas. Y el último ungido por el expresidente Uribe ha resultado sobre todo un veto de confianza. De modo que el partido de gobierno solo logró ser la mayor votación para las Asambleas departamentales en el departamento de Antioquia. Los liberales y Cambio Radical ganaron en ocho departamentos, los conservadores en seis y La U en cinco. Para los Concejos solo logró mayores votaciones en los departamentos de Antioquia y San Andrés. No logra crecer en maquinaria mientras su logotipo pierde fuerza frente al voto más independiente. Y en Antoquia, su gran bastión, perdió en alcaldía y gobernación. Logro poner alcalde en 17 municipios de 125. Y en el Área Metropolitana, donde vive el 66% de la población del departamento, solo logró una alcaldía de las diez en juego. Y el elegido tiene un grillete para que no camine más de la cuenta.
En Colombia se ha demostrado que no solo las grandes marchas marcan movimientos y cambios políticos. Las filas de los domingos electorales pueden ser un ruido suficiente.



miércoles, 23 de octubre de 2019

Una oportuna debilidad





En septiembre de 1990, pasados menos de treinta días de llegar a la presidencia, Cesar Gaviria dictó el decreto 2047 para “incentivar el sometimiento” de narcotraficantes. En el primer semestre de gobierno se completó la estrategia con tres decretos que aseguraban la no extradición, la acumulación jurídica de penas, los sitios especiales de reclusión. Los decretos tenían nombre propio. Se trataba de negociar la entrega de Escobar y los demás miembros del Cartel de Medellín. La seguidilla de entregas tuvo su punto crucial el 19 de junio de 1991 con la llegada de Escobar en helicóptero a una cárcel concertada con el alcalde de Envigado. El minuto de Dios del padre García Herreros había logrado el milagro y la nueva constitución respaldaba la principal garantía de los decretos.
El gobierno colombiano renunciaba a la guerra a muerte contra el narcotráfico para buscar una salida menos cruenta. El presidente, heredero de un hombre asesinado por la mafia, usaba herramientas jurídicas contra el enemigo que en muchos terrenos sometía al Estado. Desde los Estados Unidos Bob Martínez, zar antidrogas, preguntaba con las palabras del carcelero: “Hay alguien en esta sala que no quiere ver a Pablo Escobar, encadenado de los tobillos, rompiendo rocas”. Los gringos se declararon perturbados.
El 11 de diciembre de 2006, con apenas diez días en el poder, Felipe Calderón declaró la guerra contra el narco en México. Envió 6500 soldados al estado de Michoacán para demostrar que la pelea era peleando. Los asesinatos relacionados con el narcotráfico crecieron en promedio algo más de un 20% en los primeros cuatro años de gobierno de Calderón. En septiembre de 2010, luego de cientos de capturas de narcos duros y miles de muertes, incluidas algunas por actos terroristas contra civiles, Felipe Calderón entregó a CNN unas declaraciones al menos inquietantes: “Vivimos al lado del mayor consumidor de drogas del mundo, y todo el mundo quiere venderle drogas a través de nuestra puerta y nuestra ventana. Y vivimos al lado del vendedor de armas más grande del mundo, el cual abastece a los delincuentes”. Al llegar al poder, el presidente Peña Nieto pidió un nuevo debate sobre la guerra contra las drogas con un papel activo de Estados Unidos en posibles cambios de estrategia. La guerra siguió y la entrega del Chapo a Estados Unidos en 2017 fue vista como el triunfo de una década. Sin importar que el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EE.UU. dijera que la guerra contra los cárteles había sido “ineficiente en gran medida” y fallida a la hora de reducir la violencia.
El 30 de enero de este año, dos meses después de asumir la presidencia de México, López Obrador soltó una respuesta contundente durante una rueda de prensa: “No hay guerra. Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz”. La semana pasada se aplicó de manera improvisada esa premisa presidencial en la ciudad de Culiacán. El alto gobierno, sin tiempo para negociaciones, con solo una posibilidad de reacción cercana a la de un policía cercado, decidió liberar a los hijos del Chapo Guzmán para evitar el ataque a civiles y el asesinato de militares detenidos. Esa muestra de debilidad del Estado puede ser también una oportunidad, un momento adecuado para intentar estrategias distintas que miren más hacia adentro que hacia afuera. La inercia de una política que ha resultado inútil durante décadas puede romperse de la manera más inusual. Los narcos en Culiacán han dicho que luego de los hechos de la semana pasada no hay nada que celebrar, el gobierno de López Obrador piensa lo mismo. Tal vez ese sea un primer acuerdo necesario.

miércoles, 16 de octubre de 2019

De piedras y gases




He leído bastantes celebraciones en Colombia sobre el desenlace de las protestas en Ecuador. Muchas de ellas vienen de periodistas que dicen extrañar una sociedad más despierta y organizada en nuestro país, más rebelde frente al poder estatal. También muchos ciudadanos han expresado su aliento y felicitación a los manifestantes, y hasta algunos políticos, acostumbrados a llamar turbas a quienes protestan en casa, han encomiado la fuerza de los indígenas más allá de la frontera.
Pero algunas cosas han pasado debajo de esa “victoria” ciudadana que se mira con admiración desde afuera, lejos del humo, los abusos y los estragos. La prensa fue la gran perdedora en medio de las casi dos semanas de tormenta. Al menos 115 periodistas fueron agredidos y seis medios de comunicación fueron atacados durante las protestas. Llovieron piedras y bombas caseras por parte de los manifestantes, y gases y palo corrido por parte de la policía. Ni el gobierno Lenin Moreno ni quienes se levantaron contra sus medidas estaban contentos con el trabajo de los medios. Para ambos poderes el cubrimiento ideal es el encubrimiento de sus abusos y deficiencias mientras se resaltan los de la contraparte. Los manifestantes exigían militancia, simpatía por las “causas justas”, apoyo a los “más débiles”. El gobierno reclamaba respaldo a las instituciones, firmeza frente a los “vándalos”, audacia frente a los encubiertos. Los periodistas debían entonces elegir entre las acusaciones de traición o sedición.
En medio de las marchas los periodistas fueron tildados de “flojos” y “cobardes” por no ir a la vanguardia, fueron intimidados por no sumarse al “pueblo combativo”. El episodio más elocuente de esas “presiones ciudadanas” sucedió en el Ágora de la Casa de la Cultura en Parque del Arbolito en Quito. Un teatro para más de tres mil personas que se erigió en el centro de operaciones del movimiento indígena. A mediados de la semana pasada la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador convocó a los medios al cubrimiento de su Congreso. Además, se anunciaba la aplicación de “justicia ancestral” a un grupo de ocho policías “detenidos”. El filtro a la prensa lo hacían los indígenas al ingreso como lo cuenta una crónica de Clarín: “‘Prensa extranjera, dejen que pasen’, repetían para abrir paso. Y enseguida, entre algunos aplausos y gritos de apoyo a ‘la prensa que no es corrupta’”. Lo que vino después fue la exigencia de transmitir en vivo, la obligación de quedarse en contra de su voluntad, la orden para hablar en su nombre. Uno de los líderes lo dejó bien claro: “¿Por qué no vinieron ayer, periodistas? Tienen que estar aquí, con el pueblo, siempre. Por eso, por esa razón, hemos tomado la decisión de que van a marchar junto con nosotros. ¿Están de acuerdo? ¿Sí o no? No estamos secuestrándolos, no estamos amenazándolos, no estamos maltratándolos: estamos pidiendo que se unan al pueblo”. Estuvieron diez horas bajo su guardia.
Se habla mucho de los medios como rehenes de una opinión pública que los empuja por la vía de la indignación y el abucheo en las redes. Pero cuando ese apremio permanente se convierte en coacción física, como pasó en Ecuador, los medios quedan convertidos en un simple megáfono que no pueden aplicar su criterio ni ejercer una mirada propia. El periodismo militante genera de por sí muchos riesgos, pero el periodismo obligado a la militancia es imposible. El recelo al poder del Estado no se puede equiparar a la adhesión a sus opositores, por justos y atractivos que estos parezcan. Para cubrirse de los gases de la policía no se puede usar la colorida pañoleta de los manifestantes.






martes, 1 de octubre de 2019

Elecciones incógnitas





En Medellín la política se ha convertido en sencilla mnemotecnia. Un juego infantil donde el ciudadano marca nombres de oídas y caras ojeadas en un tablero llamado tarjetón. Estamos en el más primario de los escalones electorales, en la simple asociación por reflejo de la memoria, mucho antes de las ideas, los proyectos, los perfiles ideológicos y los recorridos en las funciones públicas. El candidato que encabeza las encuestas tienen dos grandes ventajas competitivas: su nombre y su apellido que resultan familiares por haber fatigado los espacios políticos y judiciales en el departamento. El susodicho nunca había hecho una campaña política en nombre propio. Por eso en una encuesta de Yanhhas a un poco más de un mes de las elecciones, solo una tercera parte de quienes respondieron dijo conocerlo. De modo que el alcalde de la ciudad podría ser un imperfecto desconocido para la gran mayoría de sus habitantes.
Del segundo en las encuestas digamos que ha hecho casi toda su carrera pública en Bogotá. Caminando por diversas sedes políticas, marcando directorios y tocando puertas adornadas con todo tipo de logos partidistas. Luego de recorrer tres partidos y coquetear con dos más ha decidido ser independiente. Medellín es la ciudad de sus nostalgias juveniles, donde ha acumulado dos aventuras electorales. La primera hace 12 años cuando falló en su intento de ser concejal por el partido Conservador. En ese tiempo pintaba de azul el marrano que le servía de alcancía en su campaña. Luego lo pintaría de verde y de rojo. Un marrano variopinto. La segunda fue hace 8 años al apoyar la candidatura de su hermano, ahora vestido de verde, para el concejo de Medellín. Así logró un paso fugaz y por interpuesta persona en los corrillos de La Alpujarra. Según la encuesta citada 1 de cada 4 ciudadanos dice conocerlo. A los demás candidatos no los conoce el 80% de los encuestados.
Medellín no tiene siquiera alguien de la farándula, el deporte, los medios o el sector privado en la brega por la alcaldía. La segunda ciudad del país muestra un desalentador desdén por lo público, un doloroso retrato de la anemia política y la apatía electoral. Mucho oficinista y poco candidato. A un mes de elecciones el no sabe/no responde y el voto en blanco suman el 40% en las diferentes encuestas. Hace 4 años el 57% de los habitantes con cédula no encontró incentivos suficientes para marcar a alguien en el tarjetón, el 51% no llegó a alguna de las 4000 mesas de votación y el 6% votó en blanco. Este año con un listado de candidatos más amplio y menos sonados será mucho más fácil comprar votos, el precio será mucho menor. Al fin de cuentas, si no conozco a nadie al menos le saco un peso al deber ciudadano… y al deber en la tienda, en la factura, en el gota a gota. Un estudio de Transparencia por Colombia realizado hace dos meses dice que el 40% de los más de 1000 encuestados manifestó haber recibido ofertas de sobornos o favores especiales por su voto en los últimos 5 años. La falta de un liderazgo cierto, basado en hechos e ideas, solo lleva a marchitar el espacio que ha ganado el voto de opinión en las capitales.
Es muy diciente que en Medellín, donde las figuras de Uribe, Fajardo y Federico Gutiérrez tienen alto reconocimiento político, sus señalados sean secretos tan bien guardados. Esos liderazgos enfocados en lo personal han logrado que la ciudad viva una política que solo responde a la intermitencia electoral, lejos del debate y el escrutinio público. El dedazo comienza a ser una estrategia gastada y perdida. Es hora de señalar menos y proponer más.


martes, 24 de septiembre de 2019

Justicia muy ordinaria






“Ese man es muy parao”, me dijo hace unos meses un pillo en retiro cuando vio por televisión al alcalde Federico Gutiérrez dando declaraciones por unas recientes capturas. El hombre veía al alcalde como el más claro representante de su contraparte y entendía su mensaje muy claramente, sus palabras corrientes, sus dichos sabidos: “Con nosotros sí se jodieron”, ha sido una de las frases de combate de Gutiérrez. Al alcalde le gusta lucir su placa de sheriff. Con operativos y declaraciones se ha ganado “el respeto” de muchos bandidos: “Ese pirobo se nos metió hasta por allá arriba”, me dijo otro maloso cuando le pregunté por las calenturas de su barrio. El riesgo de ese despliegue de valor, gestos y palabras es que el Estado termine convertido en un combo más, en otro bando a los ojos de los calientes y de los ciudadanos ajenos a la criminalidad. Las formas son una obligación del Estado para que las actuaciones sean efectivas, para que los derechos sean respetados, para que no se impongan los aspavientos personales sobre las obligaciones institucionales.
El alcalde de Medellín no solo se encarga de liderar algunos operativos, también hace las acusaciones vía Twitter o ruedas de prensa y termina frustrado y desencajado cuando los jueces no toman las determinaciones según su rasero de justicia. Un alcalde no puede ser policía, fiscal y magistrado, por muy parao que sea. Han sido múltiples sus llamados de atención a los jueces por no seguir sus enérgicas condenas. Hace unos meses les dijo con el tono del superior que guía a su equipo: “O remamos todos para el mismo lado o nos jodemos”. Un juez acababa de dejar en libertad a un joven acusado de un triple homicidio y capturado con gran despliegue. Muy pronto las cosas quedaron claras en los expedientes. El capturado en principio era inocente, había sido confundido y el señalamiento le costó su empleo y lo obligó a salir de la ciudad. Razón tenía el presidente de la sala penal del Tribunal Superior de Medellín cuando le respondió: “los jueces no pueden remar para el mismo lado del gobierno, salvo que las pruebas así lo indiquen”. Las palabras del alcalde pueden alentar los abusos policiales y los linchamientos en las calles. Esas son consecuencias naturales del goteo de declaraciones contra la justicia y sus formas.
Otro de los riesgos de la política que cuelga un cartel de los más buscados y celebra las filas de detenidos, es convertir las capturas en el fin último y los operativos en espectáculos. El alcalde lideró hace unos meses un operativo contra plazas en el Barrio Antioquia. Fue tal el éxito publicitario que unas semanas después invitó al presidente Duque para que repitieran la pantomima. A finales del año pasado la administración dijo haber capturado a 117 “cabecillas” y más de 2600 integrantes de las 98 “estructuras criminales” que operan en la ciudad. Es muy seguro que ni el 20% de esas capturas han terminado en condenas. La semana pasada Gutiérrez mostró con orgullo las 322 capturas en Medellín. Las 21 estaciones de policía de la ciudad tienen a más de 1700 detenidos en calabozos que recuerdan el transporte de esclavos. En un mes se presentaron dos homicidios en la principal estación de policía de la ciudad. Muchas capturas y mucho escarnio no son sinónimo de justicia. Cerca del 80% de los homicidios en la ciudad quedan impunes. El asunto es más complejo que condenar capturados en la fila de reconocimiento y señalar a los jueces.



martes, 17 de septiembre de 2019

Empeñar la palabra




Nada más difícil que mover a alguien de sus certezas históricas, de las verdades personales que le aseguran su dignidad y que han impulsado la mayoría de sus acciones, tanto las que le producen orgullo como las que le causan vergüenza. Ahora, si ese alguien es una persona que lleva décadas en compañía de un grupo que piensa igual, encerrado en medio de una eterna cátedra, acompañado de una especie de mitología común y, además, convencido de las bondades generales y humanitarias de sus teorías y sus prácticas, pues tendremos una tarea cercana a lo imposible.
Pero otras características pueden hacer aún más difícil la tarea. Ese alguien es también un hombre poderoso, un hombre acostumbrado a imponer su visión por medio del miedo, seguro de la fuerza y la superioridad que entregan las armas. Desdeñoso, desconfiado, hosco. Moverlo implica un delicado ejercicio en el que amenazas y descalificaciones solo harán su quietud más facciosa y radical. La imagen de ese alguien es la que me queda de las FARC luego de leer Revelaciones al final de la guerra, el libro de Humberto de la Calle sobre los casi cinco años de negociación en La Habana.
Pero también hay una idea del alguien encargado de sentarse día a día con las FARC. No un profesor sabio y condescendiente que intenta hacer que su contraparte entre en razón. Sino alguien con prejuicios y certezas, verdades personales y obligaciones institucionales. Y prevenciones luego de años de violencia, y un dejo de superioridad luego de años de honores oficiales. Ese alguien, ese gobierno que negocia por cuarta o quinta vez en las últimas tres décadas, es un personaje algo dudoso, temeroso frente a la mirada de la opinión pública, muchas veces confuso por el pulso de los egos de sus principales representantes. Consciente de que los tiempos corren en su contra, siempre cercado por el calendario y por los medios de comunicación que lo vigilan, los interpretan, lo anticipan, lo describen desde la distancia.  Eso lo hace sufrir de un síndrome de silencio que lo obliga a fruncir el ceño permanentemente. Tiene también una debilidad frente a sus rivales políticos en Colombia, las críticas, las mentiras y las descalificaciones logran que la maldad de las FARC se transfiera poco a poco a su lado en la mesa.
El libro deja claro eso que ya olvidamos luego de casi de tres años de firmado el acuerdo. La lejanía en la que comenzaron las partes después de un conflicto de cincuenta años, sus grandes diferencias sobre los temas más insignificantes. Antes que nada fue necesario casi redefinir las palabras, redactar una suerte de diccionario común que hiciera posible la conversación. La delegación del gobierno se dolía todas las mañanas de recibir el “aluvión retórico” de la guerrilla, las cien propuestas mínimas para el más sencillo de los temas. Y las FARC se dolían, seguramente, de las barreras legales exhibidas a cada paso, de los imposibles políticos, de las amenazas de la justicia internacional, del espíritu de precisión legalista de quienes parecían redactar un código lejano a sus utopías.
Un increíble ejercicio de reducción, de ir convirtiendo la infinita oratoria en algo concreto, de encontrar puntos mínimos entre las pretensiones siempre máximas, de hacer presión durante cinco años para que el fárrago que implica cualquier acuerdo entre partes tan distantes fuera un documento posible. Esa reducción hizo que cada palabra adquiriera para las partes un valor supremo. Esa palabra, esas palabras, son las que pretende desconocer un gobierno que menosprecia la posibilidad de acercar a los enemigos más lejanos.

martes, 10 de septiembre de 2019

Rearmar el cuento





En febrero de este año un grupo llamado Colectivos de Seguridad Fronteriza cumplió un papel clave para impedir la entrada de ayuda humanitaria a Venezuela. Armados de fusiles, cubiertos con pasamontañas y patrullando en motos se han convertido en un poder que ejerce y regula la criminalidad en la frontera. Actúa también como grupo de choque frente a manifestaciones contra el gobierno de Maduro y como megáfono de intimidación política. Según analistas de seguridad en la frontera, como InSight Crime, las disidencias de las Farc se han encargado de entrenar esos colectivos de composición binacional con presencia en tres estados venezolanos. El gobierno no ha hecho más que dejarlos ser. Son trabajadores por cuenta propia que prestan algunos servicios a cambio de espacio y tranquilidad. En enero de este año patrullaron en San Antonio y Ureña a la vista de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.
En esa relación de intereses mutuos, de contraprestaciones calculadas entre disidencias y gobierno Maduro, al parecer las primeras tienen algo más para ofrecer que el segundo. Las Farc fueron en el momento de mayor compenetración con el gobierno Chávez, entre 2002 y 2007, una guerrilla que compartía el objetivo de consolidar un proyecto ideológico en América Latina, servía como ficha frente a tensiones con Colombia, mostraba los caminos del enriquecimiento a generales venezolanos y tenía comunicación directa con el presidente Chávez. A pesar de todo eso promesas de misiles tierra-aire nunca se cumplieron y de los 300 millones de dólares prometidos, según correos interceptados, al parecer solo se entregaron 50. Y cuando fue necesario, Chávez traicionó la confianza con capturas, bajas y extradiciones para arreglar desajustes internacionales.
Ahora, la guerrilla teatral de Márquez, Santrich y compañía no tienen mucho que ofrecer al gobierno cercado y famélico de Maduro. Comparten la grandilocuencia en el discurso y el Bolívar de cartón en la escenografía. El gobierno de Venezuela es una camarilla de militares y civiles recelosos, tentados a la traición y temblorosos ante los designios de Rusia y China. La verdad no puede ofrecer algo más que indiferencia en el caos criminal de la frontera al que ahora Márquez y Cia llegan como segundones. Las bandas criminales con algún brochazo político no están dispuestas a acoger a guerrilleros con ínfulas de comandantes. Los militares venezolanos aprendieron hace tiempo a manejar solos sus vueltas rumbo a México. Las relaciones de Gentil Duarte y Jhon 40 en Venezuela tienen cierta estabilidad, se habla de 300 hombres, y no será posible que el “estado menor” de Márquez llegue a pedir mando y plata. Ese emprendedor no les abrirá la puerta tan fácil a socios sin mucho valor agregado. La competencia está tan dura que los principales guiños de la “alocución” de 32 minutos los dirigieron al ELN. La “marqueztalia” está en un punto ciego.
La paradoja es que todos los protagonistas, gobiernos, disidencias y medios, parecen felices magnificando la amenaza, armando una nueva guerrilla y rearmando un cuento alrededor de una sólida y provechosa unión entre un gobierno ocupado en sostenerse y una disidencia encartada en existir. La estrategia es crecer al enemigo armado para ganarle al rival político. Mientras tanto Márquez debe guardar la portada de Semana como su último gran logro, y Santrich tortura a sus hombres con el discurso que ensordece al Paisa y enloquece a Romaña.



martes, 3 de septiembre de 2019

Habla memoria





De repente todo ha ganado unos cuantos años. La realidad está un escalón más abajo en el tiempo, luce más curtida, más cerca del olvido y la nostalgia. La muerte tiene secretos inesperados. La ausencia del padre ha logrado envejecer el mundo. Los espacios en los que vivió hacen ahora parte de una mitología familiar, sus libros son cofres para encontrar un papel perdido, un mínimo subrayado; para un sobrino, su firma, algo deleznable y rutinario, es ahora una huella. Y la risa fácil es un milagro que suplicamos a la memoria.
En la clínica fue capaz de exhibir su humor negro, su capacidad de señalar riesgos propios y tomarse con algo de sorna los asuntos más definitivos. Toda la vida le huyó a la solemnidad. En la habitación, como un comentario suelto, mencionó un letrero macabro visto en un ascensor de servicio. “Solo cadáveres y material quirúrgico”. Un ascensor que solo apuntaba hacia abajo. Lo dijo con una sonrisa temerosa, no como un anuncio, no como una premonición, solo como una posibilidad. No era bueno para mencionar la muerte ni para ubicarse en el bando de los hipocondríacos.
No fue nunca un guía incisivo, obstinado, prolífico en consejos o reconvenciones. Tenía eso sí últimas palabras, órdenes que no admitían muchas discusiones. Era la última instancia. Recuerdo su actitud cuando en la infancia me negaba a bajarme del carro para ir al colegio. Mi mamá me llevaba hasta su trabajo y sin decir una palabra quedaban claras mis obligaciones y mis pasos hasta el salón. Pero en la tarde ya era de nuevo el compinche, el que podía azuzar ciertos desafíos adolescentes. Un amigo me dijo, unos días después de su muerte, que siempre lo había visto como un hermano más de sus hijos. No le faltó razón.
Eran pocas la distancias que marcaba con quienes conocía. No se subía a un peldaño para hablar con nadie, no ponía su mano para guardar un margen con quien hablaba por primera vez. Siempre jugaba de tú a tú. Recuerdo que en una finca de clima frío, que bautizó La montaña mágica con algo de pretensión, hizo varias veces de agricultor en un acuerdo con el mayordomo. Iban 50-50 en un cultivo de papa que casi siempre terminó comido por el mojojoy o vendido al peor precio del año. Nunca regateó nada, ni charlas ni conversaciones.
Sus manos demostraron siempre pocas destrezas motrices, servían para abanicar sus argumentos, para contemplar con un golpe suave sobre la espalda o la cabeza, para sostener el cigarrillo que lo acompañó casi cincuenta años. Pero no creo que haya sido capaz de enhebrar una aguja ni lograr una mínima hazaña con un destornillador. Como excepción a esa ineptitud, recuerdo que hacía unos sutiles aviones de papel y ejercía una mecanografía rápida y enérgica en exceso. Así mismo hablaba, sin delicadezas ni rodeos. Nunca conoció la prudencia, era igual de crudo para el elogio y para la burla.
Siempre apreció el valor de lo inútil. Eso lo hizo una rara avis entre ingenieros o economistas. Recuerdo su alegría cuando podía estar entre artistas. Intentaba comprenderlos desde una tranquila admiración. Siendo alcalde de Medellín se empeñó en un parque de esculturas en el Cerro Nutibara, el antónimo de un pueblito paisa.
Solo tuvo obediencias para su compañera de más de sesenta años. Era el momento de sus docilidades, de su aptitud para aceptar caprichos, del asentimiento como una de las formas del amor. Por algo gozaba refiriéndose a mi mamá como ‘La Patrona’.
Nada nos salva de la tristeza. No hay paliativos en el tiempo o la falla de la memoria. La falta del dolor es solo la aceptación de la distancia. Lo leí de Savater citando a Cesare Pavese, “no hay dolor más atroz que saber que el dolor pasará”.




miércoles, 28 de agosto de 2019

Viejos incendios





Cambia el tiempo los cantos de belleza por los gritos de horror. Mirar con la perspectiva de los años y los estragos tiene ventajas y trae frustraciones. Ahora no se celebran algunos males mayores antes vistos como proezas, por el contrario se señalan, se persiguen, causan revuelos citadinos… Pero siguen sucediendo. Arden igual o peor. Desde la altura de los satélites y los años el humo sigue siendo el mismo. El rastro que deja la tierra al girar, una huella de codicias y necesidades, de alardes y supersticiones.
Hace 152 años se publicó por primera vez, en formato de novenario, la Memoria del cultivo de maíz en Antioquia. Un poema, una epopeya campesina digamos, escrita por Gregorio Gutiérrez González. Alcancé a leerla en el colegio como una tarea que, entre alumnos de séptimo grado, no tenía más reparos que el vocabulario muchas veces indescifrable y el tono de copla que nos parecía digno de tienda.
“Ya el verano llegó para la quema; / La Candelaria ya se va acercando; / Es un domingo a mediodía. El viento / Barre las nubes en el cielo claro. Prenden la punta del hachón con yesca, / Y brotando la llama al ventearlo / Varios fogones en contorno encienden, / La Roza toda en derredor cercando. Lame la llama con su inquieta lengua / La blanca barba a los tendidos palos; / Prende en las hojas y chamizas secas, / se avanza, temblante, serpeando.”
Ahora algunas páginas en Internet, con muestras satelitales día a día, nos dejan ver los focos de incendios sobre toda la tierra. Pequeños puntos sobre un mapa inexplorado para la inmensa mayoría del planeta. “Tiende la noche su callado manto / Bordado con las chispas del incendio / Que parecen cocuyos revolando.” Porque la Amazonia es una especie de geografía de fábula, un “continente” inexplorado e inexplicable al que solo nos queda catalogar el “pulmón del planeta”, en un juego infantil entre anatomía y geografía.
Las imágenes de nuestros más recientes incendios vistas desde los satélites solo dejan perplejidades. El Catatumbo siempre ardiendo, con las calenturas de todo tipo en Tibú y Sardinata. Las obligatorias llamas en Riohacha y en Maicao, los focos, tal vez cocaleros en La Primavera, Curimaribo y Santa Rita en el Vichada. No parece verse el humo sobre los 30 municipios que según el IDEAM concentran casi el 95% de la tala en el país. Es posible que para nosotros no haya “día del fuego”.
“Vese de lejos la espiral del humo / Que tenue brota caprichoso y blanco, / O lento sube en copos sobre copos / Como blanco algodón escarmenado. La llama crece; envuelve la madera / Y se retuerce en los nudosos brazos, / Y silba, y desigual chisporrotea, / Lenguas de fuego por doquier lanzando. Y el fuego envuelto en remolinos de humo, / Por los vientos contrarios azotado / Se alza a los cielos, o a lo lejos prende / Nuevas hogueras con creciente estrago.”
Según las cifras del Global Forest Watch Fire nuestros incendios en lo corrido de 2019, algo menos de 24.000, están en el promedio de lo que ha pasado en las últimas dos décadas, y algo por debajo del año anterior. Ni Caquetá ni Putumayo, señalados los focos más recientes de deforestación, aparecen entre los departamentos con más focos de incendios ni se ven claras coincidencias entre coca y llamas. Desde arriba todo sigue siendo incógnita.
“Y nubes sobre nubes se amontonan / Y se elevan, el cielo encapotando / De un humo negro que arrebata chispas, / Pardas cenizas y quemados ramos. Aves y fieras asustadas huyen; / Pero encuentran el fuego a todos lados, / El fuego, que se avanza lentamente. / Estrechando su círculo incendiario.”







martes, 20 de agosto de 2019

Casar un duelo





El pasado fin de semana se cumplió un año más de un homicidio en el que las autoridades del Estado participaron activamente. Un crimen continuado que comenzó con el asesinato y siguió con las pistas falsas para enredar la madeja, el encubrimiento dirigido por altos oficiales, las amenazas cumplidas y los atentados a manera de escarmiento… En últimas, la mentira y la intimidación oficial como método para encubrir el crimen. Pocas veces se ven actuaciones tan coordinadas y vehementes por parte de uniformados, pocas veces logran verse como una “familia”, según la rotunda acepción que le da la mafia a esa palabra como método para asegurar lealtades.
 Podría estar hablando del homicidio de Luis Carlos Galán que planearon desde el DAS, facilitaron desde la policía de Cundinamarca e intentaron encubrir desde la Dijin. En el crimen que incluyó armas oficiales y disculpas póstumas policiales. Pero me refiero a un crimen menos planeado, un homicidio sin multitudes ni grandes móviles, un simple alarde policial contra una vida considerada menor. El 19 de Agosto se cumplieron ocho años del asesinato en Bogotá de Diego Felipe Becerra con dos disparos por la espalda que le descargó el patrullero Wilmer Antonio Alarcón. El delito fue portar dos aerosoles en su morral, uno azul y uno naranja fosforescente. Porque en ocasiones la silueta de un ciudadano común, de un joven bachiller, puede ser una figura muy deleznable para agentes ávidos de demostrar su poder.
Desde el día del asesinato el padre de Diego Felipe supo que comenzaba un duelo en todos los sentidos de la palabra. Hombres de civil y policías afinaban una versión común de la farsa. Él mismo escuchó las advertencias de los “consejeros” para que las declaraciones fueran firmes y coincidentes. Se plantó un arma en el sitio del homicidio y se intentó asociar al joven con ladrones corrientes de la zona. Han sido ocho años en los que Gustavo y Liliana casi se han convertido en abogados por medio de la más triste y peligrosa de las prácticas: buscar la condena para el asesino de su hijo y luchar contra policías y juzgados. Dos generales, seis coroneles, cuatro tenientes, doce agentes y seis civiles terminaron investigados en una trama que todavía debe capturas y sentencias.
El patrullero que disparó fue condenado hace tres años y aún sigue prófugo. El mismo día del fallo en su contra un juez de garantías lo dejó libre para que los 36 años de prisión fueran una pena para enmarcar. Desde hace dos años se espera un fallo de segunda instancia para que las autoridades se dignen a buscar una captura con algo más de voluntad. Tal vez el fallo del Tribunal tenga más peso. El proceso salió desde 2011 de la justicia penal militar pero continúa la injusticia penal. Solo hay tres condenados entre quienes manipularon la escena del crimen, pagaron a falsos testigos e inventaron la fábula del atraco. Los tres aceptaron principio de oportunidad y están colaborando con la justicia. Los procesos disciplinarios tuvieron que llegar hasta un fallo de la Corte Constitucional porque durante años no se admitió como parte a la familia de la víctima. Se decía que eran delitos contra el Estado. Luego de sesenta meses la causa penal contra los demás implicados está en el Tribunal por apelación de la fiscalía ya que se desconocieron pruebas claves en el proceso, entre ellas el testimonio de quien plantó el arma, testigo que ya sufrió un atentado. Hace dos años y medio el abogado de la familia de Diego Felipe enfrentó el último de los atentados que dejó a dos sicarios muertos a manos de un escolta de la UNP.
No debe ser fácil recordar un hijo leyendo expedientes y huyendo de sombras.