jueves, 31 de octubre de 2019

Amenazas ausentes





Las Farc fueron casi invisibles en las elecciones regionales del domingo pasado. Sonó la anécdota de una canción en Turbaco y no mucho más. La posibilidad de participar en política fue sobre todo un acto simbólico de apertura a la democracia de quienes recién dejaban las armas. Nunca significaron una amenaza electoral en ninguna parte. Esa irrelevancia de las Farc en política, como grupo armado y como partido, fue una de las causas de las varias derrotas del Centro Democrático. No estuvo la sombra que acompañó y amplificó su discurso desde su creación. Hace cuatro años las elecciones estuvieron marcadas por la negociación en La Habana y el conflicto activo en Colombia. Seis meses antes del 25 de octubre de 2015 once soldados murieron en un ataque de las Farc en Buenos Aires, Cauca. Fue uno de los peores momentos del proceso de paz. Los ceses al fuego marcaban todavía el clima electoral en muchas regiones.
Han pasado casi tres años desde la firma del acuerdo de paz y las discusiones sobre sus reglas y su mecánica legal se han hecho viejas. Las disidencias se consolidaron como amenazas menores. Otro actor de reparto de la economía cocalera. Después de más de tres años del plebiscito la gente vota verraca por razones muy distintas. El gobierno y su partido se quedaron atados a un tema que a estas alturas resulta procedimental. El principal propósito del gobierno Duque este año en el Congreso, las objeciones presidenciales a la JEP, resultó ajeno a las preocupaciones de la gran mayoría de los colombianos. Hasta en San Vicente del Caguán el Centro Democrático perdió la alcaldía que en 2015 ganó con claridad frente al Polo.
Venezuela también dejó de ser una amenaza creíble. Con el presidente Duque en el poder la ecuación cambió. Ahora no era que nos íbamos a caer en el caos venezolano sino que el gobierno iba a lograr que los vecinos volvieran a la senda democrática. En Medellín las vallas del CD todavía decían: “Somos la barrera contra Venezuela”. Parecía que hubieran estado ahí por años. Resultó que no ya no había riesgo de sumarnos a Maduro, pero tampoco se logró que su gobierno cayera en cuestión de horas. En el plano internacional desapareció otra sombra.
Además, el Centro Democrático se agazapó tras un gobierno lejano a todos los partidos. Se convirtió en trinchera contra los demás políticos. Un gran pecado electoral en tiempos de coaliciones obligadas. Y el último ungido por el expresidente Uribe ha resultado sobre todo un veto de confianza. De modo que el partido de gobierno solo logró ser la mayor votación para las Asambleas departamentales en el departamento de Antioquia. Los liberales y Cambio Radical ganaron en ocho departamentos, los conservadores en seis y La U en cinco. Para los Concejos solo logró mayores votaciones en los departamentos de Antioquia y San Andrés. No logra crecer en maquinaria mientras su logotipo pierde fuerza frente al voto más independiente. Y en Antoquia, su gran bastión, perdió en alcaldía y gobernación. Logro poner alcalde en 17 municipios de 125. Y en el Área Metropolitana, donde vive el 66% de la población del departamento, solo logró una alcaldía de las diez en juego. Y el elegido tiene un grillete para que no camine más de la cuenta.
En Colombia se ha demostrado que no solo las grandes marchas marcan movimientos y cambios políticos. Las filas de los domingos electorales pueden ser un ruido suficiente.



miércoles, 23 de octubre de 2019

Una oportuna debilidad





En septiembre de 1990, pasados menos de treinta días de llegar a la presidencia, Cesar Gaviria dictó el decreto 2047 para “incentivar el sometimiento” de narcotraficantes. En el primer semestre de gobierno se completó la estrategia con tres decretos que aseguraban la no extradición, la acumulación jurídica de penas, los sitios especiales de reclusión. Los decretos tenían nombre propio. Se trataba de negociar la entrega de Escobar y los demás miembros del Cartel de Medellín. La seguidilla de entregas tuvo su punto crucial el 19 de junio de 1991 con la llegada de Escobar en helicóptero a una cárcel concertada con el alcalde de Envigado. El minuto de Dios del padre García Herreros había logrado el milagro y la nueva constitución respaldaba la principal garantía de los decretos.
El gobierno colombiano renunciaba a la guerra a muerte contra el narcotráfico para buscar una salida menos cruenta. El presidente, heredero de un hombre asesinado por la mafia, usaba herramientas jurídicas contra el enemigo que en muchos terrenos sometía al Estado. Desde los Estados Unidos Bob Martínez, zar antidrogas, preguntaba con las palabras del carcelero: “Hay alguien en esta sala que no quiere ver a Pablo Escobar, encadenado de los tobillos, rompiendo rocas”. Los gringos se declararon perturbados.
El 11 de diciembre de 2006, con apenas diez días en el poder, Felipe Calderón declaró la guerra contra el narco en México. Envió 6500 soldados al estado de Michoacán para demostrar que la pelea era peleando. Los asesinatos relacionados con el narcotráfico crecieron en promedio algo más de un 20% en los primeros cuatro años de gobierno de Calderón. En septiembre de 2010, luego de cientos de capturas de narcos duros y miles de muertes, incluidas algunas por actos terroristas contra civiles, Felipe Calderón entregó a CNN unas declaraciones al menos inquietantes: “Vivimos al lado del mayor consumidor de drogas del mundo, y todo el mundo quiere venderle drogas a través de nuestra puerta y nuestra ventana. Y vivimos al lado del vendedor de armas más grande del mundo, el cual abastece a los delincuentes”. Al llegar al poder, el presidente Peña Nieto pidió un nuevo debate sobre la guerra contra las drogas con un papel activo de Estados Unidos en posibles cambios de estrategia. La guerra siguió y la entrega del Chapo a Estados Unidos en 2017 fue vista como el triunfo de una década. Sin importar que el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EE.UU. dijera que la guerra contra los cárteles había sido “ineficiente en gran medida” y fallida a la hora de reducir la violencia.
El 30 de enero de este año, dos meses después de asumir la presidencia de México, López Obrador soltó una respuesta contundente durante una rueda de prensa: “No hay guerra. Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz”. La semana pasada se aplicó de manera improvisada esa premisa presidencial en la ciudad de Culiacán. El alto gobierno, sin tiempo para negociaciones, con solo una posibilidad de reacción cercana a la de un policía cercado, decidió liberar a los hijos del Chapo Guzmán para evitar el ataque a civiles y el asesinato de militares detenidos. Esa muestra de debilidad del Estado puede ser también una oportunidad, un momento adecuado para intentar estrategias distintas que miren más hacia adentro que hacia afuera. La inercia de una política que ha resultado inútil durante décadas puede romperse de la manera más inusual. Los narcos en Culiacán han dicho que luego de los hechos de la semana pasada no hay nada que celebrar, el gobierno de López Obrador piensa lo mismo. Tal vez ese sea un primer acuerdo necesario.

miércoles, 16 de octubre de 2019

De piedras y gases




He leído bastantes celebraciones en Colombia sobre el desenlace de las protestas en Ecuador. Muchas de ellas vienen de periodistas que dicen extrañar una sociedad más despierta y organizada en nuestro país, más rebelde frente al poder estatal. También muchos ciudadanos han expresado su aliento y felicitación a los manifestantes, y hasta algunos políticos, acostumbrados a llamar turbas a quienes protestan en casa, han encomiado la fuerza de los indígenas más allá de la frontera.
Pero algunas cosas han pasado debajo de esa “victoria” ciudadana que se mira con admiración desde afuera, lejos del humo, los abusos y los estragos. La prensa fue la gran perdedora en medio de las casi dos semanas de tormenta. Al menos 115 periodistas fueron agredidos y seis medios de comunicación fueron atacados durante las protestas. Llovieron piedras y bombas caseras por parte de los manifestantes, y gases y palo corrido por parte de la policía. Ni el gobierno Lenin Moreno ni quienes se levantaron contra sus medidas estaban contentos con el trabajo de los medios. Para ambos poderes el cubrimiento ideal es el encubrimiento de sus abusos y deficiencias mientras se resaltan los de la contraparte. Los manifestantes exigían militancia, simpatía por las “causas justas”, apoyo a los “más débiles”. El gobierno reclamaba respaldo a las instituciones, firmeza frente a los “vándalos”, audacia frente a los encubiertos. Los periodistas debían entonces elegir entre las acusaciones de traición o sedición.
En medio de las marchas los periodistas fueron tildados de “flojos” y “cobardes” por no ir a la vanguardia, fueron intimidados por no sumarse al “pueblo combativo”. El episodio más elocuente de esas “presiones ciudadanas” sucedió en el Ágora de la Casa de la Cultura en Parque del Arbolito en Quito. Un teatro para más de tres mil personas que se erigió en el centro de operaciones del movimiento indígena. A mediados de la semana pasada la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador convocó a los medios al cubrimiento de su Congreso. Además, se anunciaba la aplicación de “justicia ancestral” a un grupo de ocho policías “detenidos”. El filtro a la prensa lo hacían los indígenas al ingreso como lo cuenta una crónica de Clarín: “‘Prensa extranjera, dejen que pasen’, repetían para abrir paso. Y enseguida, entre algunos aplausos y gritos de apoyo a ‘la prensa que no es corrupta’”. Lo que vino después fue la exigencia de transmitir en vivo, la obligación de quedarse en contra de su voluntad, la orden para hablar en su nombre. Uno de los líderes lo dejó bien claro: “¿Por qué no vinieron ayer, periodistas? Tienen que estar aquí, con el pueblo, siempre. Por eso, por esa razón, hemos tomado la decisión de que van a marchar junto con nosotros. ¿Están de acuerdo? ¿Sí o no? No estamos secuestrándolos, no estamos amenazándolos, no estamos maltratándolos: estamos pidiendo que se unan al pueblo”. Estuvieron diez horas bajo su guardia.
Se habla mucho de los medios como rehenes de una opinión pública que los empuja por la vía de la indignación y el abucheo en las redes. Pero cuando ese apremio permanente se convierte en coacción física, como pasó en Ecuador, los medios quedan convertidos en un simple megáfono que no pueden aplicar su criterio ni ejercer una mirada propia. El periodismo militante genera de por sí muchos riesgos, pero el periodismo obligado a la militancia es imposible. El recelo al poder del Estado no se puede equiparar a la adhesión a sus opositores, por justos y atractivos que estos parezcan. Para cubrirse de los gases de la policía no se puede usar la colorida pañoleta de los manifestantes.






martes, 1 de octubre de 2019

Elecciones incógnitas





En Medellín la política se ha convertido en sencilla mnemotecnia. Un juego infantil donde el ciudadano marca nombres de oídas y caras ojeadas en un tablero llamado tarjetón. Estamos en el más primario de los escalones electorales, en la simple asociación por reflejo de la memoria, mucho antes de las ideas, los proyectos, los perfiles ideológicos y los recorridos en las funciones públicas. El candidato que encabeza las encuestas tienen dos grandes ventajas competitivas: su nombre y su apellido que resultan familiares por haber fatigado los espacios políticos y judiciales en el departamento. El susodicho nunca había hecho una campaña política en nombre propio. Por eso en una encuesta de Yanhhas a un poco más de un mes de las elecciones, solo una tercera parte de quienes respondieron dijo conocerlo. De modo que el alcalde de la ciudad podría ser un imperfecto desconocido para la gran mayoría de sus habitantes.
Del segundo en las encuestas digamos que ha hecho casi toda su carrera pública en Bogotá. Caminando por diversas sedes políticas, marcando directorios y tocando puertas adornadas con todo tipo de logos partidistas. Luego de recorrer tres partidos y coquetear con dos más ha decidido ser independiente. Medellín es la ciudad de sus nostalgias juveniles, donde ha acumulado dos aventuras electorales. La primera hace 12 años cuando falló en su intento de ser concejal por el partido Conservador. En ese tiempo pintaba de azul el marrano que le servía de alcancía en su campaña. Luego lo pintaría de verde y de rojo. Un marrano variopinto. La segunda fue hace 8 años al apoyar la candidatura de su hermano, ahora vestido de verde, para el concejo de Medellín. Así logró un paso fugaz y por interpuesta persona en los corrillos de La Alpujarra. Según la encuesta citada 1 de cada 4 ciudadanos dice conocerlo. A los demás candidatos no los conoce el 80% de los encuestados.
Medellín no tiene siquiera alguien de la farándula, el deporte, los medios o el sector privado en la brega por la alcaldía. La segunda ciudad del país muestra un desalentador desdén por lo público, un doloroso retrato de la anemia política y la apatía electoral. Mucho oficinista y poco candidato. A un mes de elecciones el no sabe/no responde y el voto en blanco suman el 40% en las diferentes encuestas. Hace 4 años el 57% de los habitantes con cédula no encontró incentivos suficientes para marcar a alguien en el tarjetón, el 51% no llegó a alguna de las 4000 mesas de votación y el 6% votó en blanco. Este año con un listado de candidatos más amplio y menos sonados será mucho más fácil comprar votos, el precio será mucho menor. Al fin de cuentas, si no conozco a nadie al menos le saco un peso al deber ciudadano… y al deber en la tienda, en la factura, en el gota a gota. Un estudio de Transparencia por Colombia realizado hace dos meses dice que el 40% de los más de 1000 encuestados manifestó haber recibido ofertas de sobornos o favores especiales por su voto en los últimos 5 años. La falta de un liderazgo cierto, basado en hechos e ideas, solo lleva a marchitar el espacio que ha ganado el voto de opinión en las capitales.
Es muy diciente que en Medellín, donde las figuras de Uribe, Fajardo y Federico Gutiérrez tienen alto reconocimiento político, sus señalados sean secretos tan bien guardados. Esos liderazgos enfocados en lo personal han logrado que la ciudad viva una política que solo responde a la intermitencia electoral, lejos del debate y el escrutinio público. El dedazo comienza a ser una estrategia gastada y perdida. Es hora de señalar menos y proponer más.