miércoles, 29 de julio de 2020

La guerra de la lepra








La historia de un ejército de leprosos, listos a usar las mirillas de sus fusiles y lisiados para jalar los gatillos, tiene pólvora y tinta desde hace 140 años. La protagonista es Molokai, una isla de Hawaii, la quinta en tamaño, coronada por dos volcanes para que no falte fuego. A todo el archipiélago llegaron los blancos, los colonos de Europa y América con las promesas de siempre: “Los que predicaban la palabra de Dios y los que predicaban la palabra del ron se han unido y convertido en grandes jefes”. Los cultivos de caña se hicieron penitencia y salvación y para los nativos: “Como no queríamos trabajar los campos de caña de azúcar donde un día pastaron nuestros caballos, trajeron esclavos chinos de allende el mar. Y con ellos vino la enfermedad china que sufrimos y por la que nos encarcelan en Molokai.”
La queja de ese nativo está escrita en un cuento de Jack London llamado Koolau, el leproso, y la enfermedad china no es otra que la lepra, como se le conocía en ese entonces, a finales del siglo XIX, a esa peste que luego la ciencia nombró como la enfermedad de Hansen. La lepra y el embate final de los colonos habían llegado a Hawaii. Era necesario proteger a los blancos de esa deformidad que sufrían sobre todo los nativos. Una península en la isla de Molokai se eligió como sitio de confinamiento para los enfermos. Era un poco bizarra esa comunidad a la vez idílica y viciada, pero igual era extraña la enfermedad, la tierra y las costumbres de los isleños.
Hasta hace cinco años todavía algunois enfermos de lepra vivían en la península Kalaupapa, ahora la condena era una costumbre. Fueron cien años de exilio forzado para cerca de ocho mil personas sometidas al “tratamiento”. Familiares de los “apestados” han preguntado por sus cuerpos y se han hecho más de mil exhumaciones. Los tratamientos tienen siempre algunos problemas en su implementación y se trataba sobre todo de cuidar a las mayorías más vulnerables.
Pero prometí una guerra y todavía no se ha disparado. En 1893 el embajador de Estados Unidos en el Reino de Hawaii estaba listo para empujar la llegada de los marines, un informe sobre la corrupción de la reina Lili’uokalani y un gobierno provisional eran las viejas maneras. Pero eso era la grande batalla. El mismo año un leproso daba su pequeña guerra en el valle de Kalalau, en la isla Kaua’i desde donde una parte de su comunidad afrontaba la enfermedad y la amenaza del traslado a Molokai. El sheriff Louis H. Stoltz fue encargado de someter a la población y terminó muerto por un disparo de fusil. Luego de tres días de persecución el sheriff moría bajo las armas de Ko’olau a quien acompañaban su esposa y su hijo y algunos vecinos. El gobierno provisional no soportó la afrenta y envió soldados y cañones para tres emboscadas sucesivas. Ko’olau ya lideraba un grupo de al menos ocho hombres con fusiles y pistolas. Conocían las cuevas y los riscos de la isla. Hubo más soldados muertos y una retirada de los hombres blancos. Ko’olau, el jefe de la escuadra, nunca conoció la “prisión médica”, pero 27 de sus hombres, enfermos de lepra muchos, fueron capturados y llevados a Molokai. London se sumó al bando de los enfermos desde la trinchera de Koolau, el leproso: “…aún me queda un vestigio de pulgar que puede apretar el gatillo con la misma fuerza con que ayer lo hacía su desaparecido vecino. Amamos Kaua’i. Vivamos o muramos aquí, pero no vayamos nunca a la cárcel de Molokai. La enfermedad no es nuestra. No hemos pecado.”
La guerra, la política y la peste estaban juntas en medio de los riscos, buscando “ayudar a las criaturas torturadas por milenios de infierno.”





miércoles, 22 de julio de 2020

El otro encierro




Es víspera de la independencia. No hay banderas, ni siquiera hay trapos rojos. La gente está cansada hasta de los clamores. Ahora el encierro está hecho de resignación y miedo, ya no estamos recién bañados frente al virus, estrenando una máscara y una mueca. El espectáculo de la ciudad vacía ya no asombra las ventanas, la expectativa frente a un nuevo tiempo se ha convertido en una neurosis colectiva de acusaciones y aplicaciones. La mayoría de quienes están afuera no ejercen un desafío sino una obligación. Viven o trabajan en la calle, en las orillas, en las sombras de los puentes, en las cunetas de las canalizaciones, bajo las carpas en los “parques de consumo”. Los retornos que marcan los cambios de sentido de las autopistas, las orejas de los puentes que nos llevan en otra dirección son para ellos las paradas, los espacios para templar el plástico y parquear la carreta. Viven en las sobras de las calles que ahora brillan distinto.
El cinismo nos empuja a decir que quienes viven en la calle son los dueños de la ciudad en tiempos de la cruda cuarentena. Pero solo son los únicos en ese paisaje nítido, se han hecho más visibles, menos precavidos y caminan por el medio de las calles, siguiendo las líneas que marcan los carriles, mirando las cámaras de las multas, alejados del temor a los policías. Esa soledad dicta algunas normas blandas, excepciones y modales para viejos enfrentamiento. En una plaza histórica de la ciudad un habitante de parque lava la patrulla de los policías. Sacude los tapetes y brilla los espejos. Es posible que haya conocido la maleta den ese mismo carro en otras condiciones. También vi un particular jardinero y celador trabajando con la botella de sacol en una mano y una manguera en la otra. Regaba las matas de un CAI cerrado por inventario a cambio de buenos tratos. Y los trabajadores de la construcción ya no se cuidan de sus amistades peligrosas. Una recicladora vestida con el andrajo amplio que lleva el número 10, el lujo de un equipo de barrio, pasa por la construcción y le dice con gracia al hombre de la retro, “ahora le caigo pa que parchemos”.
Las ambulancias también han apuntado su atención a la calle. Los deambulantes son más visibles y más peligrosos. Un hombre lleva más de 24 horas sin levantar de la acera de un parque marcado por la mala fama. Los hombres de blanco lo miran con atención, las caretas acrílicas amplifican un poco al paciente, le ofrecen una mano enguantada. El hombre los mira con algo de temor e incredulidad. No reconoce una sirena que no sea de la policía.
Por fin apareció una bandera. La lleva un hombre diminuto que arrastra pasos hace años, un barequero de calle que vive de los mandados y de una simpatía que el tapabocas esconde a medias. Agita la bandera en un asta que lo dobla en altura. Le pregunto por esa bandera que anticipa el 20 de julio y responde con la gracia que lo mantiene caminando: “Para clamar justicia y que los policías no me la monten”.
Nunca había visto tantas fogatas en las calles ¿Dónde estaban esas cocinas improvisadas? ¿Qué tal hacer un pequeño inventario de esos menús callejeros? Al final del recorrido me siento un voyerista en la casa grande de los callejosos. Los vi barriendo bajo el puente como en cualquier domingo doméstico, viendo comer al perro con algo de ternura, sacando la caja de los “ahorros” de una alcantarilla, pasando la tarde con la película de acción del domingo en una televisión callejera al lado de la autopista ¿También extrañarán el movimiento de esa máquina hoy atascada? Seguro que sí, el desprecio y la compasión son sus únicas fuentes de supervivencia.



miércoles, 15 de julio de 2020

El alcalde del pueblo



Regresar a su ciudad natal y mirarla con condescendencia. Pensar una ciudad que ya no existe, gobernar una ciudad que desconoce. Volver con aires triunfales y ver ese pequeño feudo como un objeto manejable, un trompo, una caja de música, una brújula. El roce en los puestos palaciegos le entregó astucias que ahora cree sabidurías, partidarios que identifica como amigos, votos que supone lealtades. La política capitalina lo ha obligado a sumisiones y obediencias que es momento de cobrar. Pero en realidad es el momento de pagar. Cubrir viejos gastos personales, dar gusto a padrinos políticos, dejar satisfechos a nuevos y viejos compañeros de bregas, resucitar a algún desahuciado.

Daniel Quintero llegó a la ciudad de Medellín embozado de independiente. Luego de pasar por muchos colores en la política logró ponerse una camisa ambigua y tramar a propios y extraños. Fue un candidato más indeterminado que independiente. En sus primeros nombramientos nos dimos cuenta de sus deudas con casas políticas tradicionales de los municipios del sur del Valle de Aburrá. El alcalde que se viste de tecnología responde a la vieja maquinaria manual. Ese fue un primer desengaño para una buena parte del electorado. Pero todavía faltaba un sesgo autoritario por descubrir. El candidato que se pintaba de progresismo, que agitaba banderas de reivindicaciones y acompañaba las marchas y las demandas del movimiento ciudadano del año pasado, se inauguró con el ingreso del ESMAD a la Universidad de Antioquia. Luego han venido sus delirios de vigilancia, sus órdenes de vincular cámaras privadas a los monitores de la policía y sus intenciones de llevar los decretos de restricciones de libertad personal al interior de las casas. De modo que Quintero es un ovillo tan indescifrable que puede seguir el libreto del Centro Democrático y echar vivas a Petro.

Todavía quedan cosas por descubrir en la manera de gobernar de Daniel Quintero. El provinciano que ha bajado desde las cumbres burocráticas parece subestimar a la ciudad y sus habitantes. Es la única manera de explicar que haya nombrado en el Área Metropolitana, un organismo que había logrado mantener un estatus técnico y tienen el reto ambiental que afecta la salud de millones de personas en el Valle de Aburrá, a un delfín sin experiencia, conocimiento ni liderazgo entre los diez alcaldes de la región. Los nombramientos y las contrataciones dejarán claro por qué lo nombró.

Pero la reciente jugada en EPM demuestra que Quintero menosprecia a la ciudad, mira al Concejo como simple notario de sus facultades extraordinarias (ha pedido tres en siete meses de mandato) y cree que los ciudadanos son un simple bochinche de twitter y a los partidos y movimientos se les responde más con chistes de bachillerato que con debates. El alcalde pretendía cambiar en dos meses el objeto social de EPM para convertirla en jugadora en infraestructura vial, en el sector turismo y seguros, en nuevos servicios financieros y manejo de datos. Quintero cree que el abogado que sacó debajo de la manga para la gerencia de la EPM es el apoderado de sus negocios e intenciones. No había estudios para justificar ese cambio, solo un proyecto de acuerdo con cara de trabajo universitario. Al final el alcalde lo retiró con una palmadita en la espalda a la ciudad: “está bien, yo se los explico más despacio.”

Medellín ha sido durante muchos años dócil con sus gobernantes, una ciudad más dada al aplauso que a la crítica, pero Quintero no debe olvidar que sus apariciones en las revistas internacionales no son garantía de que engañará calentanos durante cuatro años.

 

 

 

 





miércoles, 8 de julio de 2020

La evolución de las canas





Siempre he tenido amigos que me llevan un buen trecho en edad y otros vicios. Tener amigos que nos aventajan en unas décadas proporciona anticuerpos contra apegos inservibles a la vez que entrega un poco de la insolencia más curtida y silenciosa. Esa amistad tiene la ventaja de definir desde el comienzo ciertas afinidades complementarias. Se evitan entonces algunos tanteos y desengaños prematuros. Desde el saludo quedan definidos una parte de los roles en la pequeña sociedad. Quien atenderá los casos de fuerza mayor, quien se ocupa de las disculpas más creíbles, quien reprocha las repeticiones más comunes, quien debe renunciar al lugar común de los consejos, quien regala los libros sin la treta del préstamo.   
He pasado los últimos tres meses en contacto esporádico con dos amigos mayores de setenta años. Han sido quizá los menos perturbados entre todos mis amigos en medio de una pandemia en la que han muerto sobre todo mayores de 65 años. A uno de ellos, que vive en un pueblo relativamente alejado del virus, la vida le ha cambiado sobre todo en el enfoque de sus lecturas y sus manías frete a la televisión. Y en la factura del agua. Acostumbrado a la mecanografía en primera persona ahora escribe más cómodo sobre sus reflexiones más íntimas, sobre sus manías cotidianas más que sobre sus certezas políticas. Extraña una cerveza en el pueblo y explica con sorna que le deja el plato de comida en la puerta a un hijo que ha “subido a Bogotá”: “Lo tratamos como un apestado”, dice como una especie de venganza al sistema inmunológico de su hijo. Le hace falta caminar alguna calle del centro de Bogotá y saludar a dos secretarias que lo tratan con un afecto exento de condescendencia. Hace apenas unos meses casi lo desbarata el ataque de un Pitbull y creí que eso le había dejado cierta inmunidad al miedo: “Mañana salgo. Simplemente me rebajo diez años si me lo preguntan y me voy a buscar algún lugar donde le vendan a uno una cerveza y le presenten una muchacha con los labios pintados”, escribió hace unos días. Pero por teléfono niega su valentía: “Me viene a saludar un amigo y le cierro la ventanilla del carro en la cara”.
Al otro setentón lo he ido a visitar ya bastantes veces a su restaurante cerrado hasta nueva orden. A su restaurante quebrado y a la vez pulcro, con baldosas relucientes. Su respuesta al saludo es ya una especie de código: “¿Y qué, cómo va todo?, Pues cómo va ir, igual, mal”. También se rebaja los años pero tiene una mejor manera que la simple mentira. Coge su moto de un azul improbable, su pequeña moto de quinceañera, y el casco le sirve como embozo frente a los posibles comparendos. Como todo el mundo ha aprendido a encontrar algún consuelo: “Comemos mejor que nunca, acababa de surtir cuando tocó cerrar el restaurante”. El humo de sus dos paquetes de cigarrillos diarios no espanta el virus pero le pone algo de veracidad a otra frase que repite con juicio: “Y si nos toca irnos, pues nos vamos…La muerte está ahí”. Le preocupan su hija varada en un país árabe y los aplazamientos de una operación pendiente hace meses. El virus es solo una amenaza compartida por las noticias. Tiene todos los líos en un solo plato y sin embargo me recibe con algo que se parece a una sonrisa y un frasco de amonio para refrescar la visita. Pero no todo es bioseguridad, todavía prepara los mejores camparis que me he tomado nunca.
Parece increíble que a estas alturas necesitaran de un juez para poder tomar las decisiones más más corrientes y más definitivas. Uno de ellos me lo dijo con el humor desconsolado: “Estamos pagando cana”.


miércoles, 1 de julio de 2020

Malicia crónica

Coronavirus en EE.UU.: por qué sectores de la derecha desconfían ...


En marzo pasado el presidente Donald Trump se negó a hacerse la prueba del Covid-19 luego de haber estado en contacto con congresistas sospechosos de estar contagiados con el virus. Su negativa fue una especie de declaración de principios que demuestra desprecio y arrogancia frente a la enfermedad. Esa manera de enfrentar la pandemia ha ido creciendo entre millones de ciudadanos en todo el mundo. No se trata de alardes de inmunidad ni de posturas políticas sino de simple desconfianza, de negación e ignorancia.
En algunos barrios de municipios del país la gente se niega a hacerse la prueba. Tienen temor de ser contagiados, de ser contados en el rebaño de positivos sin tener la enfermedad, de verse señalados por sus vecinos. También crece el número de personas que desconfían de llevar a sus familiares con síntomas respiratorios al hospital, y el número de las familias que se niegan, en medio de la frustración y el recelo, a aceptar los protocolos para la cremación de familiares muerto por coronavirus.
En medio de la pandemia el desprecio por muchas instituciones gubernamentales se ha trasladado al sector salud. La incertidumbre y el dolor hacen que crezca la desconfianza. Las noticias sobre la corrupción funcionan como una especie de tamiz para negar los peligros que encarna el virus. Resulta muy difícil invocar el uso de la razón, los prejuicios facilitan la explicación repetida del engaño, del robo, de los pacientes falsos, de los cobros fantasma. En las últimas semanas he comenzado a recibir a diario denuncias bien sea porque supuestamente un familiar fue registrado como positivo por Covid-19 estando sano, o bien porque le han comunicado una prueba negativa a pesar de tener la enfermedad. Es curioso que se desconfía tanto del resultado que condena a la enfermedad como del que salva. Algunas más relacionan a médicos con dueños de funerarias y otras alertan de contagios inducidos para enriquecer clínicas.
Lo paradójico es que los médicos y todo el personal de salud reciben un reconocimiento unánime por su trabajo. Pero sus decisiones se ponen en cuestión de manera permanente. Mucha gente parece creer que los casos de coronavirus los certifica un burócrata en un cubículo. Se olvida que intervienen primero microbiólogos en laboratorios, luego, varios médicos, entre generales y especialistas, siguen pautas estrictas de aislamiento y cuidado clínico. Al mismo tiempo que se informa a secretarías de salud, ministerio e INS. Se necesitaría entonces poner de acuerdo a profesionales con distintas especialidades e instituciones para esconder o inflar los casos de Covid-19. Además, ese encubrimiento solo ayudaría a poner en riesgo a sus compañeros en clínicas y hospitales. Nadie pone en peligro a sus colegas más cercanos por mejorar la imagen de políticos. Y es imposible esconder los muertos, al final saldrían a la luz no solo las muertes sino las mentiras. Crecer casos para cobrar es otra ficción bien inútil. No hay ningún pago extra, los intensivistas y sus equipos no abren las puertas de las UCI para facturar como si fueran los recepcionistas en un hotel. A la gente le gusta ver la muerte de frente para creer, vale que piensen entonces en los más de 2.000 contagios y los 20 muertos por Covid en el sector salud. A los suspicaces por hábito, por una malicia enfermiza, valdría la pena ponerles una frase en el tapabocas: “Piensa más y acertarás”.