miércoles, 28 de octubre de 2020

Sentencias y cátedras


 


La gran mayoría de los mortales no enfrentarán en sus vidas los tormentos de un juicio penal, ese espectáculo incomprensible que se aplaude con virulencia y superioridad. Los procesos penales (y los disciplinarios y fiscales que son entre nosotros algo así como ejercicios preparatorios) sirven en Colombia como principal alimento para la política y los medios. Una investigación de la fiscalía vale más que tres debates y una imputación tumba plenarias, alianzas y reformas. Los medios conocen el gusto de su público, saben que el aleteo de una mariposa en un juzgado puede provocar un terremoto en sus audiencias y redes, de modo que confunden la justicia con las notificaciones. Azuzar es tal vez la palabra más apropiada para ese ejercicio periodístico. Y como el derecho penal no se mueve al ritmo de las ansias de la opinión ni de los acosos de las redacciones, cunde la indignación y el ansia de desquite.

Hace unos días la periodista Vicky Dávila fue condenada por el Tribunal Superior de Bogotá a pagar 165 millones de pesos, de manera solidaria con la cadena RCN, a la familia de Jorge Hilario Estupiñán, un coronel retirado de la policía. La condena se fundamenta, entre otras, en la presión que la periodista ejerció sobre el inspector de la policía nacional en 2014 cuando se investigaba posibles hechos de corrupción del Coronel Estupiñán. Dávila reveló algunos audios durante la entrevista al inspector general y lo instó a, por lo menos, suspender al coronel: “esos hechos de corrupción no tienen vuelta de hoja”, sentenció en su ejercicio acusatorio. Según el Tribunal la periodista “fue irresponsable, pues se pretendió inmiscuir en el trámite de una investigación que desde todo punto de vista se refleja el coercitivo ejercicio periodístico, pretendiendo interferir en la actividad autónoma de los funcionarios encargados de la investigación.” Además, señala que actúo de manera inquisitiva, con ironía y sarcasmo, mejor dicho, al Tribunal no le gustó el tono de la entrevista. Más adelante señala la función del periodismo y acota sus facultades: “la función social de esta profesión [el periodismo] es informar, pero de manera alguna puede ser el báculo para el ejercicio de presión infundada a cualquier ente judicial y administrativo…”

Los miembros del Tribunal de Bogotá son oyentes exigentes y con sentido crítico, no les gusta el tono del “sistema radial acusatorio” que usa Dávila, y tienen una idea sobre lo que debe ser el ejercicio del periodismo. Lo peligroso es que sus críticas a una manera de hacer periodismo se conviertan en una condena, y que sus opiniones sobre la tarea de los medios se traduzcan en restricciones a la libertad de expresión. Los medios son un actor más en la democracia y ejercen control y presión, es imposible que solo lean comunicados y transcriban decisiones judiciales. Las opiniones, “así causen molestia o afecten el amor propio de las personas”, tienen incluso una mayor protección según ha dicho la Corte Constitucional. Muchas veces en la prensa se desconocen las garantías necesarias en procesos penales y disciplinarios, se privilegia la condena por encima de los derechos, pero los prejuicios, el afán de escándalo y los alardes justicieros no pueden derivar en restricciones a la libertad de prensa vía condenas civiles. La Corte ha protegido el contenido y el tono en el ejercicio del periodismo, los magistrados del Tribunal pueden mover el dial o apagar el radio, pero no dictar cátedra con los fallos como si fuera nota de calificación.

 

 


miércoles, 21 de octubre de 2020

Libreto de combate

 


Hace cerca de un año y medio la Corte Constitucional dejó claro que las objeciones a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no habían logrado mayoría en el Congreso. El presidente Duque firmó entonces, con un puchero, la ley estatutaria que reglamentó la justicia transicional. Muy pronto esas objeciones, que eran un punto de honor, se convirtieron en un asunto menor, una anécdota en medio de los retos y las dificultades por venir. Pero la JEP ha regresado como estrategia del gobierno y del Centro Democrático. Hace una semana el expresidente Uribe habló de la necesidad de un referendo para derogarla, y un día después la senadora Milla Romero, reemplazo de Uribe en el senado, radicó un proyecto de reforma constitucional con ese mismo objetivo. La intención trae sus paradojas. En su referendo fracasado de 2003 una de las reformas propuestas por Uribe tenía un parágrafo para recordar: “La renuncia voluntaria no producirá como efecto el ingreso a la corporación de quien debería suplirlo.” La intención era luchas contra la corrupción y la politiquería.

Pero ese paso de la resignación al ataque con el papel de la JEP solo indica que el gobierno, a poco menos de dos años de terminar su mandato, es ahora un simple ejecutor de la estrategia electoral para 2022. La falta de norte y liderazgo hacen que el gobierno sea hoy un comité de campaña, sus decisiones tienen que ver más con el cálculo electoral que con los posibles logros y políticas públicas.

El partido del presidente solo tiene un blanco posible, no logra encontrar un mejor enemigo que el acuerdo contra el que luchó durante más de cuatro años desde la oposición. Es claro que para el CD no vale la pena intentar un nuevo alegato, proponer un tema urgente, renovar la pugna política o señalar los resultados del gobierno en ejercicio. Cuando se tiene un libreto aprendido, un público que lo celebra y su mejor actor es incapaz de seguir otro guion, no hay mejor alternativa que apelar al conocido grito de batalla, a la mnemotecnia colectiva. De modo que el gobierno y el CD recuerdan hoy a los canales de televisión que repiten las novelas exitosas del pasado.

Lo más sorprendente es que parece que el gobierno celebra algunas de sus derrotas para encontrar pretextos e invocar su viejo pregón. La imposibilidad de la fumigación con Glifosato, la necesidad de limitar el derecho al libre desarrollo de la personalidad de quienes porten o consuman drogas, la urgencia de reformar las cortes y la ilusión rota de un cambio en Venezuela son las grandes frustraciones y las eternas herramientas de Uribe, su partido y su gobierno en cuerpo ajeno. La aparición de Márquez y Santrich es otra de las bendiciones para el gobierno, los peligrosos “atentados” en forma de cartas públicas entregan la posibilidad de alzar la voz y exhibir el camuflado, el consejero presidencial para la seguridad, Rafael Guarín, lo tienen muy claro: “La segunda marquetalia no es nada distinto que el narcotráfico y los crímenes atroces de la primera. Es la continuidad de la misma estrategia de terrorismo y narcotráfico. Nada nuevo. Vino viejo en odres nuevos.” La sigla mágica vuelva a aparecer en boca del gobierno: “En realidad nunca se desmovilizaron las Farc”.

El discurso del Centro Democrático ha dejado de hablar de seguridad, incluso el expresidente Uribe no mencionó la palabra en su reciente proclama electoral luego de la libertad decretada por la juez de garantías: los asesinatos de líderes sociales, el crecimiento de las masacres y el aumento de la producción de coca en el último año han hecho que desaparezca la palabra que antes era un mantra del Uribismo. Pero es necesario reemplazarla por un término que esconda las debilidades del ejecutivo y magnifique las amenazas. Luego de las protestas en Bogotá sacó de la manga la palabra “terrorismo”, un comodín que sirvió durante más de una década. De un momento a otro el ELN se convirtió en organizador de un estallido espontáneo por la violencia policial y el comisionado de paz, Miguel Ceballos, habló de “terrorismo urbano” y de un “nuevo teatro de guerra”.

Mientras tanto el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, habla en La Florida de los peligros del Castro-Chavismo y señala el rumbo colombiano como ejemplo. El gobierno Duque celebra la exportación de su discurso añejo, ahora sus congresistas asesoran la campaña republicana y ‘Pacho’ Santos tira línea en Washington. En Estados Unidos también pueden llegar tarde Mucho ha cambiado en Colombia desde 2002, pero el discurso se resiste y la política muestra que puede ser inmune a la realidad. 

 

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

Prisión pervertida

 




 

Los juicios penales son un importante teatro en nuestro escenario político y nuestra discusión pública sobre lo debido y lo humano. El principio de publicidad adoptado por el sistema penal acusatorio en 2004 ha logrado que las actuaciones en dicho teatro tengan una audiencia y un histrionismo mayor, y que las presiones crezcan sobre algunas de las decisiones procesales. Efectismo judicial, afán punitivo y una especie de apetito de venganza, luego de años de impunidad, rondan los estrados y los estados de la opinión. En medio de ese ambiente las medidas de aseguramiento son el primer lance en miles de procesos, una especie de tanteo clave en procesos que tienen visibilidad en los medios y consecuencias en la política. Más que la última opción en medio de un juicio, una excepción a la presunción de inocencia, las medidas se ven ahora como un necesario escarmiento y un escarnio efectivo para muchos imputados, una pena por anticipado, una oportunidad para el titular.

Hasta hace un poco más de 15 años los fiscales tenían la potestad de decretar medidas de aseguramiento en Colombia. Los fiscales ejercían ese poder con un peligroso sesgo: la solidez de su investigación y su acusación se veía respaldada por la severidad de una detención preventiva. La llegada de los jueces de control de garantías ha servido para limitar las detenciones de los procesados durante el juicio. Con el comienzo de la aplicación del nuevo código penal, Ley 906, se fueron corrigiendo exageraciones y desacuerdos. Al inicio los fiscales pedían medida de aseguramiento en el 37% de las imputaciones y los jueces de control de garantías negaban más o menos una de cada tres. Poco a poco, con ayuda de varios fallos de la Corte Constitucional que recalcaron la excepcionalidad de las medidas, fiscales y jueces parecieron llegar a acuerdos. Desde hace unos años las solicitudes de detenciones preventivas se han emparejado con la imposición efectiva. Hoy en día los jueces solo rechazan un poco más del 5% de las medidas que solicitan los fiscales en medio de las imputaciones. Con las sentencias de la Corte y el ejercicio común se han ido encontrando acuerdos sobre la necesidad y se ha mitigado una parte de los abusos.

Pero las cifras de quienes van a la cárcel sin haber sido condenados siguen siendo altas en el país. Más o menos el 20% de los imputados termina pasando una parte del juicio en centros carcelarios. Otro 5% está en medio de una detención domiciliaria y el 2% tienen medidas preventivas distintas a la restricción de libertad. Además, una tercera parte de quienes están “guardados” en Colombia son personas en espera de un fallo en medio de un juicio. México, Brasil. Argentina, Perú, Bolivia tienen cifras aún más altas en el porcentaje de “encerrados” sin condena. Parece que América Latina elige castigos anticipados, injustos muchas veces, a falta de condenas en tiempos aceptables.

El proceso contra el exsenador Uribe hizo que la opinión pública se volcara sobre una audiencia virtual donde parecía imposible atender y entender los argumentos jurídicos, un enredo entre posibles jueces, distintos códigos aplicables, equiparación imposible de momentos procesales, falta de reglas específicas. La política fue por supuesto la protagonista en un pleito penal entre representantes de los más grandes de nuestros enconos electorales, pero nunca sobra entender algo sencillo más allá de las arengas y los códigos: la libertad, con amplios amparos constitucionales, debe ser siempre la regla. El fetiche de la foto con la placa y el número, sirve para alentar linchamientos públicos, presiones partidistas y juicios radiales, pero los riesgos serán para decenas de miles de imputados cada año.

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

Los peligros del recreo

 




Los colegios y las universidades hacen parte de los pocos sectores en Colombia que siguen con restricciones totales a causa de la pandemia. Mientras bares, restaurantes, iglesias, talleres, juzgados, transporte público, aviones, construcciones, campamentos en la cosecha cafetera y una larga lista han comenzado a funcionar, con restricciones o sin ellas, los salones siguen siendo espacios prohibidos. La decisión tiene muy poco que ver con la evidencia científica y se basa casi exclusivamente en algunos temores frente a la reacción de la opinión pública y en estrategias ligadas a las viejas (y justificadas) luchas laborales y políticas de los maestros. En este pulso los alumnos son al mismo tiempo el escudo para alegar necesidades de protección frente al virus y las víctimas de un encierro forzoso que desconoce otros peligros asociados a más de siete meses sin colegio.

En Estados Unidos pasa algo muy similar. La política es la materia más importante frente a la decisión sobre el regreso a clase. Cuando miles de colegios estaban listos para regresar apareció una evidencia incuestionable: el presidente Trump hizo público su apoyo, en el tono de matoneo de alumno de once, a la apertura de colegios. Entonces la decisión encontró una oposición cerrada por parte de voces demócratas en muchos estados y por los sindicatos de maestros: “las decisiones de apertura de escuelas de los distritos se correlacionaron mucho más con los niveles de apoyo a Trump en las elecciones de 2016 que con los niveles de casos de coronavirus locales", dice el periodista Alec MacGillis, refiriéndose al caso de Baltimore, en un artículo publicado hace poco en New Yorker.

En Colombia, como en todo el mundo, los menores de 19 años tienen un riesgo mínimo de sufrir graves consecuencias si resultan contagiados y representan un porcentaje muy bajo de los contagios totales. La población entre 0-19 años suma el 10% de los contagios y el 0.28% de los fallecimientos en el país. Se alega que los niños llevarán el virus a sus casas poniendo en riesgo a personas en sus hogares. Las cifras del DANE muestran que apenas el 8.5% de los hogares tienen convivencia de menores de 15 y mayores de 60 años. Estudiantes de esos hogares podrían tener restricciones especiales. Pero los números son herejía en todo esto. La población con menos riesgo ha “sufrido” una sobreprotección que tendrá graves consecuencias a corto y mediano plazo. 

Un ejemplo de los otros riesgos que hoy se desestiman. Medellín ha reducido su tasa de deserción escolar durante los últimos 15 años hasta en el 2.8%. Son cerca de 9.690 jóvenes por fuera cada año en Medellín. La gran mayoría se dan en los grados noveno y décimo. La deserción tendrá nuevas realidades y cifras, mucho más en familias con crecientes afugias económicas ¿Aumento de reclutamiento y violencia en los barrios?

Según algunos rectores de colegios públicos los profesores buscan hoy mantener un vínculo con los alumnos más que enseñar. La educación más que virtual es imaginaria. Para primero, segundo y tercero grado solo hay comunicación vía WhatsApp, para cuarto y quinto una hora de contacto diaria por plataformas, y dos horas para alumnos de bachillerato. Pero lo normal es que apenas el 25% de los alumnos de estratos 1, 2 y 3 tienen equipo y conectividad en casa.

La Asociación Americana de Pediatría reseña otras alarmas que se desconocen en medio de las discusiones políticas: “Pasar mucho tiempo fuera de la escuela ... a menudo resulta en aislamiento social, lo que dificulta que las escuelas identifiquen y afronten las deficiencias de aprendizaje, el abuso físico o sexual de niños y adolescentes, el consumo de drogas y la depresión".

Fecode y otros críticos de la necesidad de volver a los salones solo miran un riesgo, y lo sobredimensionan, por ser el que más atención mediática y política tiene, y por la posibilidad de recoger réditos en las luchas de años. Veremos las consecuencias de preferir el pliego al tablero