miércoles, 24 de marzo de 2021

Aniversario indeseable

 






Se ha cumplido un año exacto de las primeras visitas a la ciudad desolada. Salimos a la calle en busca de las escenas en los tiempos muertos y expectantes. El virus era todavía una amenaza prometida en las noticias desde Europa. Apenas habían pasado quince días desde el primer caso confirmado en Colombia. Afuera todo hablaba de una manera distinta, no había cotidianidad, todos los comportamientos y lugares parecían nuevos, estábamos frente al brillo de los tiempos oscuros. La ciudad limpia era propiedad de los más humildes: habitantes de calle, barrenderos, recicladores, barequeros de acera, domiciliarios. El silencio no era apocalíptico, había algo de deliciosa extrañeza, de tensión y descubrimiento en el gorjeo de las palomas desamparadas sobres las mesas  

Ese primer día apareció el dilema que todavía ocupa las discusiones en parlamentos, informes académicos, estudios médicos y redes sociales. Dos hombres, parados a unos pocos metros, con una edad similar, entregaron sus opiniones contrarias. Uno de ellos, empleado de la empresa municipal de aseo, barría las hojas de un almendro que eran la única basura en las calles. Respondió con el ceño fruncido cuando le preguntamos por la obediencia a la cuarentena en su barrio: “Allá la gente no obedece, se necesita es una ley marcial”, dijo y empuñó su escoba. Al otro lado estaba un reciclador en pinta dominguera. Venía recién bañado y buscando algo para pagar los quince mil de la pieza. Todavía estaba bajo techo porque le tenían algo de confianza en el inquilinato: “Hay que salir, toca buscar algo, como decía mi abuela: ‘al que no sale, no le da el viento’”. Y se llevó dos billetes como multa de los reporteros.

En otra esquina, una semana después, encontramos un drama que apenas comenzaba, un lío doméstico con aires de desplazamiento y abandono. Una pareja de ancianos pasaba la tarde del domingo en la cabina de una camioneta Luv de estaca. Ella acababa de llegar a llevarle algo de comida a su esposo, un latonero en tiempos de quietud, que estaba escondido en ese carro desahuciado. Huían del cerco epidemiológico a los adultos mayores y del ruido y la fiesta de hijos y sobrinos en su propia casa. Un viaje imaginario en esa tarde lenta, los dos de tapabocas, mirando la panorámica de un mundo que los amenazaba de todas las formas. No había ni un partido para pasar la tarde. Ni radio, ni viento, ni ruta. 

También las canchas estaban clausuradas, esas parrillas que producen una buena parte del calor del barrio. En Castilla, por ejemplo, todo estaba cerrado excepto las panaderías y las escotillas de algunos restaurantes chinos. Pero los barrios seguían azarando, guardados pero vigilantes. Todo el voltaje en las casas: La televisión, los celulares, las rejas de las ventanas, el moño en la terraza, los perros, las cervezas y el guaro en la sala, las cartas y el parqués, la loza acumulada, el sexo a escondidas de los hijos. Y los balcones sin distanciamiento y las zonas comunes de las escalas como un privilegio para el chisme que el miedo no vence.

Las ollas comunales fueron las hogueras visibles de esa primera y estricta cuarentena. Leña y caldo en las orejas de los puentes, en las mangas al pie de las autopistas abandonadas, en los parques como campamentos. Hervían a borbotones alimentadas por los carretilleros que no dejaron de empujar sus tubérculos y sus obligaciones.

Parece imposible no mirar con algo de nostalgia y compasión esos días de ingenuidad frente al enemigo ahora más conocido e igual de amenazante. Esas horas en las que todavía las ventanas eran aliadas y cerrábamos con gusto las puertas. Llegaron las nuevas cepas y vendrán los nuevos cepos. 

  

 

 

miércoles, 17 de marzo de 2021

Menores en fila

 



En Colombia la mayoría de los menores llegan a las armas en un tránsito normal, comunitario podría decirse, familiar algunas veces, que implica incluso una especie de proceso educativo, de paso a paso hasta encontrar un papel en el frente de guerra. En las zonas claves de reclutamiento los menores han vivido el conflicto en una cotidianidad en la que las armas son la herramienta natural desde muy temprano. En realidad no han sido convertidos en “máquinas de guerra”, simplemente han nacido en unos contextos donde muchas veces es imposible no ser engranajes de guerras continuadas.

En 2017 el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) publicó un informe llamado Una guerra sin edad. Son más de seiscientas páginas que dan cuenta de casi cincuenta años de menores y fierros. El análisis se da sobre “16.879 registros de reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes”. Las relaciones comunitarias o familiares con los grupos armados, el impulso de las venganzas que dejan sus cortas historias de vida, las simpatías ideológicas, los referentes del poder, el prestigio social, las necesidades económicas son señaladas como algunos de los caminos a las filas.

En esa historia las Farc son los mayores reclutadores y un testimonio de uno de sus comandantes deja clara la naturalidad de ese tránsito. Oliverio Merchán, un jefe del Bloque Oriental conocido como el Loco Iván, cuenta su experiencia estudiantil: “Me encontré a un profesor que había sido profesor mío (…). Siendo él guerrillero me explicó y me gustó lo que me dijo que era luchar contra la pobreza, contra el hambre, la miseria, entonces decidí irme.”

El estudio del CNMH deja claro que por momentos los menores tuvieron un papel protagónico en crecimientos, consolidaciones o nacimientos de algunas estructuras. Los que empezaban como vigilantes o mensajeros en pequeñas tareas también fueron punta de lanza. Las ACCU los usaron como la principal “mano de obra” para sus primeras incursiones en Urabá donde a mediados de los noventa mandaban las Farc. Raúl Hasbún lo contaba con toda naturalidad en 1998: “Si existiera la vacante, inmediatamente se les hubiera dado trabajo, no le hubiera negado su ingreso al frente, porque no había ninguna restricción... Estábamos en una guerra y yo no me fijé en ese tema.”

El ELN armó una parte de su estructura en el sur de Bolívar con hijos de sus bases sociales. Los primeros paras del Magdalena Medio tuvieron a los niños como “provisión” indispensable: el trabajo bien pago y la “seguridad común” era visto como un activo en la región. En las Farc fueron claves los menores en el Tolima cuando se pretendió cercar a Bogotá e indispensable su base más que joven en el Ariari Guayabero y el Caguán. Ahí estuvieron algunas canteras de guerreros. Tanto que en un momento Manuel Marulanda culpa al “mal reclutamiento” de los golpes a las Farc a comienzos de los 2000. El triunfalismo había convertido sus frentes en un carrusel de menores (unos llegaban y otros se desmovilizaban) al estilo “campamentos de verano”. En el año 2003 el pico de reclutamientos por diferentes actores armados llegó a 7.136 niñas, niños y adolescentes.

Con semejante historia patria la lógica simplista del ministro de defensa, cercana a la teoría de los daños colaterales, resulta increíble. No solo muestra la mínima memoria, una triste indolencia por parte de quién fue director del ICBF; sino un craso desconocimiento de la ruta de los menores a las armas, de su condición de víctimas. “Los han convertido, nos toca eliminarlos”, parece decir el ministro. Olvida es que es el país, su historia, las zonas donde crecieron, el que ha hecho imposible una infancia o adolescencia fuera del alcance de la guerra.

 

 

 


miércoles, 10 de marzo de 2021

La muerte de la verdad

 




 

El expresidente Donald Trump demostró cómo la política y la realidad pueden habitar mundos distintos. Los discursos y los hechos no necesitan puntos de contacto para conseguir nuevos votantes y hacer más fieles a los antiguos. El estilo Trump logró que su personalidad levantara un muro –ese sí se pudo alzar– para impedir la posibilidad de un debate medianamente informado y alentar hacia la adhesión a un estilo y una colección de prejuicios: hizo más importante defender ciertos modos de desprecio que señalar políticas económicas, más clave exhibir gustos de consumo que respetar mínimas costumbres democráticas, más emocionante el nacionalismo ramplón que el liderazgo científico.

Pero hay que admitir que Trump no es ningún original, solo es el modelo más reciente de los mitómanos seductores y persuasivos. Hace 75 años, en un ensayo sobre la Guerra Civil Española, George Orwell hablaba de las mentiras deliberadas, del colorido que se añade a la verdad propia y de los errores posibles en su búsqueda: “Pero en todos los casos creyeron que existían unos hechos que podía descubrirse, con mayor o menor dificultar”. Ese mínimo consenso se fue perdiendo y ahora no solo hay derecho a una opinión sino a una realidad propia. Esa posibilidad es la que impulsó Trump con sus 2.140 declaraciones que tenían falsedades o equívocos durante su primer año de gobierno según cuentas de The Washington Post. El exhibicionismo como forma de gobierno puede llevar a una consecuencia con la que termina Orwell su ensayo: “Si el líder dice que tal o cual cosa nunca sucedió, pues nunca sucedió”.

La muerte de la verdad, un libro de la escritora y crítica literaria estadounidense Michiko Kakutani publicado hace poco menos de dos años, le da una mirada reveladora al mandato de Trump y sus repercusiones más allá de las luchas bipartidistas en Estados Unidos. Kakutani muestra que el despreció por la verdad dejó de ser soterrado para convertirse en un orgullo y una estrategia abierta. Durante la campaña de 2016 Newt Gingrich, expresidente a la Cámara que para muchos abrió la senda del estilo Trump, dijo tranquilamente, cuando una periodista rebatió sus datos sobre criminalidad en Estados Unidos, que no miraba con mucha atención los hechos: “Como candidato que soy, me atengo a lo que la gente siente. La dejo a usted con los teóricos”.  

La lógica de las últimas elecciones en Estados Unidos y en muchos países del mundo (Colombia tuvo su rayo homosexualizador y su impulso al voto berraco) busca que los ciudadanos no puedan encontrarse ni en la manera de recibir información ni en un posible debate lejos de la descalificación absoluta. Cada bando escoge su manera de construir la realidad. Las elecciones y las agresiones físicas o en redes son las únicas maneras de encuentro. Y los algoritmos han terminado decidiendo que le entregan a cada usuario: un poco más de intoxicación ideológica, indignación, suspicacia y paranoia para que permanezca “concentrado” un rato más en sus certezas.

Trump acabó su mandato como uno de los presidentes más impopulares de la historia de Estados Unidos pero no estuvo lejos de mantenerse en la presidencia. La gran mayoría de sus votantes se sienten despojados y respecto a las elecciones 2016 ganó adeptos entre los afros y los latinos que despreció durante cuatro años con sus políticas y declaraciones. Su historia todavía está por escribir así los demócratas tengan ahora el ejecutivo y la mayoría en las dos cámaras. No serán los hechos los que le den la razón, eso lo sabe muy bien, confía en sus furias, su llamado a la revancha y su verdad airada, en mayúscula y con mala ortografía. Ni las reglas del lenguaje básico son ahora una certeza.

 


miércoles, 3 de marzo de 2021

Cubrir las placas

 




En Colombia podemos estar tranquilos respecto a la imparcialidad política de la Policía Nacional. Los tiempos de pájaros y chulavitas son historia patria y estamos lejos del SEBIN, la policía política que creo Chávez mirando la efectividad del Servicio de Inteligencia Peruano de Fujimori en los noventa. La policía colombiana por el contrario responde a una lógica de autoprotección, de encubrimiento institucional más allá de lealtades partidistas o ideológicas. Se podría decir que son un cuerpo autónomo, una muestra exitosa de “descentralización” en medio del Estado, y un ejemplo de compromiso colectivo con 148.000 placas.

Dos casos emblemáticos de menores de edad asesinados por policías en Bogotá, muestran lo que puede significar la búsqueda justicia contra los uniformados, hechos mafia cuando advierten una amenaza penal.

El 25 de febrero pasado se declaró culpable a Néstor Julio Rodríguez Rúa, miembro del Esmad, por el asesinato de Nicolás Neira hace poco menos de 16 años. Nicolás tenía 15 años e iba por primera vez a una manifestación ciudadana para conmemorar el primero de mayo. Rodríguez Rúa le disparó por la espalda el proyectil que contiene un gas lacrimógeno. Una semana después el joven murió por el golpe en la base del cráneo. Yuri Neira, su padre, ha dado una batalla legal que implicó veinticuatro detenciones, dos golpizas, un allanamiento, tres atentados y el exilio. Recogiendo el cadáver de su hijo, el siete de mayo en Medelina legal, dos camionetas de la policía con civiles intentaron llevárselo, seguro pretendían darle más el paseo que el pésame. La cadena de mando de Rodríguez Rúa intervino en los intentos de encubrimiento y la Fiscalía buscó y llegó a acuerdos intentado beneficiar al victimario. Entre los principales parapetos están Fabián Mauricio Infante Pinzón, formador del Esmad, y el mayor retirado Julio Cesar Torrijos.

El próximo 19 de agosto se cumplen diez años del asesinato de Diego Felipe Becerra a manos del agente Wilmer Antonio Alarcón. Al joven de dieciséis años se le impuso la pena de muerte por portar dos aerosoles en su morral, uno azul y uno naranja fosforescente. Al lugar donde quedó el cuerpo llegaron muy rápido, admirable su sentido de urgencia, tres coroneles, un teniente, tres abogados y seis agentes. Llevaron un arma y consiguieron dos testigos para inculpar a Diego Felipe en el supuesto robo a una buseta. Gustavo Trejos, el padre de crianza del menor, comenzó su lucha contra la manipulación y las pruebas falsas. Dos generales (incluido el subcomandante de la Metropolitana del momento), seis coroneles, cuatro tenientes, doce agentes y seis civiles se comprometieron en la farsa que buscaba justificar el homicidio. El policía que disparó fue condenado seis años después de los hechos pero el mismo día un juez lo dejó libre por vencimiento de términos y sigue prófugo. Las amenazas y los seguimientos han sido las compañías del Estado durante el duelo, tanto que Gustavo Trejos habla como un hombre que mira el miedo con desaires: “Desgraciadamente el día de mañana algo puede pasar, uno tiene que estar preparado”.

Un dato publicado hace poco por La silla vacía confirma que para lograr condenas contra la policía se necesita la coraza de dolor que deja un hijo muerto y el aguante de largo aliento de quienes encuentran una causa imposible de abandonar. Entre 2016 y 2020 se presentaron 7491 denuncias ante la fiscalía por delitos supuestamente cometidos por uniformados de la policía. Hasta el momento no hay una sola imputación y el 70% de los casos están inactivos. No hay duda de que la policía se cuida muy bien.