Hace un año el presidente Petro anunciaba que acompañaría desde el balcón las manifestaciones del día del trabajo: “nos juntamos este 1 de mayo y ahí, en ese Palacio, que solo recibía oligarcas, narcotraficantes muchas veces, bandidos que se quedaban con el dinero, que casi nunca observaban desde ahí al pueblo, porque se encerraban en la frialdad de los salones dorados. Si ahí entra el pueblo trabajador ¿qué?”. Las reformas ya estaban embolatadas y el presidente hacía un llamado a defenderlas en la calle, con el impulso popular. La convocatoria no estuvo acorde con la grandilocuencia de la invitación. Al día siguiente el ministro Velasco habló de una cifra “insólita” de 65.000 colombianos por las calles de Colombia y un mensaje “bellísimo” por la tranquilidad ciudadana.
Pero no había tiempo para la resignación y diez días más tarde el presidente convocaba a una nueva movilización, para el 7 de junio, al tiempo que lanzaba la frase que se ha convertido en lema y karma al mismo tiempo: “Iremos hasta donde el pueblo colombiano quiera y hasta donde el pueblo colombiano decida movilizarse en pro de las transformaciones sociales”. Ya no sería desde el balcón sino marchando al lado del “pueblo trabajador”. Bogotá fue el centro de la manifestación y se habló de siete mil personas en la Plaza de Bolívar. Funcionarios, sindicatos y estudiantes de los colegios públicos fueron los grupos más visibles. Benedetti y Sarabia acababan de salir del gobierno y las encuestas mostraban saldos rojos. En su discurso “sietejuniero”, Petro habló de una “estrategia para destruir su gobierno”.
Esa fue la última gran convocatoria del presidente a las calles. Se siguió hablando en abstracto de la necesidad de la ciudadanía movilizada, se ha llamado a las asambleas populares, se llegó al punto desconcertante de la convocatoria al constituyente primario, pero ahora las manifestaciones son eventos oficiales: carpas, sillas, refrigerios, gorras, algún anuncio, entrega de recursos y discursos. No vale la pena contar el día cívico que fue más una movilización del ego que un llamado a la ciudadanía.
Las marchas del domingo supusieron para el gobierno una derrota en sus propios feudos. Para Petro cada vez es más difícil movilizar a sus electores y al contrario se ha convertido en un experto para congregar una variada oposición a sus reformas, su modelo de gobierno y su desdén frente a los “formalismos” constitucionales y legales. El presidente convoca las marchas a su favor y en su contra, y es más exitoso en su llamado a las segundas.
Al parecer Petro encajó mal el golpe. Dijo que los manifestantes “añoran la represión, las masacres paramilitares, los asesinatos de jóvenes” y que solo los mueve el odio mientras su gobierno atiende a “la alegría la paz y el amor”. Habló del inicio de un golpe blando y de la intención de asesinarlo. Todo eso mientras decía respetar y garantizar la libertad de expresión.
A pesar de los rótulos de “pueblo” versus “clase dominante”, de la intención de dar más importancia a unos ciudadanos que a otros a la hora de marchar, lo cierto es que el tarjetón se marca uno a uno. El Congreso mira las marchas con atención y pragmatismo. Allá no señalan ni separan a los manifestantes por clase o ideología, solo obedecen a la aguja de la opinión pública. Esos sí que van hasta donde el “pueblo dominante” les diga. Las encuestas marcan sesenta por ciento de desaprobación, la calle está dura y parece no cambiará, la derrota electoral en octubre pasado dejó mensajes más que simbólicos. El gobierno pierde apoyo en todos los sectores y Petro parece destinado al baño popular de las minorías.