El guía hablaba con una convicción exaltada. Sentía que narraba un tiempo excepcional, que le había correspondido la responsabilidad de contar una especie de evangelio revolucionario. Su auditorio estaba conformado por decenas de niños de unos diez años que lucían una pañoleta roja atada al cuello. Esa pañoleta les entregaba una de graduación como pioneros, “un sentido del deber”, al terminar el tercer año de primaria. El hombre hablaba de las hazañas del Che Guevara y los niños asentían con algo de temor y emoción: “Por ejemplo, si por esta calle, en alguna ocasión, pasó El Che y se le cayó un botón… ¡Eso es histórico! Ese botón se convierte en reliquia”. La escena resultaba patética para el espectador por fuera de los fervores cubanos del día a día.
Es el riesgo que se corre con los cultos a la personalidad y la veneración de un pasado que se supone heroico. El gobierno de Gustavo Petro, ávido de símbolos ante la falta de realidades, sacó de la manga un sombrero blanco y lo puso en una urna. Lo que se pretendía solemne terminó con un aire risible. Una clase de historia contemporánea ante un sombrero es algo tan pueril como una visita conmovida al museo de cera. Pero además del gesto inútil, la exhibición del sombrero tenía un riesgo que no valía la pena correr.
Carlos Pizarro dirigió un grupo armado que dejó rastros de dolor en Colombia. Su historia personal, primero en las Farc y luego en el Eme, tiene pólvora suficiente para despertar recelos y rechazos más allá de diferencias ideológicas. Ese hecho es suficiente para que el Estado se abstenga de actos de exaltación pública. El presidente no puede confundir sus “épicas personales” con la historia nacional. El discurso del sombrero fue más una oda a su historia política y un acto partidista que un gesto de memoria nacional propio de un presidente. Y fue además una provocación innecesaria. La Constitución del 91 es una realidad suficiente de esa época, los arrebatos de sombrero solo ponen en duda la importancia de ese momento de unidad nacional. No se necesitan símbolos, la urna debería ser ocupada por la constitución.
Es cierto que Carlos Pizarro, comandante del M-19, fue asesinado siendo candidato presidencial luego de un acuerdo de paz con el gobierno. Que honraba su palabra civil cuando fue baleado apenas siete semanas de dejar las armas. Y es cierto que el M-19 lideró un pacto nacional que terminó con la Constitución de 1991, y que una buena parte de la sociedad colombiana se identificó en su momento con sus ideales y eligió sus candidatos. No se puede olvidar que la lista diversa de la Alianza Democrática M-19 fue la segunda más votada en la elección de constituyentes. De modo que también es una simpleza, una caricatura que distorsiona, la comparación de Pizarro con Escobar y otros tantos maleantes. Pizarro tiene un lugar en nuestra historia política, pero también en nuestra historia de violencia y eso mancha el sombrero para merecer un homenaje nacional.
Una cosa es que la bandera del M-19 se levante en las manifestaciones partidistas de apoyo al presidente, que sea un símbolo de un partido apegado a una historia, que despierte las nostalgias revolucionarias de sus seguidores. Creo que ganaron en la vida civil el derecho a ondear su bandera y sus opositores tienen el derecho a recordar su origen y sacar sus propios colores. Pero el presidente no puede honrar, como asunto de Estado, trapos y sombreros que solo arropan su ego, su historia personal y el entusiasmo de sus seguidores.