jueves, 30 de agosto de 2007
La vieja prensa amarilla
La esporádica repugnancia por las miserias de nuestros días, el asco de las rutinas conocidas, nos lleva cada tanto a exagerar los desastres actuales y minimizar las herencias de todo tiempo pasado. Y a ignorar lo inevitable de las manías humanas de siempre. Nuestros caprichos y desatinos obligatorios.
Ahora que se acaban de cumplir diez años de la muerte de Diana, la princesa amarilla, se ha vuelto a hablar de la estulticia de las rotativas actuales, del apetito tosco de los lectores y la creciente hipnosis frente al péndulo de las trivialidades de los famosos. No hace mucho Vargas Llosa ganó un premio de periodismo por una columna sobre esta supuesta tara de nuestros días: “No se trata de un problema, porque los problemas tienen solución, y esto no lo tiene. Es una realidad de nuestro tiempo ante la cual no hay escapatoria…La raíz del fenómeno está en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse, entretenerse, por encima de toda otra forma de conocimiento o quehacer.” Termina su reflexión con una diatriba contra lo que él llama la civilización posmoderna.
Su artículo se centra en el caso de Ron Davies, un ministro encargado de los asuntos de Gales durante el comienzo del gobierno de Tony Blair, quien resultó cliente asiduo de los bares homosexuales de Brixton y Bath. El ministro fue víctima de un atraco durante una de sus excursiones y su historia, y su cabeza, quedaron servidas. Un periódico con tiraje de cuatro millones de ejemplares se encargó de detallar las giras no oficiales del ministro. Pero resulta que el asunto no tiene nada de posmoderno. Es tan antiguo como el gesto de correr las cortinas con suavidad, para buscar una rendija reveladora. De hecho en el juicio de 1895 contra Oscar Wilde, donde se discutían asuntos muy parecidos al escándalo de Davies, se debatió largamente sobre el estado de las cortinas en una de las casas refinadas y alegres que Wilde visitaba con frecuencia: “¿Está dispuesto a declarar que ha visto las cortinas de alguna otra forma que corridas?”, pregunta el acucioso interrogador a Wilde. Más tarde el juicio se ocupa con largueza sobre el caso Cleveland, que se hizo famoso luego de que un periódico londinense señalara una casa de Totthenham Court frecuentada por aristócratas con finos propósitos homosexuales.
Antes de ser sometido a juicio por el padre de uno de sus jóvenes amigos, Oscar Wide había advertido los peligros de las inclinaciones mentecatas del gran público lector de prensa y del carácter de tiranía que buscaban imponer los papeles de todos los días: “En Inglaterra el periodismo es aún un gran factor, una potencia considerabilísima. La tiranía que trata de ejercer sobre la vida privada de la colectividad se me antoja, realmente, algo extraordinario. El hecho es que el público siente un afán insaciable de saberlo todo, menos aquello que vale la pena saberse. El periodismo, consciente de ello, y con sus costumbres comerciales, atiende y provee a la demanda.” El debate que planteaba Wilde hace más de 100 años es exactamente igual al que plantea Vargas Llosa como posmoderno. Sus palabras habrían servido de sobra para defender al ministro Davies: “Como ocurre ahora mismo, ponen ante los ojos del público un incidente cualquiera de la vida privada de un gran estadista, de un hombre que es, a la par que un jefe del pensamiento político, un creador de fuerzas políticas; invitando al público a que discuta por cuenta propia el incidente y ejerza su autoridad sobre el particular; a que dé su opinión y hasta a que la ponga en acción, imponiendo su voluntad al hombre en cuestión, a su partido y a su país…”
Los avisos publicitarios bien pagos y la excitación del público por las novedades de los grandes inventos y las hazañas que prometía el hombre del siglo XX, impusieron sobre los diarios una competencia inesperada. Según el historiador Jacquez Barzun la pelea se convirtió en riña y los diarios comenzaron mezclar los asuntos importantes con golosinas pueriles y peleas de vecinas. Los derechos de reproducción de una viñeta llamada The Yellow Kid impondrían el calificativo definitivo de prensa amarilla. Así que poco ha cambiado entre los diarios que repudiaba Oscar Wilde y los tabloides que repugnan a Vargas Llosa. Tal vez sólo los puntos de la impresión digital.
martes, 28 de agosto de 2007
Nabokov responde por Lolita
En mayo de 1975 Nabokov deja su refugio en un hotel Suizo y responde las preguntas de Bernard Pivot en Francia. Preguntas para las que ha preparado respuestas que lleva en unas fichas ordenadas. Se le nota la lengua a la legua. Se podría leer una entrevista suya de 100 páginas.
-"Nabokov es Lolita", es la ecuación de siempre. ¿No acaba molestándole el éxito de Lolita, tan considerable que se puede pensar que usted es el padre de una única niña algo perversa?
-Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert, a quien una vez pregunta: "¿Siempre viviremos así haciendo toda clase de porquerías en camas de hotel?" Pero respondiendo a su pregunta: Su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de África (risas), que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes. Y es muy interesante plantearse como hacen ustedes los periodistas, el problema de la tonta degradación que el personaje de la nínfula que yo inventé en 1955 ha sufrido entre el gran público. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de 20 años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas, o simples delincuentes de largas piernas, son llamadas nínfulas o "Lolitas" en revistas italianas, francesas, alemanas, etc. Y las cubiertas de las traducciones turcas o árabes. El colmo de la estupidez. Representan a una joven de contornos opulentos, como se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás leyeron el libro. En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro, convierte en criatura mágica a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa.
jueves, 23 de agosto de 2007
Mafiosos seductores
Es lógico que las lecciones que intenta la publicidad institucional tengan siempre un aire patético. En últimas esa es su naturaleza, buscan componer una alegoría moral con aires conmovedores, un pequeño drama con una conclusión edificante. Lo malo es que el diálogo de suspiros coronado con un mandamiento termine siendo ridículo, o ingenuo hasta rallar con la tontería. Cosa que no parece muy difícil porque la publicidad envilece todos sermones, les entrega el tono dudoso que acompaña a los apocalípticos de megáfono.
Desde hace unos meses las emisoras repiten con firmeza unas advertencias moralizantes compuestas por mandato del Ministerio del Interior. En ellas se exhorta a las mujeres a alejarse de los falsos tesoros que ofrecen los narcotraficantes, a desconfiar de sus gracias que terminan en “sangre, desolación y muerte”, según dice la voz tétrica del locutor. Cuando los niños esperan regalos del papá que está viajando se intuye la muerte o la cárcel en la voz dolorida de la madre que intenta una explicación. No se meta con un mafioso, es la máxima escueta detrás de los comerciales dirigidos a las mujeres. La licitación del Ministerio habla de cuñas para “prevenir la proliferación de los narcotraficantes de mediana escala en el país”.
Sólo un profesor de internado podría tener una vista tan corta y unas intenciones tan largas. Nadie en Colombia necesita de treinta segundos en la radio para entender que los mafiosos juegan a una suculenta ruleta entre rojos y negros. Vamos a cumplir tres décadas de vivir y sufrir historias relacionadas con la mafia. Los novelistas las han contado a su manera, los sociólogos han descrito los códigos y las manías de sus círculos y hasta las telenovelas -desde La mala hierba hasta Sin tetas no hay paraíso- se han encargado de las apoteosis y las tragedias de los “traquetos”, según la atrevida jerga del Ministerio. A un ministro con ínfulas de pastor es al único que se le ocurre que una propaganda diciendo que los mafiosos tienen la muerte a las espaldas es un consejo oportuno. Alguien debería leerle al Ministro las crónicas en las que se cuenta como las mujeres en algunos barrios se cruzan de brazos y de piernas para exigir que sus hombres guarden los fierros. Tal vez serviría para que sus políticas no se parezcan tanto a los arrebatos de un párroco mediocre y despistado.
Las cuñas suponen que las relaciones entre hombres y mujeres comparten la lógica de la entrevista personal y la hoja de vida propia de las bolsas de empleo. Pero si en ese campo no sirve la advertencia materna ni el ultimátum paterno, qué podrá decirse del mensaje del Ministerio del Interior y Justicia. El gobierno debería saber que los narcos suelen ser unos seductores muy poderosos. Algunos de sus funcionarios y congresistas cercanos podrían contar sus dolorosas experiencias.
Cuando la publicidad estatal dice no fume, no maneje borracho o no tire basura a la calle es posible entender su lógica. Se cuestiona un comportamiento puntual para que en el segundo exacto en que se toma una decisión al respecto se recuerde el reproche ingenioso, y tal vez se deseche la intención dañina social o individualmente. Pero cuando se intenta dar una pauta de comportamiento con respecto a las decisiones más complejas, al rumbo que toma la vida, muchas veces sin preguntar mayor cosa, no sólo se está cayendo en el moralismo barato sino en la inutilidad y la tontería. Y si el coro se repite todo el día y a toda hora en el radio, no queda más que recurrir a la risa y acompañar a los mafiosos que muestran sus colmillos cariados recubiertos en oro.
Desde hace unos meses las emisoras repiten con firmeza unas advertencias moralizantes compuestas por mandato del Ministerio del Interior. En ellas se exhorta a las mujeres a alejarse de los falsos tesoros que ofrecen los narcotraficantes, a desconfiar de sus gracias que terminan en “sangre, desolación y muerte”, según dice la voz tétrica del locutor. Cuando los niños esperan regalos del papá que está viajando se intuye la muerte o la cárcel en la voz dolorida de la madre que intenta una explicación. No se meta con un mafioso, es la máxima escueta detrás de los comerciales dirigidos a las mujeres. La licitación del Ministerio habla de cuñas para “prevenir la proliferación de los narcotraficantes de mediana escala en el país”.
Sólo un profesor de internado podría tener una vista tan corta y unas intenciones tan largas. Nadie en Colombia necesita de treinta segundos en la radio para entender que los mafiosos juegan a una suculenta ruleta entre rojos y negros. Vamos a cumplir tres décadas de vivir y sufrir historias relacionadas con la mafia. Los novelistas las han contado a su manera, los sociólogos han descrito los códigos y las manías de sus círculos y hasta las telenovelas -desde La mala hierba hasta Sin tetas no hay paraíso- se han encargado de las apoteosis y las tragedias de los “traquetos”, según la atrevida jerga del Ministerio. A un ministro con ínfulas de pastor es al único que se le ocurre que una propaganda diciendo que los mafiosos tienen la muerte a las espaldas es un consejo oportuno. Alguien debería leerle al Ministro las crónicas en las que se cuenta como las mujeres en algunos barrios se cruzan de brazos y de piernas para exigir que sus hombres guarden los fierros. Tal vez serviría para que sus políticas no se parezcan tanto a los arrebatos de un párroco mediocre y despistado.
Las cuñas suponen que las relaciones entre hombres y mujeres comparten la lógica de la entrevista personal y la hoja de vida propia de las bolsas de empleo. Pero si en ese campo no sirve la advertencia materna ni el ultimátum paterno, qué podrá decirse del mensaje del Ministerio del Interior y Justicia. El gobierno debería saber que los narcos suelen ser unos seductores muy poderosos. Algunos de sus funcionarios y congresistas cercanos podrían contar sus dolorosas experiencias.
Cuando la publicidad estatal dice no fume, no maneje borracho o no tire basura a la calle es posible entender su lógica. Se cuestiona un comportamiento puntual para que en el segundo exacto en que se toma una decisión al respecto se recuerde el reproche ingenioso, y tal vez se deseche la intención dañina social o individualmente. Pero cuando se intenta dar una pauta de comportamiento con respecto a las decisiones más complejas, al rumbo que toma la vida, muchas veces sin preguntar mayor cosa, no sólo se está cayendo en el moralismo barato sino en la inutilidad y la tontería. Y si el coro se repite todo el día y a toda hora en el radio, no queda más que recurrir a la risa y acompañar a los mafiosos que muestran sus colmillos cariados recubiertos en oro.
jueves, 16 de agosto de 2007
Musas de Guantánamo
La cárcel suele ser un reino inspirador para poetas curtidos e improvisados. Siempre será fácil encontrar un poeta de cuaderno caminado entre los corredores de una jaula, leyendo sus versos a los visitantes, intentando que sus malditas angustias puedan ser más que un llanto o un grito. Hay que decir que pocas veces lo logran. Lo normal es que terminen escribiendo sus quejas a la manera de oraciones, haciendo rimar sus rogativas personales y haciendo llorar a sus amigos al otro lado de las rejas.
Pero con qué curiosidad se leen los versos de los poetas encerrados. Más allá de las crónicas sobre las rutinas de la prisión, de los detalles que describen la comida y el ceño del carcelero, los poemas escritos en la cárcel son el autorretrato de algunos hombres desesperados, un paisaje sencillo con abismos desconocidos. Un paisaje cercano al de la locura. Con la misma curiosidad he leído los versos de Hölderlin escritos desde la torre de su carpintero anfitrión, cuando ya estaba loco y sólo vivía para su paseo matinal a orillas del río Nékcar y sus tardes de piano descordado.
Hace unos días fue publicado en Estados Unidos un libro con 22 poemas escritos por 17 prisioneros yemeníes en Guantánamo. Los poetas usaron la crema dental como tinta, tallaron sus letras en los vasos desechables o simplemente los recitaron de celda en celda confiados en la memoria. Esa muestra debió pasar el filtro del Pentágono que destruyó otros tantos en los que supuestamente había instrucciones cifradas para Al Qaeda. Versos malditos. Uno de los poetas, ya liberado, confirma lo cerca que está la inspiración y la locura para los bardos barbones encerrados en Cuba: “La poesía era nuestro apoyo y sustento psicológico… Mucha gente perdió allí la cabeza. Conozco al menos 40 o 50 presos que están completamente locos”.
Primo Levi, el químico italiano que nos contó como se incubaba el fuego bajo las chimeneas de Auschwitz, fue tomado por loco cuando intentaba recordar algunos poemas que le ayudaran a recuperar el mundo familiar que iba perdiendo. El hombre buscaba que sus compañeros le ayudaran a completar un verso de Leopardi y encontraba susurros desconfiados: “¿Qué está buscando este con Leopardi? ¿No se estará volviendo loco de hambre?”
Levi ha contado también que al comienzo de su estadía de 10 meses en los campos de trabajos gastaba sus tardes hablando de Dante a algunos compañeros, y que sólo uno tomó interés por sus charlas. Luego descubriría la clave de ese interés: “A él entonces no le interesaba Dante, le interesaba yo en mi intento ingenuo y presuntuoso de transmitirle a Dante, le interesaba mi lengua y mis confusas reminiscencias…”
De ese mismo modo interesan los poemas de los presos en Guantánamo. ¿Qué invocan los supuestos representantes de la guerra santa contra Estados Unidos? ¿Con qué palabras buscan conservar la cordura? ¿Dónde creen que están? El primer poema de la colección se encarga de igualar a los misteriosos presos de capuchas naranja con el más corriente de los atracadores, con su mismo anhelo filial: “Echándote, madre, de menos, mi corazón he consumido. / Juro por la entera Creación que no sé cómo hablarte. / En la noche, en mis sueños sonámbulos, siento tu amor / Llamándome: ¿Dónde está Imad? / Todos aquí han recibido cartas que alivian su corazón. / Pero yo, sufriendo, vivo en mi soledad, más lejos.”
Sueños y libertad serán palabras obligadas para todos los poetas encerrados, un lugar común que intentamos comprender desde las orillas de la cárcel. Primo Levi decía: “La libertad, la improbable, imposible libertad, tal lejana que sólo en sueños osábamos esperarla”. Y le replica Usama Abu Kabir desde Cuba: “Pero ¿es verdad que un día dejaremos la Bahía de Guantánamo? / ¿Es verdad que ese día habremos de volver a casa? / Soñando con mi casa, me hago a la mar en sueños. / Para estar con mis hijos, cada uno es parte de mí; / para estar con mi mujer, y aquellos a quienes amo; / para estar con mis padres, los corazones más tiernos de mi mundo. / Yo sueño que estoy en casa, libre de esta jaula.”
Alguna vez dijo Adorno que después de Aschwitz no se podía escribir poesía. Y sin embargo en las paredes del campo de concentración quedaron algunas líneas que intentaban ser poesía, algún pretexto para no enloquecer.
viernes, 10 de agosto de 2007
Apostadores electorales
Apostadores electorales
En tiempos de elecciones algunos políticos toman el aire siniestro y asustado de los reos en el tribunal, dedicados a rumiar estrategias y remordimientos. Imitan el gesto solapado de las comadrejas y se esconden en la madriguera que les cavan los publicistas. Sólo hablan por medio del sigiloso comunicado de prensa y argumentan con la precaria sonrisa de diente postizo. Convierten su actividad en un pequeño juego de emboscadas y apariciones. Si se les pregunta por su pasado hablan del flamante futuro, y si acaso se acaso les cae a los pies un interrogante sobre sus planes en ciernes no tienen recato en hacer una lista de sus logros remotos.
Ahora Medellín se enfrenta a dos de esos candidatos invisibles para su elección de alcalde: estrategas según algunos, impostores según una lógica un poco más exigente. Ni Sergio Naranjo ni Luis Pérez han asistido hasta hoy a los foros a los que han sido convocados como candidatos. Sus campañas apelan al recuerdo primario de los electores, al ejercicio del voto según un reflejo de la memoria. Basan su ventaja en su nombre y su cara de reincidentes. Que pueden ser cualidad definitiva para la democracia.
Ni Pérez ni Naranjo deberían llamarse políticos. Les caería mejor el escueto calificativo de candidatos, de apostadores electorales. Su actividad se limita a los trucos en el desfile del voto y al eventual ejercicio de poder en su pequeña parcela. Sencillos operarios de las perversiones democráticas. Una vez pasa su apoteosis, bien sea como candidatos o como gobernantes, se retiran a sus cuarteles de invierno a esperar el nuevo lance. En su rol de candidatos se agazapan y cuando terminan las elecciones se esfuman, según la palabra preferida de los magos.
Ninguno de estos dos trabajadores temporales ha participado en un debate público que incluya alguna idea más allá de la consabida cacería de votos. El uno se ha dedicado a pasar las amarguras de las derrotas sucesivas en exilios cada vez más lejanos y el otro, desde que dejó la alcaldía hace casi cuatro años, sólo aparece en los boletines de la Procuraduría Nacional. Tal vez Naranjo y Pérez nunca hayan dejado de trabajar el proselitismo rentable de los garajes y las promesas, de los directorios y la burocracia, tal vez esa sea la política a su medida. Lo que nunca han hecho es darle estatura y credibilidad a una idea o un proyecto, ni hablar de los problemas desde una lógica que evada los cálculos de los encuestadores. Los únicos escenarios en los que se atreven son el afiche y la silla del mandamás. Desde el primero se dedican al mimetismo, al silencio elocuente del eslogan y al trabajo físico para sonsacar voto a voto; y desde el segundo se dedican a la manipulación y la ampliación de la clientela, a la construcción de la colmena propia pensando en las mieles de la siguiente elección.
El único consuelo frente a los candidatos imaginarios es intuir un poco de miedo detrás de su silencio. No deja de ser interesante pensar en la arrogancia como una forma del temor y la inseguridad. Ojala muy pronto el simple reconocimiento de un nombre se convierta en el conocimiento del candidato. La presión de los medios y de los electores debe obligarlos a dar la cara, empujarlos hacia el reflector. Porque dejar que el alcalde sea elegido desde una especie legal de la clandestinidad sería un pecado mayor.
En tiempos de elecciones algunos políticos toman el aire siniestro y asustado de los reos en el tribunal, dedicados a rumiar estrategias y remordimientos. Imitan el gesto solapado de las comadrejas y se esconden en la madriguera que les cavan los publicistas. Sólo hablan por medio del sigiloso comunicado de prensa y argumentan con la precaria sonrisa de diente postizo. Convierten su actividad en un pequeño juego de emboscadas y apariciones. Si se les pregunta por su pasado hablan del flamante futuro, y si acaso se acaso les cae a los pies un interrogante sobre sus planes en ciernes no tienen recato en hacer una lista de sus logros remotos.
Ahora Medellín se enfrenta a dos de esos candidatos invisibles para su elección de alcalde: estrategas según algunos, impostores según una lógica un poco más exigente. Ni Sergio Naranjo ni Luis Pérez han asistido hasta hoy a los foros a los que han sido convocados como candidatos. Sus campañas apelan al recuerdo primario de los electores, al ejercicio del voto según un reflejo de la memoria. Basan su ventaja en su nombre y su cara de reincidentes. Que pueden ser cualidad definitiva para la democracia.
Ni Pérez ni Naranjo deberían llamarse políticos. Les caería mejor el escueto calificativo de candidatos, de apostadores electorales. Su actividad se limita a los trucos en el desfile del voto y al eventual ejercicio de poder en su pequeña parcela. Sencillos operarios de las perversiones democráticas. Una vez pasa su apoteosis, bien sea como candidatos o como gobernantes, se retiran a sus cuarteles de invierno a esperar el nuevo lance. En su rol de candidatos se agazapan y cuando terminan las elecciones se esfuman, según la palabra preferida de los magos.
Ninguno de estos dos trabajadores temporales ha participado en un debate público que incluya alguna idea más allá de la consabida cacería de votos. El uno se ha dedicado a pasar las amarguras de las derrotas sucesivas en exilios cada vez más lejanos y el otro, desde que dejó la alcaldía hace casi cuatro años, sólo aparece en los boletines de la Procuraduría Nacional. Tal vez Naranjo y Pérez nunca hayan dejado de trabajar el proselitismo rentable de los garajes y las promesas, de los directorios y la burocracia, tal vez esa sea la política a su medida. Lo que nunca han hecho es darle estatura y credibilidad a una idea o un proyecto, ni hablar de los problemas desde una lógica que evada los cálculos de los encuestadores. Los únicos escenarios en los que se atreven son el afiche y la silla del mandamás. Desde el primero se dedican al mimetismo, al silencio elocuente del eslogan y al trabajo físico para sonsacar voto a voto; y desde el segundo se dedican a la manipulación y la ampliación de la clientela, a la construcción de la colmena propia pensando en las mieles de la siguiente elección.
El único consuelo frente a los candidatos imaginarios es intuir un poco de miedo detrás de su silencio. No deja de ser interesante pensar en la arrogancia como una forma del temor y la inseguridad. Ojala muy pronto el simple reconocimiento de un nombre se convierta en el conocimiento del candidato. La presión de los medios y de los electores debe obligarlos a dar la cara, empujarlos hacia el reflector. Porque dejar que el alcalde sea elegido desde una especie legal de la clandestinidad sería un pecado mayor.
jueves, 2 de agosto de 2007
Avenida Los Libertadores
Avenida Los Libertadores
Durante casi cien años los planos de Medellín han repasado con unanimidad una misma línea, un hilo que se trazó como anhelo en los años de la villa y que fue creciendo junto al río, hacia el sur y hacia el norte hasta tocar el ancón de La Estrella y el ancón de Copacabana. En las cartillas cívicas, en los sueños de metrópoli, en las primeras lecciones de urbanismo dictadas por los extranjeros siempre apareció ese surco como un elemento natural. En 1912 la revista Progreso hablaba de las obras de canalización del río y de la necesidad de las futuras avenidas a su lado, “para hacer el paseo más hermoso y elegante de la ciudad”. Los nombres estaban de acuerdo con la importancia de las vías soñadas: avenida Los Libertadores en el costado oriental y avenida Los Conquistadores en el occidental. Todo siguiendo la lógica escolar de los primeros bautizos.
En 1929 Ricardo Olano decía que las rayitas reteñidas serían “la gran arteria central de la futura urbe”. Luego se aprobó el impuesto de valorización en Medellín y “el arreglo, rectificación y ensanche de las avenidas del río” eran obviamente prioridades de la ciudad. El asunto comenzó a desarrollarse según el sueño de los urbanistas. El austriaco Karl Brunner, invitado para intentar que Medellín mereciera el nombre de ciudad, recomendó una reglamentación para las tierras cercanas al río: “se deberá delimitar el uso industrial de esta zona de tal manera que excluya una faja de unos doscientos metros a lo largo de la avenida Los Libertadores, faja que se destinará a vivienda, jardines públicos, escuelas y otros fines no industriales”. Pero la ciudad industrial de Colombia tenía otros planes.
Durante el gobierno de Alfonso López Pumarejo se apoyó la construcción de grandes parques en varias ciudades colombianas. Cuando el presidente vino a Medellín a ver los diferentes sitios propuestos para acoger el parque -entre los que estaban el Volador, el Nutibara y el barrio Buenos Aires- alguien lo convenció de que la ciudad necesitaba esa plata para su gran avenida, que al mismo tiempo era un parque de sesenta metros a lado y lado del río “por el que irían dos calzadas principales y otras secundarias para cabalgaduras y bicicletas”. Un decreto de 1944 en el que el gobierno comprometía un millón de pesos acabó con la discusión.
La reglamentación para el jardín soñado nunca llegó. Las cabalgaduras, las bicicletas, los lagos, las pintorescas casas en las orillas se convirtieron en galpones de las grandes industrias. Unos años antes se habían comprometido con la obra pagando de su propio bolsillo, y era tiempo de que cobraran su generosidad con las creces de siempre. El paseo se convirtió entonces en autopista paralela al gran colector de las aguas industriales.
Del sueño bucólico de los urbanistas no quedó más que un amplio separador sembrado de mangos, guayabos y almendros. Ahora han aparecido unos dolientes que lo llaman bosque y trinan por las dulzuras de sus frutos. Los he visto amarrados a los árboles jugando al mártir ecologista y de verdad que se ven patéticos. La oportunidad de tener unas vegas del río para respirar y pasear se perdió en los años cincuenta, en este momento la ciudad necesita al menos ampliar el surco oriental de la avenida tantas veces pensada, cumplir aunque sea la parte del plan que permita atravesar el valle de sur a norte. La simple lógica dice que los carros atascados entres carriles contaminan más que los carros fluyendo en cinco carriles. En 1939 había en Medellín 7638 personas con licencia para conducir. Según dicen por el área metropolitana de hoy circulan 720.000 vehículos entre carros y motos, y la rayita de gran autopista sigue ocupando el mismo tamaño en los planos. La demagogia ambiental de unos cuantos vecinos disfrazados de héroes verdes no debe imponer remordimientos. Un separador con vocación de asfalto desde hace más de noventa años no es propiamente una selva húmeda tropical.
Durante casi cien años los planos de Medellín han repasado con unanimidad una misma línea, un hilo que se trazó como anhelo en los años de la villa y que fue creciendo junto al río, hacia el sur y hacia el norte hasta tocar el ancón de La Estrella y el ancón de Copacabana. En las cartillas cívicas, en los sueños de metrópoli, en las primeras lecciones de urbanismo dictadas por los extranjeros siempre apareció ese surco como un elemento natural. En 1912 la revista Progreso hablaba de las obras de canalización del río y de la necesidad de las futuras avenidas a su lado, “para hacer el paseo más hermoso y elegante de la ciudad”. Los nombres estaban de acuerdo con la importancia de las vías soñadas: avenida Los Libertadores en el costado oriental y avenida Los Conquistadores en el occidental. Todo siguiendo la lógica escolar de los primeros bautizos.
En 1929 Ricardo Olano decía que las rayitas reteñidas serían “la gran arteria central de la futura urbe”. Luego se aprobó el impuesto de valorización en Medellín y “el arreglo, rectificación y ensanche de las avenidas del río” eran obviamente prioridades de la ciudad. El asunto comenzó a desarrollarse según el sueño de los urbanistas. El austriaco Karl Brunner, invitado para intentar que Medellín mereciera el nombre de ciudad, recomendó una reglamentación para las tierras cercanas al río: “se deberá delimitar el uso industrial de esta zona de tal manera que excluya una faja de unos doscientos metros a lo largo de la avenida Los Libertadores, faja que se destinará a vivienda, jardines públicos, escuelas y otros fines no industriales”. Pero la ciudad industrial de Colombia tenía otros planes.
Durante el gobierno de Alfonso López Pumarejo se apoyó la construcción de grandes parques en varias ciudades colombianas. Cuando el presidente vino a Medellín a ver los diferentes sitios propuestos para acoger el parque -entre los que estaban el Volador, el Nutibara y el barrio Buenos Aires- alguien lo convenció de que la ciudad necesitaba esa plata para su gran avenida, que al mismo tiempo era un parque de sesenta metros a lado y lado del río “por el que irían dos calzadas principales y otras secundarias para cabalgaduras y bicicletas”. Un decreto de 1944 en el que el gobierno comprometía un millón de pesos acabó con la discusión.
La reglamentación para el jardín soñado nunca llegó. Las cabalgaduras, las bicicletas, los lagos, las pintorescas casas en las orillas se convirtieron en galpones de las grandes industrias. Unos años antes se habían comprometido con la obra pagando de su propio bolsillo, y era tiempo de que cobraran su generosidad con las creces de siempre. El paseo se convirtió entonces en autopista paralela al gran colector de las aguas industriales.
Del sueño bucólico de los urbanistas no quedó más que un amplio separador sembrado de mangos, guayabos y almendros. Ahora han aparecido unos dolientes que lo llaman bosque y trinan por las dulzuras de sus frutos. Los he visto amarrados a los árboles jugando al mártir ecologista y de verdad que se ven patéticos. La oportunidad de tener unas vegas del río para respirar y pasear se perdió en los años cincuenta, en este momento la ciudad necesita al menos ampliar el surco oriental de la avenida tantas veces pensada, cumplir aunque sea la parte del plan que permita atravesar el valle de sur a norte. La simple lógica dice que los carros atascados entres carriles contaminan más que los carros fluyendo en cinco carriles. En 1939 había en Medellín 7638 personas con licencia para conducir. Según dicen por el área metropolitana de hoy circulan 720.000 vehículos entre carros y motos, y la rayita de gran autopista sigue ocupando el mismo tamaño en los planos. La demagogia ambiental de unos cuantos vecinos disfrazados de héroes verdes no debe imponer remordimientos. Un separador con vocación de asfalto desde hace más de noventa años no es propiamente una selva húmeda tropical.