jueves, 29 de noviembre de 2007

Londres: Inventario de llamas y brumas







Los romanos fueron los primeros en imponer a Londres el deber de un telón para los dramas de misterio. Dijeron que esa orilla del Támesis tenía aires espectrales, hilachas blancas, pequeñas barcas de niebla. Más tarde la ciudad se encargó de ensuciar el fondo de su escena convirtiendo su cielo en una estopa de trabajo. El carbón de las calefacciones hizo que Isabel I se quejara del gusto de hollín entre sus dientes tiznados. Las primeras chimeneas industriales le entregaron la capa negra a detectives y destripadores por igual. El fondo de una botella manchada era un antifaz común para los londinenses. Los transeúntes caían al Támesis por falta de visibilidad, el Agente secreto de Conrad hablaba de un “velo de niebla insoportablemente húmeda” y Wilde miraba hacia un “mar marcado con unas bandas grises”.
La apoteosis de los incendios recurrentes servía para matar el tedio de las brumas cotidianas y agregar algo de lumbre a los faroles de gas. En 1666 un panadero de nombre Thomas Farynor olvidó las masas en su horno y provocó el más grade incendio de la historia de Londres. El alcalde, frío y sereno hasta la estupidez, dijo que las chispas no eran gran cosa y que se podrían apagar con la buena meada de una dama. No hubo quien y el Londres al interior de las murallas romanas ardió durante 3 días. El incendio comenzó en Pudding Lane -calle del bizcocho- y fue controlado en Pie Corner -esquina del pastel- por lo que la estatua dorada de un muchacho con carnes de más conmemora las llamas con sabrosa mea culpa: “En memoria del incendio de Londres, ocasionado por el pecado de la glotonería”.
En 1834 una hornilla recalentada hizo arder en una misma pira a la Cámara de los Comunes y la de los Lores. Todo Londres contempló la escena con la excitación propia de los pirómanos, atendiendo el consejo de Gastón Bachelard: “Hallándose en proximidad del fuego, es menester sentarse; es preciso descansar sin dormir, es necesario aceptar, objetivamente, el ensueño específico.” El más ilustre de los curiosos era el pintor William Turner. Se dice que sacó su libreta y tomó algunos apuntes en carboncillo que desarrolló más tarde en dos cuadros sobre el tema: atardeceres artificiales con un Támesis ardiendo.
Las brumas de Londres han pasado a ser una especie de nostalgia, un recuerdo de las novelas leídas hace un tiempo, un vaho que extrañan los turistas amigos del cine de terror. Pero el fuego tiene su memoria y los incendios nuevos se encargan de reconstruir algunas escenas con fumarolas altas. Parece que cada dos años Londres necesitara de un bracero como ofrenda a sus humos idos.
Hace dos años el espectáculo fue en el depósito petrolero de Buncefield. El humo negro llegó hasta las costas francesas, un oscuro continente flotando desde su pequeño ojo de tanques en las afueras de Londres. Durante tres días la capital inglesa fue señalada con un hilo grueso que soltaba hebras en dirección a Europa. Desde los bombardeos de hace algo más de 60 años la ciudad no lucía tanto desde lo alto.
El más reciente incensario se apagó hace apenas unos días. “Se advierte una densa nube de humo negro sobre el este de Londres”, dijeron los cables de noticias. Un testigo algo menos brillante que Turner describió el panorama: “Había muchas llamas y humo llenando el cielo”. El incendio afectó terrenos que serán habilitados para escenarios deportivos de los juegos de 2012: premoniciones de llamas olímpicas. Las ciudades, como cualquiera que haya vivido más de 70 años, tienen derecho a ciertas manías nostálgicas, a pequeños homenajes que el escándalo de las sirenas nunca podrá entender.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Coches rusos






“Todo el territorio ruso aparece poblado de carrozas,
brishkas, tartanas, carretelas y trineos”
Sergio Pitol

Si las azarosas vocaciones hubieran querido que los grandes escritores rusos desdeñaran la pluma para dedicar sus encierros al hilo de los pinceles, podríamos colgar una hermosa colección de paisajes blancos marcados por una huella de coches y trineos variados. Incluso tendríamos una galería amplia de cocheros y un estudio de damas y señores en la pensativa intimidad del viaje. Y habría caballos para todos los gustos: jacas angulosas y con patas de palo, que parecen “un caballito de masa dulce que cuesta una kopeica”, y bayos “grandes y felpudos” que calientan las manos de sus amos con la niebla acezante de sus hocicos.
En las historias rusas los coches son una especie de gabinete encantado, una urna para las divagaciones, las tragedias, las hazañas menores y la comedia de los borrachos. Así que es necesaria la aparición de un pequeño coro que acompañe los viajes, un rastro monótono de cascabeles para alentar los sueños de los viajeros. Las troikas del correo tienen su sonido particular, su propia melodía de timbres oficiales, y los cazadores se distinguen por una composición a tres voces a la que Tolstoi da el trato de sinfonía menor: “Posteriormente me enteré de que era costumbre entre los cazadores llevar tres cascabeles. Uno grande en el centro y dos pequeños que sonaban a la tercera. El sonido de esa tercera y la de la quinta trémula, que repercutía en el aire de un modo sorprendente, era muy bello en la estepa silenciosa”. Según Pushkin también hay caravanas menos armónicas. Los carricoches tártaros de dos ruedas, lentos como ningunos, fatigan la paciencia con un incesante y exclusivo chirrear que supone orgullo para sus dueños. “Los tártaros se vanaglorian de este chirrido diciendo que viajan como gente honrada que no tiene por qué ocultarse. Aquella vez hubiera preferido viajar en compañía menos honorable”.
Una hilera de coches tintineantes exhibe en las letras rusas la majestad de una procesión, e implica el riesgo de una pequeña osadía que los hombres no pueden dirigir con sus látigos. Siempre hay algo de compasión sobre los diminutos puntos negros en la nieve, en fila india, bajo el capricho sabio de los caballos: “¡Así da gusto viajar! Fíjese no se ve un solo hombre, todos duermen. Los caballos son muy listos. No hay cuidado de que se desvíen del camino”. Las tempestades son resueltas por la simple desaparición del cochero, dedicado a dormir, beber o fumar pipas. Gogol, al igual que Tolstoi, reconoce las cualidades innatas de los hombres sobre el pescante para delegar la encrucijada de los caminos, “que abundan y se dispersan por todos lados como cangrejos saliendo de un morral”: “El cochero ruso suele poseer un olfato excelente. Cuando no puede ver nada lanza sus caballos al galope y acaba siempre por llegar a alguna parte”.
Pero la aparición ruidosa de la “chusma de la carretera -cocheros, herreros, oficiales de correos dormidos y todo lo demás-”, siempre logrará detener la marcha sublime con alguna torpeza. Con sus gritos, sus alardes, sus riñas, su maldita brújula apuntando al magnetismo del vodka o del ron azucarado. El retrato de los cocheros tiene la condescendencia risueña que se entrega a algunos pícaros y, al mismo tiempo, la saña que cae sobre los funcionarios indispensables. Los guías de las estepas pueden ser temibles a pesar de los tontos, como el de La borrasca de Tolstoi, “una silueta negra, con el látigo y la enorme gorra ladeada”, un hombre “muy chato, de rostro redondo y alegre, boca muy grande y ojos de un azul intenso”, un cochero indeciso que en la segunda página blanca ya ha chocado contra un trineo de correos despertando un eco de insultos y caballos perdidos: “¡Condenado! ¿Acaso estás ciego? ¿Por qué has ido a dar la vuelta precisamente encima de nosotros?”.
O cocheros tercos y desafiantes de los que habla Pushkin en su elogio al maestro de postas destinado a proveer nuevos caballos en las rutas; o un cochero anciano y abatido, lento como el demonio, cubierto de nieve, “todo blanco como un aparecido. Encorvado cuanto puede estarlo un cuerpo viviente…”, como el de Chejov en Tristeza. Un hombre que conduce borrachos en la ciudad e intenta contarles que su hijo ha muerto, un cochero mareado por el dolor que sólo merece maldiciones y burlas: “¡A ver si doblas Satanás! -se oye en la oscuridad- ¿Dónde tienes tus ojos, animal? ¡Vamos, muévete!”. Sus pasajeros lo mueven a látigo como si él también fuera una pequeña jaca entumida: “Viejo charlatán, ¿me oyes? ¡Vas a recibir palos en la cabeza! Si uno trata a vosotros con ceremonia, tiene que andar a pie. ¿Me oyes, dragón? ¿O te mofas de nuestras palabras?”.
O un cochero perezoso y borracho como el Selifán de Gogol en Almas muertas, un joven narigudo y de labios carnosos que dependiendo de su humor alcohólico trata a sus caballos de “amigos”, “queridos”, “secretarios” o “imbéciles”. Selifán sigue un camino tan retorcido como su látigo al aire, está henchido de vodka y emoción por su pequeña épica contra la tormenta. Hasta que un grito de su amo lo devuelve a la realidad: “¡Cuidado, animal! Vas a volcar”. Ahora la calesa está de costado, los caballos respiran aliviados por el descanso repentino y Selifán está pensativo frente al desastre. Luego de un segundo de reflexión viene el reproche para su carruaje: “¡No es posible, has volcado!”, y el grito de su amo para cerrar la pequeña comedia: “¡Tienes una borrachera como un castillo!”.
Mientras los cocheros se encargan de ensuciar las marchas solemnes sobre los campos rusos, mientras negocian el encargo de llevar un viajero por media botellita de vodka y se echan la hopalanda de piel de cordero sobre los hombros; los amos, silenciosos, con un drama a cuestas, corren las cortinas de cuero de sus coches y piensan y sueñan y miran la tempestad desde la arrogancia de un trono tambaleante. La suavidad de la nieve bajo el trineo y de la tierra blanda bajo las ruedas, y “el monótono decorado del paisaje ruso… Toperas, abetales, bosquecillos de pinos dolientes, brezos, troncos de árboles calcinados y otras galas naturales del mismo estilo”, inspiran el monólogo turbulento de los pasajeros.
Ana Karenina sale de una molesta visita social, de una sobria y elegante humillación y una vez en el coche la rueda de sus desgracias comienza a rodar: “Me miraban como si yo fuese algo horrible, incomprensible y curioso… ¿Acaso se le puede decir a otro lo que uno siente? … Por otra parte, no hay nada gracioso ni alegre. Todo es feo. Están tocando a vísperas y este comerciante se persigna con tanto cuidado como si temiera dejar caer algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanas y estas mentiras? Únicamente para ocultar que nos odiamos unos a otros, lo mismo que esos cocheros que riñen con tanta ira”.
Otro viajero de Tolstoi, algo más modesto que Karenina, disfruta sus sueños exaltados durante la tormenta, como un niño con intenciones de incendiar su cuarto para probar su porte de aventurero: “¿Cómo terminará todo esto? Abro los ojos y contemplo la blanca llanura ¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se paran -lo que sin duda no tardará en ocurrir- nos helaremos todos. Reconozco que, aun cuando tenía un poco de miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más fuerte que mi temor”.
El aventurero Chichikov, comprador de almas muertas, ambicioso y metódico, también usa su coche como un silencioso gabinete. Desde la primera página, antes de ver su figura ni gruesa ni enjuta, ni joven ni vieja, “la pequeña calesa, con suspensión de ballestas, bastante bonita”, entra flamante por la puerta de una hostería y sirve para presentar a su dueño y señalar su posición y sus intenciones, como si se tratara de un confesionario hecho a su medida. Chichikov recorre en su mente todos los escalones de la burocracia que debe visitar, el largo camino le permite un inventario detallado de los poderosos que requieren de un sencillo cortejo. Ahora el balanceo del coche es útil a la memoria y la ambición: “Es difícil, desgraciadamente, recordar a todos los poderosos del mundo. Digamos solamente que Chichikov no se olvidó de nadie… Y permaneció después largo rato pensativo en su calesa, tratando de recordar inútilmente alguna otra persona que visitar”.
Solamente un héroe de Dostoyevski, el profesor Stepán Trofímovich Verjovenskii, un viajero con aires de desterrado, un condenado con pies finos, se atreverá a atentar contra la marcha inspiradora de los coches: “En la carretera se cifra una idea, mientras que en la silla de posta ¿qué idea? En la silla de posta se acaban las ideas… ¡Vive la grande route!, y sea lo que Dios quiera”. Pero muy pronto el eje de una carreta vieja lo hará arrepentirse y sumarse a la galería de los pasajeros hipnotizados. Ni el caminante solitario que desdeña los coches, ni el hombre que sale al mundo con un zurrón al hombro y no sabe a dónde va y por tanto no necesita de huellas ni rieles, puede ser indiferente al paso de una carreta de campesinos, una teliega rústica y destapada que Stepán Trofimovich ve a lo lejos y da gracias a Dios. Saluda al hombre y a la mujer que la conducen y camina a su lado sin decidirse a subir, admirando al caballuco que encabeza la procesión y a la vaca pensativa que la cierra con su cola pelirroja. Hasta que hace la propuesta adecuada: “Tengo muchos deseos de subir ahí, y les pagaría…, les pagaría media botella de aguardiente”. Al fin se negocia por medio rublo y se cambian las fatigas por el ejercicio preferido de los viajeros rusos: “Un torbellino de ideas continuaba asediándole. A veces el mismo se daba cuenta de que iba terriblemente distraído y pensaba en algo que no era lo que debía pensar, y de eso se maravillaba”. Stepán Trofimovich se ha puesto en manos de un par de desconocidos, sólo tiene cabeza para sus pensamientos, no le importa a donde lo llevan sus improvisados cocheros, le da lo mismo un pueblo que otro, “es igual, mes amis, todo es igual”.
Parece que no es posible recorrer cincuenta páginas de los maestros rusos sin subir a un coche y oír un monólogo. La tristeza, la confusión, la paranoia, las encrucijadas morales y los sueños egocéntricos son materiales que deben arrastrar los caballos, susurros a espaldas de los cocheros. Ni siquiera un ruso amante de las autopistas, las mariposas y las niñas provocativas logró evitar la escena de un padre guiando sus tristezas desde un viejo trineo de respaldo recto: “La crin del caballo negro chasqueaba con fuerza en el aire helado, las blancas plumas de las ramas cercanas al suelo se deslizaban por encima de su cabeza, y las huellas que veía ante sí restallaban con un brillo azul de plata”.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Testigo ciego




Con una palabrota -cercana a la hecatombe- se bautizó desde siempre la toma incendiaria y la retoma con artillería pesada del Palacio de Justicia en noviembre de 1985: Holocausto. Semejante calificativo justifica la aparición de comisiones de la verdad, testigos sin rostro, inteligencia militar, preguntas subidas de tono y voltaje en las caballerizas, testigos protegidos y marchas perpetuas con una foto como bandera. Poco a poco uno entiende que esa Historia, como todas las historias con mayúscula que terminan en llamas, será un expediente algo ilegible, un fárrago del que cada quien sacará conclusiones y culpables. Las pruebas irrebatibles y los testigos de excepción son un sueño más cercano a los novelistas que a los fiscales.
Hace 22 años, en la noche del 6 de noviembre, cuando el elegante bracero del Palacio de Justicia comenzaba a calentar el centro de Bogotá, un músico medio ciego, curioso impertinente, alzaba sus antenas desde la terraza de un inquilinato cercano. En la tarde, después de escuchar el EXTRA en la sede de la orquesta de ciegos Balalaika, de la que era trompetista, había intentado llegar hasta la Plaza de Bolívar para echar el poco ojo que le quedaba. Las vallas y las cuerdas de los cerramientos le sirvieron de lazarillo, y la ceguera de incentivo para la investigación. Se devolvió con despecho y sacó sus aparatos de contrainteligencia: “Como vivo cerca de la Plaza de Bolívar, en un walkie-talkie sintonicé una frecuencia. En esa época yo ya no veía muy bien pero lo oí que decían los militares era caliente, por eso me puse a grabar en casetes.”
Don Pablo Montaña grabó 4 casetes de instrucciones militares: siguió la toma en directo mientras medio país se dedicaba, con un oído en los EXTRAS radiales, a la fecha del octagonal de fútbol local que se jugaba ese miércoles. Es posible que con un radio siguiera a su equipo del alma y con el otro los contragolpes de las FF.AA. En una de las conversaciones se habla de la preocupación del General Samudio Molina, Jefe del Estado Mayor Conjunto, por el silencio de palomas que arrulla la Plaza del Bolivar:
“-Arcano 6, arcano 5
-Arcano 5
-Acaba de llamar y me dice que él nota -el general Samudio- que la situación se enfrió, que necesita que haya acción, que haya ruido, que si necesita más munición le coloca toda la que necesite, pero que no los deje descansar, que el nota que se está enfriando la situación…Cambio
-Erre, esa apreciación, es apreciación externa a la situación, pero aquí se esta tratando de reducir, de reducir a los (…) a los que están en el piso segundo, tercero y cuarto, a un reducto ya final, un reducto final con objeto de causarles la baja ya en ese sector e impedir mayores destrozos, siga.
-Erre, sí, él dice que le preocupa es la situación…que no nos pongamos a pararnos en municiones o en destrozos que haya que ocasionar, pero que quiere que haya acción cambio.”
Pablo Montaña, que terminó desentrañando arcanos, vive en una pensión un poco más al sur que su antiguo palomar, ha dejado la trompeta y ahora se dedica a cantarle a los muertos del Cementerio Central de Bogotá, acompañado de su acordeón de teclas, rojo y blanco, una caja festiva y fúnebre al mismo tiempo. Si me lo hubieran retratado en la Gente de la Universal o en Tinta Roja, una novela del Alberto Fuguet, con crímenes sórdidos, periódicos rojos y personajes populares, tal vez me habría parecido demasiado. Un acordeonista de iglesias y cementerios, ciego y piadoso a medias, con pruebas de primera mano sobre el desafío más grande de los últimos 30 años para el Estado colombiano. Guardando unas cintas que bien podrían tener encima unas canciones de duelo y despecho.
Algunos abogados han desempolvado el artículo 196 del Código Penal: “Violación ilícita de comunicaciones o correspondencia de carácter oficial. El que ilícitamente sustraiga, oculte, extravíe, destruya, intercepte, controle o impida comunicación o correspondencia de carácter oficial, incurrirá en prisión de tres (3) a seis (6) años. La pena descrita en el inciso anterior se aumentara hasta en una tercera parte cuando la comunicación o la correspondencia esté destinada o remitida a la rama judicial o a los organismos de control o de seguridad del estado.” Para el final de la película Pedro Montaña estaría animando la fiesta de navidad en La Modelo. Pero tranquilos, eso es sólo un sad end efectista. Ese delito de lesa curiosidad prescribió hace años. El verdadero riesgo es que Pablo Montaña terminé en el Cementerio Central, con la caja del acordeón encima de su caja de muerto.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Piloto de guerra




¡Esa bomba atómica es dinamita!
Sam Goldwyn
Productor cinematográfico de Hollywood
agosto 20 / 1945

Todo parece indicar que las misiones atómicas tienen una extraña relación con la longevidad. En el 2002, con 85 años cumplidos y un jardín en flor, murió en Boston Charles Sweeney, el encargado de entregar la bomba atómica en Nagasaki dado el silencio japonés luego de la primera encomienda dejada tres días antes sobre el puente de Aioi en Hiroshima. Ahora, a la edad de 92 años, acaba de morir en Columbus, Ohio, el comandante Paul Tibbets, primer timón del Enola Gay. No han faltado quienes atribuyen a la justicia del remordimiento las largas vidas de los aviadores. Pero es claro que los jefes de semejantes misiones no estaban hechos para jugar a la cara de la culpa sino al sello del honor obligado. El artillero de cola del Enola gay lo dijo con tranquilidad en 1975: “A nadie se le ocurrió pensar entonces que no todo el mundo nos consideraría héroes”. El único implicado que mostró arrepentimiento -y eso que pilotaba un avión acompañante con equipo científico- fue Claude Eatherly, un Joven desequilibrado que primero quiso mostrarse como el jefe de la misión y luego como un loco piadoso que no soportó los efectos del hongo radioactivo. Terminó en un hospital mental de veteranos luego de atracar una tienda con una pistola de juguete. Tretas de un pacifista descocado.
Pero mejor dejo a los actores secundarios en sus cabinas y me dedico a componer el pequeño obituario de Tibbets. A los 13 años, como tripulante de un biplano, dejó caer una carga de barras de caramelo Babe Ruth sobre un hipódromo en Miami. Fue su primera Misión, su primera vez en una cabina. Luego, acompañado por su gorra de béisbol en lugar del kepis oficial, fue el primer piloto americano en bombardear la Francia ocupada. Bombas sobre Rouen en agosto de 1942. Al momento de su gran prueba sobre Hiroshima Tibbets había tenido más de 40 misiones de combate en África y Europa y había sido piloto particular de Eisenshower. Una cicatriz en un brazo, ganada frente a aviones alemanes, era una de sus insignias de vuelo.
Las fotos con su B-29 a la espalda, orgulloso de mostrar las letras del nombre de su madre pintadas a última hora y de mala gana sobre el fuselaje, lo muestran como una especie de mecánico risueño, con su “cara de cómico profesional” y su suficiencia de práctico acostumbrado a unir los cables sueltos siguiendo rutas propias. En contra del padre pastelero que quería un hijo médico, su madre lo apoyó para que entrara a la academia militar y con el gesto clarividente de las señoras de pueblo en las películas gringas de tercera se encargó de bautizar el famoso avión: “Algún día estaremos orgullosos de ti”, dicen que dijo.
Según Gordon Thomas, autor de una muy larga investigación sobre la historia de la bomba, Tibbets no soportaba a los tontos y tenía la impresión de que había demasiados en el mundo. Parco de palabras y de apetito como buen jugador de póker, dueño de una risa y un ceño manejados con la precisión de un altímetro, Paul Tibbets sabía bien con quienes trataba dentro de su empresa de 15 bombarderos y más de 1000 hombres: “Me dijeron que iba a destruir toda una ciudad con una sola bomba. Era algo para pensarlo…En mi organización trabajaba un asesino, tres hombres culpables de homicidio sin premeditación y varios criminales; todos ellos habían escapado de prisión…” En cambio, cuando en septiembre de 1944 fue al laboratorio de los Álamos en Nuevo México, confundió a Enrico Fermi, Nobel de Física y creador de la primera pila nuclear, con un portero de edificio “disfrutando de un pequeño descanso no autorizado tras una noche de juerga”.
Tibbets nunca mencionó a sus hombres la palabra atómica o nuclear. La conversación más descriptiva acerca de “little boy” la tuvo con su artillero de cola unas horas antes de tocar la puerta en el castillo de Hiroshima.
-Bob, ya estamos en camino ahora puedes hablar
-Llevamos a bordo la pesadilla de un químico.
-No, no exactamente.
Acaso la pesadilla de un físico.
-Sí.
De regreso, luego de ver el hongo sobre el Japón, Tibbets cedió el mando y durmió un poco. No se sentía un héroe sino un soldado recién salido del peligro. En tierra recibió su medalla con una tranquilidad cercana a la displicencia, sin firmeza impostada, entregando a su superior un saludo militar de rutina. Tampoco participó en la fiesta de bienvenida que prometía CUATRO(4)BOTELLAS DE CERVEZAS POR CABEZA en la base de Tinian. Luego de más de 12 horas de vuelo sólo había ánimos para el sueño. Un mes más tarde Tibbets visitó Nagasaki como si fuera un simple turista, compró cuencos de arroz y bandejas talladas a mano como recuerdo. Nunca se mostró afectado por la pequeña inspección y habló de sus impresiones como quien visita un pueblo arrasado por un volcán: “ya no se veía gente quemada, solamente seres humanos dedicados a sus tareas e intentando recomponer sus vidas”.
Cuando volvió a Estados Unidos se encontró con las primeras voces de censura. Su odio por la publicidad se convirtió en hermetismo: “No deseaba en absoluto que alguien pudiera leer en mí. No tenía nada que explicar, ni deseaba explicar nada a nadie”. 20 años después de su misión en Hiroshima el general de brigada Tibbets fue enviado a la India como director de la Oficina de Suministros Militares de Estados Unidos. Algunos diarios de Nueva Delhi lo recibieron con un título honorario que levantó un alboroto de protestas: “El mayor asesino de la historia”. Muñecos con la figura de Tibbets colgaban por las calles y el general debió regresar a un escritorio en Washington.
En 1976 hizo su último vuelo con consecuencias. Comandó un B-29 cargado con bombas de humo para un espectáculo aéreo en Texas. Su maniobra era la atracción central de la reunión de “clásicos y antiguos”. Dejaría caer la bomba “An-atómica” frente a los gritos de los aficionados al rodeo. Japón protestó formalmente y el gobierno gringo que había regalado el humito para sacar el hongo inofensivo debió disculparse. Tibbets se encogió de hombros frente al escándalo: “el ruido fue ridículo…la exhibición fue simplemente una recreación de la historia, parecida a tantas otras que se celebran en el mundo entero”.
Tibbets no había leído el famoso poema Sankichi Toge:
“Devuélvanme a mi padre, devuélvanme a mi madre. /
Devuélvanme a mi abuelo y a mi abuela;
devuélvanme a mis hijos y a mis hijas. /
Devuélvanme a mí mismo. /
Devuélvanme a la raza humana. /
Mientras esta vida dure, esta vida,
devuélvanme la paz /
Que nunca se acabe.”
Sería pedirle demasiado, no estaba dentro de sus manuales de instrucción y no era una terapia recomendada para sus sueños tranquilos. Además de un piloto con mando y pericia Tibbets era un hombre con una sensatez a prueba de uranio: “Estaba convencido que no era más que una víctima de una cambiante actitud pública hacia lo que le habían ordenado hacer sobre Hiroshima”. Sabía muy bien que la suya no sería una lápida para descansar en paz. Su cuerpo ya fue cremado y si se cumple su voluntad sus cenizas serán lanzadas desde un pequeño avión sobre Ohio. Una prueba más de que la materia no se destruye, sólo se transforma.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Un arca de piratas




Los mapas de África y Europa marcan el primero de sus desencuentros. El perfil de una corona de llamas en Grecia, la bota cincelada de Italia, la cabeza de España olisqueando el gran cráneo africano. Europa como la obra meditada y pulida de un miniaturista, un pequeño regimiento de soldados de plomo con adornos y plumas en los extremos, el coro de una iglesia con sus tallas minuciosas. África como un hueso abandonado, un trozo de marfil ajeno a los fiordos, con el cuerno de Somalia como el único dibujo que sobresale entre las arenas.
Durante siglos Europa se encargó de componer un amplio diario de horrores con sus aventuras en África. Los civilizadores volvían convertidos en demonios, contagiados por la barbarie reinante, aterrados de sus propios desarreglos. Desconfiando de los viejos límites. Darwin tenía razón: los seres humanos constituían una única especie. Pero emparentada por las pesadillas comunes antes que por los sueños y las utopías.
Las buenas intenciones y las maneras del maestro paciente y comprensivo fueron desmentidas hace años. La vista de Conrad sobre un Londres señalado por sombras y resplandores monstruosos lo dejó todo muy claro: “Y éste también ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra”. Pero la compasión ha venido a reemplazar los viejos ideales civilizados y Europa todavía intenta salvar a los africanos de su desorden y sus pestes. Las jeringas son ahora el instrumento preferido y la cruz roja es el estandarte.
Hace unos días cincuenta familias francesas esperaban ansiosas el momento para entregar sus arrestos de misericordia en el aeropuerto de Rems-Vatry al noreste de París. Un paquete de más de cien niños africanos, enfermos y huérfanos provenientes del conflicto en Darfur, llegarían en el arca de una ONG conformada por misioneros modernos. Los niños estaban vestidos con camisetas del Barcelona español: el número de Samuel Eto`o en la espalada y las letras de la UNICEF en el pecho. Pero el arca debió quedarse en el aeropuerto de Abéché donde los misioneros fueron acusados de piratas. Muy pocos de los niños resultaron ser huérfanos, no estaban enfermos y no venían de Sudán sino de Chad. La legislación de ambos países prohíbe la adopción. El presidente africano Idriss Deby grita indignado: “Los occidentales se están robando nuestros niños”.Y su ministro de turismo que estaba de turismo en España pone la estocada: “Mi pueblo está realmente indignado. Los occidentales han sido los que supuestamente han venido a darnos clases de derecho, los que nos enseñaron los derechos humanos. Y ahora vienen a nuestro país a violar esos derechos humanos… La gente cree que en África está todo permitido y no es así.”
Parece que los nuevos samaritanos, “los emisarios de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe cuántas cosas más”, pueden ser tan peligrosos como el prototipo de los comerciantes de marfil. Los ángeles europeos pueden merecer dormir al raso en las cárceles centro africanas y ser condenados a veinte años de trabajos forzados. Para encarnar un paradigma del imperialista en desgracia. “Es un caso perfecto, intachable: engreídos blancos robando niños negros. Pero sirve sobre todo para dejar claro a los franceses que ya no pueden considerar a Chad como su finca particular”, dice uno de los diplomáticos occidentales en el vecino Sudán. Ahora las mujeres de Chad marchan contra los franceses y los periodistas occidentales son recibidos a piedra y palo. Los mil soldados franceses en Chad duermen con los ojos abiertos. Alguien se encarga de recordar la vieja incertidumbre de W.H. Auden: “Un extraño y pícaro mañana se despide en alguna parte. Poniendo a prueba a los hombres de Europa, y nadie sabe a quién tocará el oprobio, a quién la riqueza, a quién la muerte”.