viernes, 25 de abril de 2008
Un día esquivo
El 23 de abril debe sufrir cada año el rigor de los desmentidos y la confusión de los calendarios que perdieron el hilo. El almanaque intenta encerrar a los genios en la fecha bendecida, marcar sus cunas o sus lápidas con el día señalado para que los escolares se espabilen con la coincidencia y los libreros invoquen su santoral. Pero el dios de las casualidades literarias resultó desordenado y mezquino. Cervantes y Shakespeare murieron separados por 12 días según dicen los expertos en el ábaco de la Historia. El primero un lunes 22 de abril y no el 23 famoso que fue apenas el día de su entierro vestido con el hábito de San Francisco; y el segundo el 3 de mayo según las cuentas a que obliga el salto de un calendario a otro. Una placa en la catedral de Córdoba dice que el Inca Garcilaso fue el único que cumplió la cita del 23 de abril de 1616.
Dejando de lado ese eterno entuerto de huesos decidí celebrar el día del idioma con un nacimiento más reciente. Todos los diccionarios coincidían en señalar el 23 de abril de 1899 como día del natalicio de Vladimir Nabokov. El regreso de esa fecha serviría para que su órbita estuviera más cercana y se pudieran apreciar mejor algunos recuerdos de su infancia rusa, algunos cráteres y valles solitarios de sus días felices en la casa solariega de Vyra, cerca de San Petersburgo. Pero de nuevo el 23 resultó esquivo. Muy pronto, en el prólogo de su biografía Habla, memoria, se revela otra errata de calendarios: “Según el calendario Juliano nací el 10 de abril, al amanecer, en el último año del siglo pasado, y ese día era (si hubiera podido colarme inmediatamente por la frontera) el 22 de abril en, por ejemplo, Alemania; pero debido a que mis aniversarios fueron celebrados, con menguante pompa, en el siglo XX, todo el mundo, yo incluido, al ser desplazado por la revolución y la expatriación del calendario Juliano al Gregoriano, se acostumbró a sumar 13 días, en lugar de 12, al 10 de abril.” Me rehusé, por ingratos recuerdos de oficios escolares, a recurrir a Manuel Mejía Vallejo, y decidí persistir en la observación de la temprana infancia de Nabokov, sin importar que hubiera perdido el momento justo de su paso por nuestro actual 23.
Es necesario comenzar con las primeras letras. Pasados seis años de preceptoras inglesas ni el pequeño Vladimir ni su hermano habían aprendido a leer y escribir en ruso. Los primeros dictados se hacían en inglés y los niños creían que el idioma que se hablaba en la casa era un dialecto no apto para el papel. Cuando su padre notó semejante laguna patriótica hizo que el maestro del pueblo fuera por las tardes a la casa Nabokov a convencer a sus hijos de que el ruso era una lengua y no una jerga: “El primer día que vino trajo una caja de cubos increíblemente atractivos, con una letra diferente pintada en cada uno de sus lados; él los manipulaba como si fueran las cosas más valiosas del mundo, que es lo que, si vamos a eso, eran (aparte de que permitían hacer maravillosos túneles para los trenes).” Nabokov tenía en su cabeza una pasajera genialidad matemática que hinchaba su cerebro con esferas y números gigantescos, y sin embargo esa pesadilla no lo llevaba a descuidar sus juegos con las letras. Tal vez contagiado por su temprana pasión por las mariposas, por encontrar formas y colores distintos en sus excursiones con la red, decidió buscar un color para cada letra, como si la pegara con un chinche en su caja alcanforada: “En el grupo verde están la f, hoja de aliso; la p, manzana sin madurar; y la t, color pistacho. Para la w no tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente combinado con violeta. Los amarillos abarcan diversas es y diversas íes, la cremosa d, la oro brillante y y la u, cuyo valor alfabético sólo puedo expresar diciendo que es latón de brillo oliváceo”.
Nabokov recuerda las bicicletas, el fútbol, la cueva de su primera habitación, los paseos en busca de setas y mariposas, lo partidos de tenis, los perros emparentados con los de Anton Chejov, todo en un tono que recuerda al pequeño Marcel Proust; pero los juegos de conversación terminan por definir el ambiente de su casa, el habla común se impone como el más divertido de los juegos: “Nuestras relaciones estaban caracterizadas por ese habitual intercambio de tonterías caseras, palabras cómicamente mutiladas, intentos de imitación de supuestas entonaciones, y todas esas bromas particulares que forman el código secreto de las familias felices”.
Un pequeño pie de foto para las tres que acompañan esta entrada. La primera es del río Oredezh que bañaba con sus vueltas ambos costados de la casa de los Nabokov en Vyra, a 65 kolómetros de San Petersburgo. La segunda es el bosque que ha crecido encima del sotano de piedra sobre el que se levantaba la casa de los Nabokov, destruida al final de la primera guerra. Y la última es una foto de familia tomada en 1908.
ResponderEliminarPobre del escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar.
ResponderEliminarPronto se dara cuentade que uno se vuelve normal impunemente.
Ya se viene 60 Minutes, muy atentos con las declaraciones de mancuso, sera en la segunda semana de mayo, como dice pascual, la ultima palabra la tendran los paramilitares
ResponderEliminarPD: como siempre.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo sé que tienen estos paisajes rusos pues esta tierra es (o era) cuna de increibles novelistas (Nabokov, es además uno de los mas grandes prosistas en lengua inglesa). A propósito, que opinan de la polémica con la publicación o no de su obra póstuma?
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