martes, 28 de abril de 2009
Esto es una pipa
Una pipa para fumar bazuco es quizá el objeto más infame dentro del gran escaparate que conforman las ciudades. Un trasto roído, hecho con basura, destinado al más innoble de los vicios, empuñado por las manos más amenazantes. Un armazón tosco e infantil, un ingenio insignificante para ser el mito de tantas pesadillas.
El hecho de ser la principal artesanía en los reinos primitivos que se instalan en algunas calles de las ciudades, le ha otorgado un lugar en el inventario de decomisos policíacos. La boquilla y la cazoleta por separado no son más que restos inservibles: bolígrafos rotos, candelas, jeringas, tapas de gaseosa, tubos de PVC, cauchos, pedazos de juguetes. Pero una vez se unen las dos piezas es momento para la página de orden público: “El Cuerpo Especial Antiterrorista de Bogotá logró la incautación de 115 armas blancas, 1.545 gramos de marihuana, 14 gramos de bazuco, 48 gramos de base de coca, 244 pastillas de Rivotril y 17 pipas de fabricación artesanal.”
Sin ser bazuquero ni policía, a Camilo Restrepo, un fotógrafo y artista de Medellín, le dio por perseguir las pipas de bazuco como si se tratara de piezas arqueológicas o genialidades del diseño del embale. La dificultad para llegar hasta las pipas usadas demostró que lo deleznable también pude ser esquivo, que el caucho quemado en la oscuridad de las ollas no se consigue fácilmente, que se necesitan contactos e intermediarios para llegar hasta las joyas que los adictos van personalizando mediante el abuso. Durante un año recolectó pipas en los sectores de Barrio Triste, La Paz y El Paseo del Río en Medellín. Al comienzo lo llenaron de pipas sin estrenar, todas iguales, como si estuviera contratando una maquila. Luego creyeron que buscaba rarezas y le llevaron pipas estrambóticas, adornadas con hebillas de Hello Kitty, disfrazadas para la ocasión y con una pátina de ceniza recién puesta. Al final logró clasificar más de 120 ejemplares con su historia de humos y sus cicatrices. Eludiendo los asuntos morales la colección parece la reseña exhaustiva de una evolución industrial perturbada y miserable. O la colección de un entomólogo seguidor de círculos viciosos.
Hasta ahí el trabajo de campo. Después el fotógrafo escogió sus especímenes más representativos y los documentó siguiendo la estética de los catálogos de las elegantes pipas de brezo y de espuma de mar. La verdad es que las pipas de bazuco no desmerecen. En las grandes fotografías sobre fondo negro lucen las vueltas del caucho que sostiene la corona de papel aluminio, los nudos de bolsas negras que intentan atrapar todo el humo, el detalle de esos “insectos” que hay que buscar debajo de la normalidad de nuestras ciudades. A manera de pie de foto, el coleccionista anotó el sitio donde se produjo el hallazgo. Las pipas de bazuco abandonaron la mesa de la inspección de policía para merecer la urna del museo.
Hace más de ochenta años Rene Magritte nos puso la imagen del paradigma de una pipa acompañada de un texto que la desmentía: Ceci n´est pas une pipe. Al contrario, las pipas de Camilo Restrepo en LA galería, en Bogotá, necesitan un rótulo que aclare su función y su naturaleza: Esto es una pipa, dice el título, y todavía nos acercamos un poco para cerciorarnos.
miércoles, 22 de abril de 2009
Capos del montón
Los capos del narcotráfico siguen usando los mismos relojes, las mismas camionetas y el caro favor de las mismas mujeres. Siguen inspirando el mismo miedo y por el secreto de sus cambuches se pagan los mismos millones de dólares. Pero han perdido el valor de íconos de la extravagancia y las grandes virtudes de escapistas que los llevaron hasta las puertas del encantamiento.
Debemos reconocerle un triunfo a la larga cruzada contra las drogas. Un triunfo simbólico, claro, pero es lo único para mostrar. Los mafiosos de talla mayor se han convertido en figuras deleznables: oficinistas de tercera según la chapa acuñada por una nueva generación crecida en Envigado. Capos que son simples mayordomos con algunos años de experiencia en el negocio. Las grandes fiestas, las estrategias para asegurar la lealtad, la audacia de las coronadas son ahora secretos de la cuadrilla de turno. Pasamos de la mítica avioneta sobre el portón de Nápoles a los anónimos semisumergibles. Hasta la Fiscalía tiene problemas para completar la hoja de vida de los más buscados. Para lograr la detención preventiva de alias Douglas, uno de los duros de la Oficina de Envigado según los volantes de la policía, la fiscal de turno necesitó nueve horas de lucha e imaginación. Parece que ahora es más fácil capturarlos que condenarlos.
Se ha pasado de los peces gordos a un discreto cardumen de pirañas, de la aristocracia a la clase media, del Don al Lavaperros beneficiado por la movilidad social. Y la policía y el gobierno tienen más láminas para intentar llenar el infinito álbum de capturas. Es la revolución de nuestro narcotráfico: poco cacique y mucho Indio.
Hace 20 años largos los periódicos del mundo se preguntaban por qué la captura de Carlos Lehder no movía la estable bolsa del narcotráfico: “El hecho no ha perturbado para nada el negocio de la droga, no ha subido ni bajado el precio de la cocaína, no ha subido ni bajado el valor del dólar en el mercado negro”, decía El País de España. Los hombres pasan y quedan las “instituciones”.
Ahora nos quieren demostrar que un aleteo en Necoclí puede causar una marea en las discotecas de Nueva York. Tal vez lo único que no ha cambiado es la rentabilidad política de las capturas. Los mafiosos esposados o despanzurrados siguen siendo una imagen vendedora. Así no los conozcan sino en la DIJIN. Luego de la captura de “Don Mario” el Presidente Uribe dijo sentir un gran alivio en su corazón grande y una renovada “esperanza de que Colombia, en un tiempo no muy lejano, se va a librar de toda la delincuencia”. Su ministro de defensa, candidato más audaz, se atrevió a decir que el supuesto aumento del precio de la coca en Estados Unidos estaba relacionado con su juego de organigramas.
La respuesta para el optimismo desmesurado puede venir desde el Washington. Hace unos meses se habló del mismo aumento en el precio y las palabras de John Walsh, director de la oficina para asuntos latinoamericanos en esa capital, fueron sencillas: “Los precios suelen fluctuar dependiendo de la demanda y la oferta. No necesariamente se puede decir que cuando sube el precio se está triunfando”. Los analistas hablan de la necesaria venta de confianza para que el congreso apruebe un paquete de ayudas a México en su lucha antidrogas. Es necesario no desanimarlos con la lectura de periódicos viejos. Al final de su mandato Vicente Fox dijo con orgullo: “El gobierno federal ha golpeado con decisión a cárteles y bandas de narcotraficantes. Han caído 40 grandes capos de la droga.” Es seguro que Felipe Calderón duplicará la cifra durante sus seis años de batalla. Poco a poco lograran la democratización del negocio. Conquista social de nuestra lucha contra las drogas.
lunes, 20 de abril de 2009
Postal del Atanasio
Las gafas de El Ciego son solo una especie de máscara para tapar sus ojos hundidos, velados poco a poco por las cataratas. Los culos de botella intentan demostrar que todavía cruza alguna sombra por delante de su refrigerador en los alrededores de la Marte 1. No es sano exhibir la ceguera absoluta en medio del revoloteo de gorriones de sacol y otras aves mayores en la rapiña del rebusque. Así que Justino debe seguir alardeando de su reino de tuerto. Aunque a simple vista no reconozca un Águila de una Pilsen ni el perfil de Gaitán del de Santander. Su viejo trabajo de arenero en La Iguaná no deja muchas posibilidades para que el tacto reemplace las mentiras de los ojos.
Justino lleva 30 años en las afueras del estadio. Antes fue la pala en las orillas de la quebrada, luego la fiesta en una tienda bailable en La Iguaná y más tarde una excursión de rebusque a Venezuela. De sus tiempos de tendero le quedó su experiencia y su pinta de juez de boxeo, experto en separar peleas de borrachos, y su oído de salsero. A finales de los setenta volvió a Medellín y siguió el ejemplo de muchos de sus vecinos: una caneca con hielo y cerveza camino al Atanasio y a rezar para que la chispa pegue duro.
Justino es el más serio de todos sus compañeros de plante. No vende trompa de marrano a punta de trovas, no tiene las sobrinas champeteras de sus vecinas de barrio y de puesto, no se dedica a feriar guaro con la voz y los chistes de la Nena Jiménez como la experta cantinera de la esquina. El hombre se para frente al refrigerador, sin espabilar, con un puchero eterno, y cada cinco minutos suelta su sencillo grito cervecero. Por costumbre.
La estampa clásica del hombre con delantal que mira el desfile de hinchas mientras ofrece sus mesas de lata desaparece al momento de pedir una cerveza. Entra en acción la más inquietante de las parejas del vecindario. El volumen de Latinastereo ayuda a la sordera de El Ciego. Sin mover la cabeza el hombre intuye el pedido y se clava en el refrigerador. Saca una cerveza al azar y con un gruñido pregunta por la identidad de la botella. Entonces aparece su hombre de confianza, lo saca de la duda con otro grito y le recibe el pedido para complacer a los clientes. Se confirma que El Ciego no ha podido darle un vistazo a su ayudante. Intentaré un retrato hablado: garras largas y encorvadas que reventarían cualquier cortaúñas taiwanés, chaqueta de cuero robada el fin de semana anterior, seriedad autista combinada con sonrisa de dientes montados sobre los dientes torcidos y un motilado a mordiscos propio de alguna inspección. Cuando no hay trabajo de identificación de botellas o billetes la pareja se desintegra. El lazarillo se sienta atrás de su jefe y solo queda el tambor de Latina. Un día me dio por preguntarle a Justino por la relación con su ayudante. Comencé por una pregunta sencilla:
-Cómo se llama el hombre que te ayuda.
- Qué.
-Cómo se llama el hombre que te ayuda aquí.
- Eyy, qué cómo se llama usted.
-Néstor.
Así de extraña es la confianza. No lo ve, no sabe cómo se llama y le entrega el manejo de su caja mayor, la nevera de Pilsen, y de su caja menor, el bolsillo izquierdo. Luego de tres paradas donde el ciego entendí que Néstor no es un lazarillo entrenado sino un perro de aviso, una advertencia.
martes, 14 de abril de 2009
Un proceso
Los ritos que soportan al Estado suelen ser decepcionantes, la majestad que impone la teoría casi nunca se acomoda a la rudimentaria puesta en escena. Así que ahí van los abogados, las secretarias, las víctimas, los curiosos, los reos y los mensajeros de las cafeterías en el mismo ascensor, con afanes distintos, concentrados en el tablero que indica los pisos. Parece imposible reconocer el desorden de remordimientos y venganzas entre los pasajeros de ese corto viaje.
Una llamada sorpresiva me entregó el tiquete para el vagón que me llevó hasta el piso 23 del edificio de los juzgados en el centro de Medellín. La hermana de una de las supuestas víctimas de los falsos positivos me invitaba a la audiencia preparatoria en la que iba a ver por primera vez, cara a cara, a los nueve militares acusados de matar a su hermano Diego Alfonso Ortiz en junio de 2005. Un vendedor de bolsas de basura y varas de incienso que según la versión de los militares detenidos murió en combates en las cuchillas del barrio La Sierra. La fiscal, que según uno de los abogados defensores atiza un hierro contra los militares, está convencida de que se trató de un homicidio.
La asistente del juez lee el expediente como si fuera un salmo interminable, sin énfasis, sin prisa, con un tono monocorde que adormece a las barras. Los protagonistas de la audiencia están encerrados en un salón estrecho con una larga ventana lateral que da al pasillo de entrada a los ascensores. Las novias y las hermanas de los soldados, arregladas como si estuvieran en una ceremonia de ascenso, se apoyan sobre el muro que mira el salón del juzgado y consuelan a sus hombres con los ojos. Les escriben notas con corazones, les entregan chicles para apaciguar el tedio. El aire de alumnos aburridos de la escuadra militar me recordó a los protagonistas de la famosa A sangre fría de Truman Capote: “…tanto Smith como Hickock afectaron en la audiencia una actitud a la vez indiferente y falta de interés: mascaban chicle y golpeaban a la vez el suelo, con lánguida impaciencia.”
En el otro extremo de la ventana está la familia de Diego Alfonso Ortiz. Se arrullan con los argumentos del juez para negar algunas pruebas mientras intentan descifrar a los hombres de camuflado: buscan sus apellidos en el uniforme, miran sus manos, se concentran en un águila tatuada en el dorso de la mano de uno de ellos, en una cicatriz en el cuello, en los ojos que retan o huyen. “Aquel más joven parece mirar con desconfianza a sus compañeros, el otro del extremo parece querer decir algo, habrá entre ellos algunos inocentes…”, las conjeturas de la familia ante los supuestos verdugos se multiplican. No pueden creer que esos hombres caminen tranquilos por los pasillos del edificio, que solo tengan un custodio, que levanten sus celulares para tomar fotos de la concurrencia con un gesto desafiante y sereno.
El tono formal de los defensores, de la fiscal y del delegado de la procuraduría hizo juego durante siete horas a la voz plana de la asistente del juzgado. El juez nunca hizo alardes para adornar su figura, fue un árbitro tranquilo y firme, un funcionario. No parecía que se jugara el destino de nueve hombres y que la muerte rondara esa retahíla de plazos y vicios de procedimiento. Al final la humildad del rito terminó por convencerme. Esa larga y deslucida escena puede ser una prueba de que todavía hay esperanzas para los retos que impone la crueldad y el desprecio, para la desconfianza y las preguntas que dejan algunos muertos. A mediados de mayo volveré para la audiencia de juzgamiento.
miércoles, 8 de abril de 2009
El sobrino preferido
La tía Zeituni intentó poner orden a la maraña de obligaciones familiares que aparecieron durante el primer viaje de Barack Obama a Kenia. Los tribunales todavía no resolvían la división de la herencia del viejo Barack entre sus tres esposas, sus siete hijos, su hermana mayor y los celos de clanes y hermanos medios. El visitante de 27 años parecía uno más de los tesoros en disputa. Lo halagaban y lo censuraban por el orden de sus encuentros, le entregaban secretos dudosos a cambio de lealtad, le mostraban la senda de las obligaciones primitivas. Obama iba de la mano de su hermana Auma en medio del difícil safari: “…no teníamos más remedio que rendirnos a las numerosas invitaciones de nuestros tíos, sobrinos, primos, primos segundos, que reclamaban nuestra presencia a comer con ellos sin que importara la hora o cuántas otras cenas habíamos atendido antes, si no queríamos ofenderlos.” Entonces, la tía soltó su corta sentencia buscando poner algunos límites: “Si todo el mundo es familia, entonces nadie es familia.”
Obama repetiría la frase en medio de la confusión de historias y saludos durante sus dos semanas en Nairobi. Su padre había convertido su familia en una tribu inexplicable, acogiendo como hijos a los hijos “dudosos” de sus ex-esposas, olvidando a medias a sus hijos ciertos, protegiendo a medias a los hermanos de su madre de crianza, velando a medias por los hijos de sus medios hermanos: una paradoja de generosidad y desidia. La frase de la tía Zeituni era un comienzo pero no daba claves suficientes sobre sus obligaciones con la parentela, Obama intentaba ordenar círculos familiares de primer y segundo grado y se dolía de las pocas respuestas: “era eso lo que me hacía sentir intranquilo, que nadie aquí pudiera decirme lo que mis lazos de sangre exigían o cómo esas exigencias se podían reconciliar con alguna idea aún más profunda de la relación humana”.
La Tía Zeituni recibió a Barack en el aeropuerto de Nairobi. Una señora alta de piel morena que sonreía con aire maternal. “Bienvenido a casa -dijo Zeituni y me besó en ambas mejillas”. Era una de las mujeres afortunadas del clan Obama. Trabajaba como programadora en una fábrica de cerveza, una mujer orgullosa y alegre que alardeaba de sus dotes de bailarina: “Déjame decirte algo, Barry: si en algún sitio se baila, entonces he estado allí. Pregunta a los que están aquí quién es la campeona de las bailarinas. ¿Y quieres saber quién fue siempre mi pareja ideal? Tu padre.” Parece que Obama la ubicó en el círculo más cercano de sus obligaciones y sus afectos durante esos quince días de torbellinos familiares: “Si Jane o Zeituni enfermasen, si sus empresas cerraran o las despidieran, no percibirían ningún tipo de prestación social. Sólo tenían a la familia y los parientes cercanos. Ahora, me dije a mi mismo, yo era parte de la familia. Tenía responsabilidades.”
Un juez de inmigración en Estados Unidos ha decidido postergar la deportación de la tía Zeituni hasta que se decida de nuevo sobre su petición de asilo político. La antigua bailarina ahora luce bastón. Durante cinco años vivió en una casa sostenida con auxilios públicos en Boston. La fascinante historia familiar de Obama ha dejado ver una de sus encrucijadas. ¿La misma desidia del padre? ¿La misma generosidad? Cualquier opción condena al Presidente. Ahora entiendo la definición de sí mismo que encontró Obama durante su primer vuelo rumbo a Kenia: “un occidental que no se encontraba del todo en casa en Occidente, un africano de camino a una tierra llena de desconocidos”.
sábado, 4 de abril de 2009
Los encantos de Bill V
El amor de un príncipe azul viene siempre en dosis moderadas. El ardor se cambia por la sencilla presencia, a cambio de la pasión se reciben las palabras corteses y no se exige fidelidad sino consideración. Bill Clinton se ha convertido en un novio soñado para Colombia, una promesa para abandonar a nuestro cónyuge plebeyo que amenaza con acompañarnos por más de una década. Y entendemos la conferencia o el homenaje de cada 2 años como una muestra de amor correspondido.
Su relación con nuestro país no comenzó con los 3.000 millones de dólares del Plan Colombia y el abrazo paternal con Andrés Pastrana en agosto del 2000 en Cartagena. Clinton llegó por vías más poéticas. García Márquez fue su primer admirador, y en este país de calentanos fáciles de deslumbrar no está nada mal comenzar por el más ilustre: “Lo primero que llama la atención de William Jefferson Clinton es su estatura. Lo segundo es un poder de seducción que infunde desde el primer saludo una confianza de viejo conocido. Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso que sea, siempre que se le sepa plantear. Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice.”
Y si Clinton convenció a García Márquez, sin importar que su atención fuera un engaño o un prodigio, qué podrá decirse de los súbditos corrientes de un país con remordimientos. Es el preferido de las palenqueras y el sueño de las ejecutivas cosmopolitas, inspira a los cocheros de Cartagena y dicta cátedra en los auditorios de postín, hace suspirar a las Ministras de relaciones exteriores y a los concejales de María la baja. Y logra que los niños vallenatos se codeen con U2 e intenta mejorar los indicadores africanos del Chocó. Además le recibe las llamadas a Shakira y habla de la huerta de cebolla junca con las mamás de los niños barranquilleros del colegio soñado en el barrio La Playa. Si así hubiesen sido los virreyes no nos habríamos metido en guerras de independencia. Sería un encantador Bill V. Adornado por un corazón blando luego de 4 by pass y un aire desvalido por sus alergias de hombre del norte.
María Emma Mejía que lo conoció siendo Canciller de un Presidente sin visa americana, dice que el saludo protocolario y el almuerzo en una mesa con 160 invitados fueron suficientes para reconocer un carisma extraño: “cautiva con su palabra, con su estatura, con su presencia”. Le dirán a la Ex-Ministra que un funcionario colombiano queda prendado de cualquier superintendente gringo. Pero Cheire Blair, la esposa de Tony Blair, puede salir en su defensa: “es un hombre con un carisma tremendo, capaz de hipnotizar a cualquier persona que tenga delante y darle la impresión de que está totalmente interesado en ella y en lo que dice”. Una década después Maria Emma volvió a ver a Clinton en su papel de hombre dedicado al mundo de la filantropía y el Ex-Presidente demostró que la memoria es otro de sus atractivos. La saludó como si apenas hubiera pasado un mes luego del último encuentro.
En la reciente visita Maria Emma lo pudo ver en acción en el colegio Pies Descalzos, me dice que Clinton no sólo sabe entregar la mano con firmeza, mirar a los ojos y palmotear a los niños: “sabe elegir las preguntas adecuadas para cada interlocutor, estudia el entorno, se familiariza con el sitio que viene a visitar…Es cálido, demuestra un interés real por lo que ve. Uno quisiera abrazarlo pero solo los niños se atreven.” Me acuerdo con malicia de la desvalida becaria de la Casa Blanca. Le digo que de los encantos de Obama se dice más o menos lo mismo y Maria Emma me responde en defensa del Ex: “No le llega ni cerquita. Una cosa es ser elocuente con el telepronter y otra cosa es cautivar con la inteligencia”. Por televisión lo veo despedirse con una reverencia de las señoras que reciben su apoyo para una empresa de hierbas menores en el Chocó, creo que ha copiado algunas maneras delicadas del Dalai Lama. Es un rompe corazones consumado y multicultural.
Pero Colombia tiene competencia de sobra como pretendiente del tercer mundo. Clinton es un político promiscuo si la palabra se puede usar como un elogio para un hombre interesado en buscar auditorios en los cinco continentes. Su vida comenzó con los apuros que adornan las biografías. Dicen que William Jefferson fue un niño hiperactivo. Ensimismado, distraído, insolente por culpa de un extraño impulso individual que convierte a los niños en muñecos de cuerda con dos vueltas de más sobre su mecanismo. Es seguro que el trastorno no resultó incurable.
Poco a poco el pequeño hosco se transformó en un adolescente tentador, persuasivo según sus maestras e insinuante según sus compañeras. “Estuve en salones donde todas las chicas a las que saludaba quedaban con las mejillas encendidas, repentinamente conquistadas”, recuerda uno de sus escuderos en los años de colegio en Arkansas.
Era lógico entonces que un hombre con el aura de los grandes ajedrecistas y la sonrisa de los galanes se dedicara a la desmesurada seducción de la política. Cuando a los 17 años estrechó la mano del presidente Kennedy sintió que recibía el testimonio en una carrera de relevos, era uno más de los tocados por el extraño Dios de la simpatía universal. La llamita de la hiperactividad lo alumbraba desde adentro y la prensa se dedicó a adornarlo con adjetivos: hechicero, cautivador, atrayente, magnético.
Y nadie podrá decir que Clinton fue simplemente la estrella de una coyuntura política con mayorías demócratas, un hombre que jugaba de local y sabía agitar a su público. Clinton tiene trofeos en todos los predios, incluso sus mayores enemigos políticos se han rendido a sus encantos y le han regalado guiños dudosos e inesperados. Fidel Castro dijo alguna vez en un discurso en la ciudad de Pinar del Río que admiraba su “sensibilidad y su sagacidad intelectual”; al comienzo pareció una vieja ironía pero todo se confirmó un tiempo después con un nervioso apretón de manos en la sede de la ONU en Nueva York. Los fotógrafos parpadearon y tuvimos que “ver” el saludo por medio de los comunicados oficiales de EE.UU y Cuba. Hacía 40 años los presidentes de la potencia del norte y la isla rebelde no se entregaban un saludo. Dicen que Castro no resistió la coincidencial cercanía en un pasillo y se lanzó a mirar de cerca y a envidiar de buena gana los encantos que él mismo detentó en los viejos tiempos.
También George W. Bush le prodigó un elogio durante la inauguración de su biblioteca personal en Little Rock, un piropo tonto como es lógico. Bush logró olvidar que Clinton ha dicho que su único enemigo es la derecha fundamentalista y alabó el “increíble poder de persuasión” de su antecesor. Para terminar soltó la agudeza del día: “Si Clinton hubiera sido el Titanic, el iceberg se hubiera hundido.”
Pero los verdaderos triunfos del hijo ilustre de Hope, un pequeño pueblo de Arkansas con un nombre perfecto para las campañas políticas, son al aire libre, de cara a las multitudes, en el cuerpo a cuerpo de jovialidad que impone el proselitismo de todos los tiempos. “Más que un presidente, parece el alcalde de todos y cada uno de los pueblos que pisa. O el director del instituto, haciendo méritos para su reelección. O el jefe de policía o de bomberos, si es necesario. Clinton es un minimalista de la gran política”, dice un periodista infiltrado por años en sus correrías.
No hay ciudad que se resista. En Berlín, una de las primeras capitales donde lanzó su libro My Life, los lectores hicieron filas eternas en busca de un autógrafo, una foto y la obligatoria imposición de manos. “El libro será para más tarde, por ahora solo quiero tocar su mano”, dijo una de las mujeres que rodeaba el edificio de la librería.
En su segunda visita a Hanoi, ya como ex-presidente, una larga estela de motos siguió su comitiva como abejas atraídas por la reina de la colmena. Los diarios vietnamitas se llenaron de anécdotas con desmayos y arrebatos adolescentes: “Te amo, gritó un joven intentando buscar su atención tras el tesoro de una firma”. En Ghana su visita tuvo el ambiente de las multitudinarias misas campales. Fue el primer presidente gringo en visitar al África negra. La ciudad de Accra estaba empapelada con sus afiches, su nombre invadió las canciones populares en la radio local, las mujeres lucían faldas anchas con la cara de Clinton enmarcado por un arco iris. Pocos días después de su partida llegó la lluvia luego de una larga sequía: las plegarias y el santo habían cumplido.
Tal vez solo Juan Pablo II despertó iguales fervores entre los recientes profetas. Pero Clinton tiene los encantos del pecador, del marido que logra ser delicado hasta en la infidelidad. En sus memorias el propio Clinton reconoció al Papa Wojtyla como un difícil competidor en la tarea de provocar dóciles mareas humanas: “me dio una lección de política con una soberbia entrada teatral en una catedral estadounidense, rodeado de monjas que gritaban como adolescentes en un concierto de rock. Meneé la cabeza y comenté: ‘Me horrorizaría tener que presentarme a unas elecciones contra él’”.
Luego de su presidencia, comandando una fundación que lucha contra el Sida, la desigualdad y el calentamiento global mientras los millonarios del mundo luchan por entregarle algunos millones de dólares, Clinton se ha convertido en una especie de misionero universal, una versión de la madre Teresa de Calcuta con la plata de Bill Gates, el coeficiente intelectual de Stephen Hawking y el encanto cinematográfico de Tom Cruise.
Algunos dirán que 5 visitas a nuestro país no son suficientes para que los taxistas de Cartagena lo postulen a gritos para presidente de Colombia, ni para que le regalen hamacas de San Jacinto y lo inunden de sombreros y le amarren las manos con manillas tricolores cada que llega. Pero hay que reconocer que Clinton ha hecho sacrificios por Colombia: hace poco recibió en Nueva York el premio Colombia es Pasión, un galardón hecho a la medida de cantantes y toreros, y dijo que aceptaba el puesto de Ministro de Turismo en el gabinete de Álvaro Uribe. No cualquiera acepta ser colega de Andrés Uriel.
Pero Clinton es hombre humilde y sus palabras lo confirman: “rara vez voy a un país donde el presidente es más popular que yo, pero vine a Colombia precisamente porque el presidente es más popular y eso demuestra que la gente cree en el futuro y no se lamente del pasado”. En Cartagena han comenzado a cambiar los índices de popularidad. Clinton barre a Uribe en el Nelson Mandela. Es lógico, tiene sus oficinas en Harlem y Tony Morrison, la premio Nobel de literatura, dijo alguna vez que fue el primer presidente negro de Estados Unidos. Además, toca el saxofón mientras el nuestro ni siquiera rasga un tiple. Y no aplaza los gusticos ni el mismísimo salón de crisis.