martes, 26 de enero de 2010
República de pesadilla
Desde las hazañas de su temprana independencia Haití ha sido un extraño esperpento, un jeroglífico que comenzó a construirse de la mano de un esclavo con ínfulas de emperador: las ruinas de sus seis castillos, sus ocho palacios y su fortaleza adornaban las postales para los turistas en la primera mitad del siglo XX. Y la nobleza haitiana, que era una especie de comedia para la Europa del siglo XIX, terminó con una tragedia de suicidios y linchamientos en la isla.
Las fiebres del tifus y el paludismo traerían la figura de un nuevo monarca. François Duvalier consolaba los enfermos, cuidaba sus miserias con el hábito de San Lázaro y clamaba contra los mestizos. Una vez en el poder cambió su traje de médico santo por la levita y el sombrero del Barón Samedi, dios de la muerte en el santoral Vudú. Las gafas oscuras que tapaban los ojos de su milicia personal parecían cubrir un poder sobrehumano.
Los Comediantes, una novela de Graham Greene ambientada en la Haití de los años sesenta, cuando Duvalier ya había sido excomulgado y de la ayuda gringa solo quedaban los letreros de Coca-Cola, dos cádillacs destartalados y algunas Seven Up en los burdeles, puede servir para desmentir a los moralistas que intentan culpar a un mundo malo que ha pervertido a un enclave heroico. Y no estaría mal como cartilla burlona para los arrebatos de buena voluntad basados en una mirada compasiva e idílica sobre la historia de Haití.
El libro comienza en la cubierta de un barco que navega rumbo a la “República de pesadilla”. Todos sus pasajeros excepto una pareja de ancianos estadounidenses conocen la isla y saben qué los espera a la llegada. Antes de tocar el puerto uno de los tripulantes tiene un terrible acceso de llanto. El matrimonio Smith mira con sorpresa a sus compañeros de viaje y busca una respuesta. Los pensamientos de Mr. Brown, hotelero por accidente en Haití que hace las veces de narrador, sirven como respuesta: “El lugar a donde nos dirigíamos era para todos nosotros un buen motivo de llanto”.
Las visiones sobre Haití del Señor Smith, ex candidato a la presidencia de EE.UU por un movimiento amigo del vegetarianismo, y de su esposa, una férrea defensora de los derechos de los negros en su país, son de un paternalismo que resiste todas las rudezas de la realidad: “Llegamos a una República negra con una historia, con un arte, con una literatura. Era como si enfrentáramos el futuro de todas las nuevas repúblicas africanas, con sus problemas de crecimiento resueltos. Desde luego, queda mucho por hacer todavía en este lugar”.
Pero el Señor Smith debe ir enfrentando los días. Un compañero de excursión golpeado por la policía, el cadáver del ministro al que le iba entregar una carta de recomendación robado por la guardia del Presidente, el robo de sus cordones luego de una salida a la oficina de correos, la mano de un policía de gafas oscuras en la cara de su esposa, los ofrecimientos torcidos de un ministro para levantar su centro de vegetarianismo, el polvo y la desolación en Duvallierville, la respuesta haitiana a la grandeza de Brasilia.
Mr. Brown, su anfitrión en el Trianon (una referencia al famoso Hotel Oloffson en Puerto Príncipe), intenta explicárselo: “Haití es un país muy bueno para los proyectos”. Hay muñones de obras empezadas por todas partes. Pero el Señor Smith es comprensivo y tenaz: “En Haití la historia tiene pocos siglos, y si hemos cometido errores, después de dos mil años, ¿cuánto más derecho tendrán estos pueblos para cometer errores similares y aprovechar la lección acaso mejor que nosotros?”.
Luego de ser recibido con solicitud y amabilidad en todas las oficinas públicas el señor Smith termina descorazonado. Mr. Brown lo remata con algo de sorna en un país donde el 99% de los habitantes no tienen cómo comprar carne: “Quizá es necesario que los haitianos primero sean carnívoros para luego ser vegetarianos”. La disolución definitiva viene luego de ver a los niños de las escuelas caminando para asistir a la ejecución de dos traidores en el cementerio. Su hospedero lo trata con delicada firmeza:
“- Siento que lo del proyecto no haya resultado. Pero era una idea imposible, Señor Smith.
-Ahora comprendo. Debemos parecerle unos personajes muy cómicos, Señor Brown.”
Al final, rumbo al aeropuerto, el buen candidato gasta la última de sus opciones. Se baja del carro en el centro de la ciudad y comienza a tirar sus dólares y sus gourds en una escena desesperada. Los mendigos se retuercen y se golpean, la policía entra a bastonazos, los tenderos miran aterrados. El hombre se sube al carro y concluye: “Bueno querida, supongo que ese dinero está mejor empleado que en el proyecto del centro…”
martes, 19 de enero de 2010
La seguridad y la policía
Siempre le he temido a las propuestas de reforma formuladas por los jefes de policía. Incluso más que a los policías mismos. La regla general es que sus proyectos surjan de un sentimiento de impotencia frente a los criminales e intenten imponer a todos los ciudadanos un trámite o un horario de subestación. La lógica es simple: “Si no los podemos capturar, los obligaremos a firmar un formulario”. En Medellín, el Coronel Luis Eduardo Martínez, acaba de proponer que los inquilinos o dueños que recién lleguen a algunos barrios de la ciudad estén obligados a registrar sus datos ante la inspección de policía más cercana: estado civil, actividad profesional, lugar de trabajo… Según el Comandante es hora de acabar con esa “vagabundería de arrendar apartamentos y casas sin control, sin saber para qué se van a usar”. La idea del jefe policial es acabar con las guaridas de mármol de los mágicos y sus secuaces en los barrios estrato seis. Los porteros de los edificios deben estar temblando ante la posibilidad de perder el puesto a manos de agentes de la Sijín.
Está bien que el Coronel no sea un experto constitucionalista. Pero pretender que el arriendo o la compra de un apartamento requiera una especie de comparecencia policial y una posterior verificación de datos bajo amenaza de ser expulsado del vecindario, es una idea digna del presidente paranoico de la Junta de Copropietarios. Además de inútil para frenar la violencia o producir capturas. No parece fácil que los pillos se entreguen ante la tentación de vivir en la urbanización Bosques de Viena en las laderas de El Poblado. El juego de siempre hará que el apartamento lo compre un reconocido empresario y lo habite su quebrador de confianza. La norma serviría simplemente para que los salones comunales de algunos edificios tuvieran un ambiente menos sórdido. Pero la pifia no es solo del Coronel. A Federico Gutiérrez, ex presidente del Concejo, la idea le pareció muy interesante. Hay mucha gente cansada de encontrarse en el ascensor con los personajes del Capo y las Muñecas de la mafia.
Pero lo inquietante de la propuesta es que supone que Medellín necesita medidas como las que se intentaron imponer en las llamadas Zonas de Rehabilitación y Consolidación al comienzo del gobierno Uribe. Mediante un decreto de Estado de Excepción el Presidente recién posesionado le dio facultades al Comandante Militar de las zonas “para recoger, verificar, conservar y clasificar la información acerca del lugar de residencia y de la ocupación habitual de los residentes y de las personas que transiten o ingresen a la misma”. En su momento la Corte Constitucional dijo que se violaban garantías individuales, se ponía sobre el ciudadano una carga desproporcionada y se sobrepasaban las facultades del gobierno. Uribe insistió en el 2003 mediante una reforma constitucional y una Ley Estatutaria que proponía un empadronamiento obligatorio para todos los ciudadanos. La reforma se cayó por vicios de trámite en la Cámara y nos libramos de un “censo de población” manejado por la policía, el DAS y las direcciones de inteligencia de las fuerzas militares. No habría sido buena idea darles un formulario a los militares para que patrullaran, por decir algo, Soacha o Vistahermosa.
Lo otra conclusión, que no sorprende pero asusta un poco, es ver lo cerca que pueden estar el gran estadista, el irremplazable, el hombre providencial y su simple subalterno en una comandancia de policía. Lo que en boca de un Coronel no es más que un disparate luego de un día de muchos disparos, en boca del Presidente Uribe estuvo a punto de ser norma constitucional. No es tan claro que sea mejor la seguridad que la policía.
martes, 12 de enero de 2010
En la carretera
La inercia del acelerador, las delicias del aire acondicionado y la obsesión que genera la sencilla división entre reloj y odómetro, hacen que el turista-conductor solo piense en detenerse cuando se lo sugiere la tiranía de la vejiga. Para el hambre está el fiambre hecho en casa y para la sed el surtido de gaseosas y congelados que ofrece un ejército sudoroso en cada peaje.
Muchas veces me he prometido buscar al menos dos o tres historias que cruzan por el parabrisas y desaparecen para siempre. Por qué una bomba de gasolina se llama La Rusia en las ardientes sabanas del Magdalena Medio, cómo viven y cómo cazan los vendedores de osos perezosos en las orillas de Planeta Rica, cómo le dicen a la temporada de vacaciones las decenas de familias que montan cambuche al lado de la vía un poco más adelante de Yarumal y saludan a los carros agitando las manos en una coreografía tan improductiva como lamentable.
Hasta que una varada, un derrumbe o el milagro de la curiosidad logran detener el carro, subir las ventanillas, abrir la puerta y encontrar alguna respuesta en monosílabos a las preguntas que deja la carretera. Esta vez mi primera parada la provocó una fila de castilletes de barro y ladrillo en las afueras de Santa Marta. Los hornos de ladrillo artesanal parecen pequeñas fortalezas de los desiertos de Marruecos. Sus torres irregulares contra el cielo y sus pequeñas puertas sin puente levadizo que son las bocas de las chimeneas que lo harán arder. El ladrillero construye su castillo paso a paso, lo forra con una capa de barro y lo incendia sin ceremonias, con cascarilla de arroz y madera de segunda, para sacar su botín de 25 mil bloques cocidos. Al momento de arder, ojala en la noche, el pequeño castillo deja entrever el infierno de su interior: rojo de fuego y arcilla. Cuando el desastre calculado entrega sus últimos humos es tiempo de desbaratar la fortaleza. Se dejan apenas las ruinas de sus bases y se apilan los ladrillos con un orden que ahora es un simple arrume. En pocos días volverá a levantarse y volverá a caer. La suerte dirá si el turista-conductor coincide con el auge del fortín recién armado o debe ver solo sus ruinas. Antes de volver al carro luego de la visita guiada el ladrillero me soltó su nombre, digno del dueño de un castillo menos deleznable: Lucas Góngora.
Recoger algún lugareño también puede ser una interesante estrategia para conseguir más respuestas que las que nos dejan los letreros a lado y lado de la carretera. En una de las trochas de La Pintada, en Antioquia, decidí abrirle la puerta a un hombre que bajaba oculto bajo un bulto de guanábanas. Una especie de tortura teniendo en cuenta la piel de dragón que encubre la pulpa blanca de su cosecha. Su sembrado estaba lejos de su casa, en un pequeño lote cultivado en compañía, y su fardo apenas le daría 22.000 pesos en los puestos de mercado en Santa Bárbara. Fue lo único que logré sacarle al joven agricultor. Entregué el billete de 20.000 en el peaje con un agrio sabor en la boca, pensando que es apenas lógica la mudez que dejan las labores del campo.
Generalmente las bombas de gasolina no dejan mucho para recordar más allá de los olores del baño y alguna jaula de pericos. Sin embargo, una gasolinera desvencijada en las afueras de San Roque, Cesar, me entregó los ojos más admirables que pude encontrar en el periplo de fin de año. Era lógico que hubiera seis carros haciendo fila frente al único surtidor. Lo atendía una joven de 19 años con un sombrero ancho que le entregaba a su cara la única sombra del lugar. A cambio del usual perro mugroso de las bombas la acompañaba un gato que parecía su primo cercano. Fue la última tanqueada del camino.
martes, 5 de enero de 2010
Una pequeña historia local
Cuando una ciudad descubre un espacio inadvertido debajo de la capa de tejas grises de una galería de galpones industriales, cuando aparece lo que los urbanistas llaman un “nuevo desarrollo” y los urbanizadores “una nueva oportunidad”, es inevitable la llegada de una cuadrilla de presuntos dueños. Sus ínfulas y sus abusos son variados. Están los que disfrazados de administradores pretenden imponer las reglas que les gustan y les convienen, los que quieren un pequeño rincón para sus chasas o uno más grande para parquear el carro, los que buscan poner un cedazo para elegir a los visitantes, los que fungen de anfitriones siendo también invitados. Hasta el celador que estrena uniforme y butaco quiere que todo marche bajo su instinto y su celo.
De la ventaja que se les permita tomar a los presuntos dueños dependerá el ambiente del lugar que apenas se define. En Medellín, cerca del Barrio Colombia, alrededor de un viejo galpón industrial con aire de capilla, se está formando uno de esos nuevos espacios. Lo que primero fueron las playas del río y luego la sede de un horno de fundición hoy se llama con algo de pompa “Ciudad del río”. El Museo de Arte Moderno hace de centro de peregrinaje. A sus espaldas hay un parque para el alarde de los patinadores o la simple parsimonia del caminante. Como en muy pocos parques en la ciudad se puede ejercer Le Déjeuner sur l'herbe. Además está cerca de unas cantinas inmejorables con cerveza tan fría como la exigen los mecánicos. Las cantinas del Barrio Colombia son un buen refugio para quien no aguante la cortesía demasiado respingada y demasiado costosa del piqueteadero creole que sazona al pie del Museo. Y para tomarse un tinto sin mesero.
La zona tiene suspicaces y detractores por sus cercanías con el barco del mal que para muchos significa el edificio de Bancolombia custodiado por un Superman en la postura del pensador; y por el proyecto de vivienda que tiene vallas que dicen ciudad abierta y encierran las mismas torres de siempre custodiadas por la garita del portero. También el manejo del museo tiene para muchos un odioso sesgo elitista. No comparto del todo esa crítica. A un Museo de Arte Moderno lo ronda más una secta que una élite. Eso sí: aburre que la secta sea demasiado privada y quisquillosa, demasiado oficial y demasiado pulcra. Tal vez sean solo los gajes de la inauguración.
Pero voy a la anécdota que inspira esta columna y que puede servir para justificar unos prejuicios contra el entorno del nuevo MAMM:
Sábado 4 P.M. Un rondero de civil, con sus tenis nuevos, su chaqueta con capucha brillante y su loción pasa mirando más de la cuenta a dos parejas que se comen un sánduche detrás de la piscina de los patinadores. Uno de los comensales saluda por instinto esa mirada insistente debajo de la gorra. El hombre pasa, mira, sigue y vuelve. Comienza su interrogatorio contra el que osó levantar la cabeza:
-Vos estás metiendo vicio.
-¿cómo así, qué pasa? Me estoy comiendo un sánduche.
-No me contestés así que te meto un pepazo en la cabeza, -dice el amigable interlocutor mientras muestra el respaldo en la pretina, o sea un popo, un mazo, un fierro, un niño, un tote, un tales. Y remata su frase:
-Vos estás armao o qué… Levantate la camisa.
Se despide con firmeza y buenos modales.
-Es que me dijeron que había alguien por aquí metiendo vicio.
El reto es que estos presuntos dueños, los más cruentos que se pueda imaginar, no se apoderen de un nuevo parque en Medellín. Una tarea para administradores, curadores, chef, visitantes, artistas, patinadores y administración municipal. Ciudad alerta.