martes, 31 de mayo de 2011
Rosa y negro
A mitad de jornada, en algunas etapas planas, adormecidas por el instinto del pedaleo, las travesías de los ciclistas en las grandes carreras tienen el aire de las procesiones: el ritmo que marca la casaca reluciente del profeta del momento, su séquito de acólitos que le ponen la mano sobre la espalda, le llevan el pan a la boca, lo refrescan con el agua bendita de las caramañolas. El público saluda con pañuelos ese orden tranquilo y estremecedor, la calma que hace que un arrume de ciclistas se convierta en una feligresía concertada y obediente.
A unos kilómetros de la meta, el desfile es ya una batalla caótica de emboscadas: un lancero menor entrega sus últimas fuerzas para desgastar a los encargados de impedir las evasiones, un aventurero salta aprovechando el recelo de los generales, cinco o seis conjurados juntan sus intereses en busca de un triunfo en las traiciones del último kilómetro. Los viejos narradores, los cronistas que seguían la historia desde las motos, nos enseñaron que al ciclismo le caben todas las comparaciones con la épica: Herrera bajando a Saint Etienne, luciendo sus cuatro hilos de sangre sobre la cara, fue llamado libertador, guerrero infatigable, cóndor de Alpes…
Cuando aparece la muerte en carretera, el más tremendo de los espectáculos, las cámaras se inclinan sobre la víctima mientras los demás competidores pasan dejando una mirada en el pavimento. Antes de que el belga Wouter Weylandt muriera en el descenso del Passo del Bocco, en el reciente Giro de Italia, el ciclista español Pablo Lastras soltó una elocuente sentencia mientras firmaba la planilla de salida: “Cuando organizan una carrera, solo piensan en el espectáculo y el morbo. Como si fuéramos gladiadores, cuyo único valor es el de pelear, sangrar y morir. O como si esto fuera un circo y nosotros la atracción. Pero no somos monos, sino artistas”. Más que un artista Lastras es un adivino, pero se equivoca sacando a sus colegas de la cuerda de los gladiadores: 1986 había marcado el último luto en la carrera rosa, Emalio Ravasio cayó a 10 kilómetros de la raya, se levantó, enderezó el manubrio de su bicicleta y terminó la etapa todavía pensando en el cronómetro. Unas horas después estaba en coma en una clínica de Palermo. No se puede decir que no corren a muerte.
Wouter Weylandt había ganado la tercera etapa del Giro 2010. Un año más tarde la tercera fue la última. Al día siguiente de su muerte los ciclistas convirtieron la travesía en una marcha fúnebre. En ocasiones, una carrera sin competencia puede ser la más emotiva y profunda. Cada equipo se encargó de encabezar la despedida poniendo el paso durante 10 kilómetros a un ritmo de 36 por hora. Ahora el lote era un mecanismo perfecto, un carrusel al que le daba cuerda la imagen del dorsal 108. Los compañeros de Weylandt, su equipo Leopard, cruzaron la meta abrazados, acompañando al estadounidense Tyler Farrar, rival y amigo íntimo, vestido con el uniforme negro de su equipo Garmin. Atrás, todo el lote de cabeza gacha era guiado por la camisa rosa del líder. Los aficionados respondieron con un gesto sencillo: el número 108 en la mano saludando el cortejo.
Y todavía faltaba un muerto más para el Giro. Xavier Tondo, ciclista español, murió en un accidente en su garaje cuando salía a entrenar. A la distancia la ceremonia le correspondió a Contador, un líder inmutable. Ganó la etapa, señaló al cielo, dio un sorbo obligado a la botella de prosecco y se volteó casi con intensión de escupir esa turbia celebración.
martes, 24 de mayo de 2011
Formalismos esenciales
Bombardear el campamento de Reyes en territorio ecuatoriano fue un mal necesario. Se violaban reglas internacionales frente a una injusticia soterrada de un vecino: tolerar a los enemigos del Estado colombiano en su territorio y en el corazón de algunos ministros. Valía la pena ofender la soberanía ajena para defender la vida de los ciudadanos propios. Además, las ventajas estaban cantadas en muchos escenarios. Militarmente había que demostrarle a las Farc que existía riesgo más allá de las fronteras. Y Reyes no era un capricho como Granda o Joaquín Pérez, su muerte significó el debilitamiento de un ejército brutal. La certeza de la traición democrática de algunos presidentes de países bolivarianos también fue un triunfo, aunque amargo: Colombia debía cargar su fama insolente para poder señalar pruebas de las vilezas de algunos palacios colindantes. Igualmente hubo un botín en el terreno de la inteligencia, o para que se entienda mejor, en las posibilidades de descifrar esa máquina hechiza y versátil que son las Farc. Y al gobierno Uribe le quedó tiempo para utilizar los secretos en algo de política barata.
El ejército colombiano sabía, sin embargo, que no tenía jurisdicción para actuar en las selvas de Ecuador. Por eso luego de arrastrar el cadáver y sus memorias se intentó maquillar un poco la aventura dos kilómetros más allá del límite que marca el río Putumayo. El éxito de esa operación en la madrugada tuvo consecuencias: los computadores de Reyes son un suculento botín de guerra, pero no sirven como carpeta para tramitar condenas. Son interesantes en la forma de un libro de un instituto político inglés, pero no cumplen los exigentes requisitos que necesitan las evidencias para tener implicaciones penales. La manera como se consiguen las pruebas para demostrar delitos no es un formalismo menor. Nos ponemos en manos del Estado y sus cárceles siempre y cuando se respete una especie de protocolo, tan indispensable como los protocolos médicos, que garantiza la posibilidad de controlar el poder desmesurado de policías, militares, fiscales, jueces y carceleros. Y como esto ya parece una carreta digna de introducción al derecho, vale recordar el mundo al revés que intentó armar el gobierno anterior con montajes, testigos falsos y pruebas dudosas contra sus “enemigos internos”. Para que no hablemos en abstracto.
El ejemplo de lo que ha pasado con los presos en la cárcel de Guantánamo puede servir para aplacar los ánimos de quienes ven política y conspiración detrás los autos inhibitorios. Estados Unidos creó un limbo jurídico para evitar las garantías de su sistema penal. Obama ha intentado sin éxito cerrar esa dimensión desconocida. Al único preso de Guantánamo juzgado en un tribunal en Nueva York apenas se le pudo condenar por un delito de los 285 que se le imputaban. Un jurado de seis hombres y seis mujeres, reunido a solo unas cuadras del World Trade Center, fue capaz de desestimar algunas pruebas contra un terrorista islámico. Es por eso que en Guantánamo siguen 172 hombres enfrentando juicios de Comisiones Militares que les aseguran un cuadrado de dos por dos con la ayuda de un Pentágono. Así que si no nos gustan las obligaciones del derecho penal podríamos montar una cárcel y unos tribunales expeditos en la Gorgona.
También a nosotros nos sirve la respuesta del fiscal general de la era Reagan luego de ese juicio con un solo cargo probado: “Los detractores del veredicto consideran que los juicios a terroristas internacionales deberían ejecutarse al estilo estalinista, donde la culpabilidad debería estar tan asegurada como el hecho de que sale el sol. Creen que la justicia es la misma que la de la reina de corazones en Alicia en el país de las maravillas: primero la sentencia, luego el veredicto”.
domingo, 22 de mayo de 2011
Revelando el rollo
La paciencia y la intuición son virtudes obligadas para los reporteros gráficos. Caminan, esperan, persiguen, presienten en busca de una foto que pueda condensar las largas horas detrás del lente. Para ellos está el tedio de los entreactos de la realidad, los rituales negros antes de las luces y la cámara. Si los fotógrafos hablaran, tendríamos una versión distinta de casi todas las historias.
Cuatro fotos con una tropa del ELN en una emboscada, marchando con el pañuelo para lectura de comunicados, rodeando al comandante que habla desde el púlpito de una tabla sobre ladrillos y gozando del alto al fuego al pie de una fogata no son más que clásicas escenas de una guerra vieja y deslucida; escenas en que la guerrilla ha perdido el resplandor del heroísmo y está cerca de perder su último destello: la curiosidad que despierta entre los citadinos. Pero si el fotógrafo dice que, en el 2004, esos guerrilleros deambulaban por las montañas de San Carlos (Antioquia) en busca de quién documentara su voluntad de desmovilizarse y habla entre susurros de una cuadrilla extraña por ordenada y miserable al mismo tiempo, la historia mejora: ahora cada detalle —los fusiles, los ojos sobre las máscaras, las manos, las actitudes— merece una mirada de desconfianza.
Cuando el reportero inicia su relato ya las fotos importan poco, y sólo cuenta su aventura en zona de guerra, sus impresiones, el miedo, las noches tétricas. “Me llaman de Reuters y me dicen que me va a contactar Wilson Arboleda, un jugador con fichas en el periodismo y en el gobierno; que hay 40 guerrilleros del ELN que se van a desmovilizar, que ya todo está hablado, que me vaya para un hotel en la 70 que allá llega mi contacto…”. Ante el retraso del contacto, el fotógrafo piensa convertir su espera de hotel en una tarde de motel. Llama a una de sus posibilidades y recibe un desplante. A las 4:00 de la tarde aparece por fin Arboleda, disfrazando el afán y el nerviosismo de diligencia y audacia.
Albeiro Lopera —apenas ahora les presento al fotógrafo— ha recorrido el norte de Antioquia en busca de los estragos que dejaron las FARC, el ELN, los paras y los narcos sin siglas ni brazalete. Entre 2002 y 2008, el municipio de San Carlos pasó de 21.000 habitantes a 6.000 porfiados que se negaron a abandonar sus casas. “Paro armado” se convirtió en una expresión obligada para esa ruta del oriente de Antioquia, y sólo faltó una señal de transito que la anunciara. Albeiro le notifica a Acero las reglas que rigen un viaje a esas lomas: “Allá están en guerra todos contra todos, no se mueve una gallina sin la venia de los armados. ¿Está seguro de la vuelta? ¿A qué hora salimos mañana?”. Acero no cede la iniciativa, su obligación es pasar al ataque: “Salimos ya, vamos por otros dos periodistas de Reuters y cogemos camino”.
Albeiro blinda su Renault 9 rojo cuando los últimos grillos los despiden luego de pasar Guatapé. Un parqueadero, cartulinas y cinta. Letreros de “Prensa” dignos de película de guerra en El Salvador y la infaltable bandera blanca adornan al único carro que se atreve por entre esa carretera enmontada. La resignación desprevenida de los otros periodistas de Reuters —un experto en contactos con las FARC y un oficinista que mordió un anzuelo— hicieron que Albeiro se apuntara en ese viaje a deshoras. Por su parte, los otros dos invitados sintieron que la presencia del hombre de la zona era garantía suficiente. Sin darse cuenta, los tres comensales de Wilson Arboleda cerraron un pacto de confianza con tres patas chuecas.
Durante el camino oscuro, hecho sólo para la ambulancia de San Carlos, Albeiro mira manejar a su contacto y piensa: “Esta es mucha loca hijueputa”. No termina de entender por qué se embarcó en ese charter. Las luces que alumbran una subestación de EPM marcan la primera parada en territorio vedado: aparece una guardia tranquila a cargo de los militares, y luego de las preguntas y respuestas sobre un trabajo social que vienen a cubrir en la zona hay una conversación entre Albeiro y el jefe de la escuadra. Hablan del clima: “Qué, ¿mucha agua por aquí?” “Ojala fuera sólo eso: ¡agua y plomo como un putas!” “Bueno, al menos hay camellito” “Eso sí, porque viendo llover se aburre cualquiera”.
En medio de la charla, una pelada pone un dedo en el hombro de Albeiro y le pide un aventón carretera arriba. Él la espanta como a una chapola, deja que sus preguntas se pierdan entre el monte. De pronto la misma chica le clava el mismo dedo debajo de las costillas, con fuerza, y le dice bajito: “Cuando yo le diga que me lleve, usted dice que me lleva”. Termina la conversación con el militar y ya Albeiro le está abriendo la puerta a la imperiosa pasajera. “Hágale p’arriba, hasta una tienda a mano izquierda”, dice la nueva guía. Allá se queda el Renault 9 y una camioneta los lleva unos kilómetros arriba. Llega el momento de la trocha: empieza la marcha y se larga el aguacero que prometió la milicia. Los truenos retumbaban como si hubieran metido al mundo en una caja. Cuando aparecen los guerrilleros entre el monte, Albeiro intenta que los disparos de su cámara coincidan con el resplandor de los rayos, queriendo abusar de su intuición. Hay un río crecido y los elenos cruzan de lado a lado con los fusiles en alto; ofrecen ayuda a los periodistas y muestran su mejor ángulo.
El campamento no es más que una casa derruida y una fogata menor: muy poco para ser el cambuche de 40 guerrilleros. “Es el peor recibimiento que me han hecho en el monte”, lo dice un fotógrafo experto en tratar conocido por comandantes de todas las orillas. Ya no hay regreso, afuera la ropa mojada, una capa impermeable como cobija para los compañeros de viaje y a dormir como un confite entre un trapo palestino, un nudo en la cabeza y otro en los pies (el peor error: no haber comprado una media de ron el la única tienda disponible). El comandante apenas saluda; dice que eran un frente con presencia en Argelia y que llevan unas semanas sin radio: “Por celular hicimos un contacto en Bogotá y nos queremos desmovilizar”. Buenas noches con la pañoleta de por medio y mañana será otro día. Es extraño que esos guerrilleros, supuestamente acosados por las FARC, las AUC y el ejército, con intenciones de dejar el monte y dar la cara, insistieran con sus máscaras de trapo y una reserva inverosímil.
En la madrugada, uno de los caballos que acompañó al grupo de periodistas se enreda con el lazo que lo sujeta a una cerca: el táparo da cabezadas, se retuerce, jala los línderos, resopla, relincha. El caballo ha contagiado su agitación al frente y sus invitados. Los guerrilleros gritan, putean al encargado de las bestias. El ojo aterrado del caballo es el de todo el campamento. Después de unos minutos vuelve la calma espesa. Albeiro ya no puede dormir y se levanta a echar una meada contra la noche. En el camino se topa con un flash revelador: el comandante está prendiendo un cigarrillo y la llama de su mechera le alumbra la cara somnolienta. Un saludo temeroso de parte del fotógrafo y de nuevo a esperar la mañana en su envoltura.
Amanece sin más sobresaltos y la tropa hace sus ejercicios para el fotógrafo mientras el comandante entrega sus declaraciones a los otros dos periodistas.
William Acero pasa de contacto a simple chofer; siente que ya hizo lo suyo y se distrae por los alrededores. Hecho el trabajo, los guerrilleros y los periodistas se miran con recelo: “ellos con ganas de que nos fuéramos y nosotros con ganas de irnos”, dice Albeiro. Antes de la despedida la tropa se esfuma. Los periodistas y Acero están solos en compañía del hombre de los caballos, un montañero que lleva tres días de rehén y palafrenero extraoficial.
Un río crecido hace de muralla cuando vuelven hacia el Renault 9. Cuando los gritos son la única opción —van tres intentos de cruzar fallidos— aparecen dos campesinos bien vestidos. Son los samaritanos que ayudan a pasar con indicaciones y una vara. Hay una cara y una voz conocida: Albeiro reconoce el perfil que vio alumbrado por la llama en la madrugada. Uno de los periodistas también se mosquea: “Ese güevón hablaba igual al comandante”. Pero qué va, ya están al otro lado, lejos de esos guerrilleros ciertos o simulados. Al final, los dos campesinos que sirvieron de guías ribereños pasan en una camioneta roja y no en la chiva que decían esperar. Esa misma camioneta está parqueada en el puesto militar, del que se despiden los periodistas levantando una mano y agitando la bandera blanca. Días después, Reuters presenta las fotos de un frente del ELN dispuesto a desmovilizarse. Para los periodistas ha quedado claro que cubrir una puesta en escena también puede ser azaroso. Y que Wilson Arboleda les había metido un buque. “¡Mucha loca hijueputa!”
Coda: La desmovilización nunca se dio. Ese frente apócrifo todavía se estaba cocinando, presentaba sólo un ensayo general ante la prensa. Más tarde, en marzo de 2006, se desmovilizó el Frente Cacica Gaitana en Alvarado (Tolima): una comedia que sí llegó a su fin. Es seguro que al reparto de San Carlos le tocó guardar los pañuelos y devolver los fusiles. Ya en el Renault 9, camino a Medellín, el radio entregó declaraciones del presidente Álvaro Uribe sobre las desmovilizaciones guerrilleras producto de la presión militar.
Cuatro fotos con una tropa del ELN en una emboscada, marchando con el pañuelo para lectura de comunicados, rodeando al comandante que habla desde el púlpito de una tabla sobre ladrillos y gozando del alto al fuego al pie de una fogata no son más que clásicas escenas de una guerra vieja y deslucida; escenas en que la guerrilla ha perdido el resplandor del heroísmo y está cerca de perder su último destello: la curiosidad que despierta entre los citadinos. Pero si el fotógrafo dice que, en el 2004, esos guerrilleros deambulaban por las montañas de San Carlos (Antioquia) en busca de quién documentara su voluntad de desmovilizarse y habla entre susurros de una cuadrilla extraña por ordenada y miserable al mismo tiempo, la historia mejora: ahora cada detalle —los fusiles, los ojos sobre las máscaras, las manos, las actitudes— merece una mirada de desconfianza.
Cuando el reportero inicia su relato ya las fotos importan poco, y sólo cuenta su aventura en zona de guerra, sus impresiones, el miedo, las noches tétricas. “Me llaman de Reuters y me dicen que me va a contactar Wilson Arboleda, un jugador con fichas en el periodismo y en el gobierno; que hay 40 guerrilleros del ELN que se van a desmovilizar, que ya todo está hablado, que me vaya para un hotel en la 70 que allá llega mi contacto…”. Ante el retraso del contacto, el fotógrafo piensa convertir su espera de hotel en una tarde de motel. Llama a una de sus posibilidades y recibe un desplante. A las 4:00 de la tarde aparece por fin Arboleda, disfrazando el afán y el nerviosismo de diligencia y audacia.
Albeiro Lopera —apenas ahora les presento al fotógrafo— ha recorrido el norte de Antioquia en busca de los estragos que dejaron las FARC, el ELN, los paras y los narcos sin siglas ni brazalete. Entre 2002 y 2008, el municipio de San Carlos pasó de 21.000 habitantes a 6.000 porfiados que se negaron a abandonar sus casas. “Paro armado” se convirtió en una expresión obligada para esa ruta del oriente de Antioquia, y sólo faltó una señal de transito que la anunciara. Albeiro le notifica a Acero las reglas que rigen un viaje a esas lomas: “Allá están en guerra todos contra todos, no se mueve una gallina sin la venia de los armados. ¿Está seguro de la vuelta? ¿A qué hora salimos mañana?”. Acero no cede la iniciativa, su obligación es pasar al ataque: “Salimos ya, vamos por otros dos periodistas de Reuters y cogemos camino”.
Albeiro blinda su Renault 9 rojo cuando los últimos grillos los despiden luego de pasar Guatapé. Un parqueadero, cartulinas y cinta. Letreros de “Prensa” dignos de película de guerra en El Salvador y la infaltable bandera blanca adornan al único carro que se atreve por entre esa carretera enmontada. La resignación desprevenida de los otros periodistas de Reuters —un experto en contactos con las FARC y un oficinista que mordió un anzuelo— hicieron que Albeiro se apuntara en ese viaje a deshoras. Por su parte, los otros dos invitados sintieron que la presencia del hombre de la zona era garantía suficiente. Sin darse cuenta, los tres comensales de Wilson Arboleda cerraron un pacto de confianza con tres patas chuecas.
Durante el camino oscuro, hecho sólo para la ambulancia de San Carlos, Albeiro mira manejar a su contacto y piensa: “Esta es mucha loca hijueputa”. No termina de entender por qué se embarcó en ese charter. Las luces que alumbran una subestación de EPM marcan la primera parada en territorio vedado: aparece una guardia tranquila a cargo de los militares, y luego de las preguntas y respuestas sobre un trabajo social que vienen a cubrir en la zona hay una conversación entre Albeiro y el jefe de la escuadra. Hablan del clima: “Qué, ¿mucha agua por aquí?” “Ojala fuera sólo eso: ¡agua y plomo como un putas!” “Bueno, al menos hay camellito” “Eso sí, porque viendo llover se aburre cualquiera”.
En medio de la charla, una pelada pone un dedo en el hombro de Albeiro y le pide un aventón carretera arriba. Él la espanta como a una chapola, deja que sus preguntas se pierdan entre el monte. De pronto la misma chica le clava el mismo dedo debajo de las costillas, con fuerza, y le dice bajito: “Cuando yo le diga que me lleve, usted dice que me lleva”. Termina la conversación con el militar y ya Albeiro le está abriendo la puerta a la imperiosa pasajera. “Hágale p’arriba, hasta una tienda a mano izquierda”, dice la nueva guía. Allá se queda el Renault 9 y una camioneta los lleva unos kilómetros arriba. Llega el momento de la trocha: empieza la marcha y se larga el aguacero que prometió la milicia. Los truenos retumbaban como si hubieran metido al mundo en una caja. Cuando aparecen los guerrilleros entre el monte, Albeiro intenta que los disparos de su cámara coincidan con el resplandor de los rayos, queriendo abusar de su intuición. Hay un río crecido y los elenos cruzan de lado a lado con los fusiles en alto; ofrecen ayuda a los periodistas y muestran su mejor ángulo.
El campamento no es más que una casa derruida y una fogata menor: muy poco para ser el cambuche de 40 guerrilleros. “Es el peor recibimiento que me han hecho en el monte”, lo dice un fotógrafo experto en tratar conocido por comandantes de todas las orillas. Ya no hay regreso, afuera la ropa mojada, una capa impermeable como cobija para los compañeros de viaje y a dormir como un confite entre un trapo palestino, un nudo en la cabeza y otro en los pies (el peor error: no haber comprado una media de ron el la única tienda disponible). El comandante apenas saluda; dice que eran un frente con presencia en Argelia y que llevan unas semanas sin radio: “Por celular hicimos un contacto en Bogotá y nos queremos desmovilizar”. Buenas noches con la pañoleta de por medio y mañana será otro día. Es extraño que esos guerrilleros, supuestamente acosados por las FARC, las AUC y el ejército, con intenciones de dejar el monte y dar la cara, insistieran con sus máscaras de trapo y una reserva inverosímil.
En la madrugada, uno de los caballos que acompañó al grupo de periodistas se enreda con el lazo que lo sujeta a una cerca: el táparo da cabezadas, se retuerce, jala los línderos, resopla, relincha. El caballo ha contagiado su agitación al frente y sus invitados. Los guerrilleros gritan, putean al encargado de las bestias. El ojo aterrado del caballo es el de todo el campamento. Después de unos minutos vuelve la calma espesa. Albeiro ya no puede dormir y se levanta a echar una meada contra la noche. En el camino se topa con un flash revelador: el comandante está prendiendo un cigarrillo y la llama de su mechera le alumbra la cara somnolienta. Un saludo temeroso de parte del fotógrafo y de nuevo a esperar la mañana en su envoltura.
Amanece sin más sobresaltos y la tropa hace sus ejercicios para el fotógrafo mientras el comandante entrega sus declaraciones a los otros dos periodistas.
William Acero pasa de contacto a simple chofer; siente que ya hizo lo suyo y se distrae por los alrededores. Hecho el trabajo, los guerrilleros y los periodistas se miran con recelo: “ellos con ganas de que nos fuéramos y nosotros con ganas de irnos”, dice Albeiro. Antes de la despedida la tropa se esfuma. Los periodistas y Acero están solos en compañía del hombre de los caballos, un montañero que lleva tres días de rehén y palafrenero extraoficial.
Un río crecido hace de muralla cuando vuelven hacia el Renault 9. Cuando los gritos son la única opción —van tres intentos de cruzar fallidos— aparecen dos campesinos bien vestidos. Son los samaritanos que ayudan a pasar con indicaciones y una vara. Hay una cara y una voz conocida: Albeiro reconoce el perfil que vio alumbrado por la llama en la madrugada. Uno de los periodistas también se mosquea: “Ese güevón hablaba igual al comandante”. Pero qué va, ya están al otro lado, lejos de esos guerrilleros ciertos o simulados. Al final, los dos campesinos que sirvieron de guías ribereños pasan en una camioneta roja y no en la chiva que decían esperar. Esa misma camioneta está parqueada en el puesto militar, del que se despiden los periodistas levantando una mano y agitando la bandera blanca. Días después, Reuters presenta las fotos de un frente del ELN dispuesto a desmovilizarse. Para los periodistas ha quedado claro que cubrir una puesta en escena también puede ser azaroso. Y que Wilson Arboleda les había metido un buque. “¡Mucha loca hijueputa!”
Coda: La desmovilización nunca se dio. Ese frente apócrifo todavía se estaba cocinando, presentaba sólo un ensayo general ante la prensa. Más tarde, en marzo de 2006, se desmovilizó el Frente Cacica Gaitana en Alvarado (Tolima): una comedia que sí llegó a su fin. Es seguro que al reparto de San Carlos le tocó guardar los pañuelos y devolver los fusiles. Ya en el Renault 9, camino a Medellín, el radio entregó declaraciones del presidente Álvaro Uribe sobre las desmovilizaciones guerrilleras producto de la presión militar.
miércoles, 18 de mayo de 2011
Europa fronteriza
En 1946 George Orwell escribió un pequeño artículo titulado Hacia la unidad de Europa. A pesar de que el escenario de la Segunda Guerra Mundial todavía echaba humo, Orwell le entregaba al viejo continente algunas nuevas y tremendas responsabilidades: impedir una guerra atómica y librar a la humanidad, con su ejemplo, del “colectivismo oligárquico” de la URSS y del ensimismamiento capitalista de las masas en Estados Unidos. Europa era el único lugar del mundo donde el socialismo podía ser una realidad y una salvación para todos: “El espectáculo de una comunidad en la que sus integrantes sean relativamente libres y felices, y en la que el objeto primordial de la vida no se la búsqueda del dinero o el poder.”
Cinco años más tarde se firmaba en París el germen de la actual Unión Europea bajo un proyecto no propiamente socialista: Comunidad Europea del Carbón y del Acero, un simple acuerdo sobre aranceles a los materiales claves para la reconstrucción. Desde ese momento, a mediados del siglo XX, hasta los tiempos de la actual UE se han firmado 9 tratados con la intención de ir más allá de la moneda única y el levantamiento de los puestos fronterizos.
En algo tenía razón Orwell. Durante los primeros años de la Unión Europea como ente con representación política los socialistas fueron mayoría. En la década del noventa, cuando se lograron algunos de los acuerdos más importantes, los socialistas y sus aliados tenían algo más del 50% del hemiciclo europeo. La unificación alemana trajo un entusiasmo de solidaridad y para decirlo en palabras de Orwell, se venció “la apatía y el conservadurismo que padece la población en todas partes, su incapacidad de imaginar nada realmente nuevo”. Vencidas esas dificultades parecía que las palabras insignia del continente, Libertad y Justicia, había logrado relegar a otra palabra siempre inquietante, Seguridad.
Ahora el fracaso de algunos sueños socialistas tiene a la Unión Europea en sus peores días. La crisis económica ha creado un recelo inevitable entre los países que mantienen sus cajas en orden y los que han debido sacrificar a sus ministros de hacienda. Los primeros imponen las medidas desde el escalón de los virtuosos y los segundos reciben el escarnio y la furia de sus ciudadanos. Para tristeza de Orwell la unión Europea ha comenzado a ser vista como una nueva versión del odiado Fondo Monetario Internacional, y ahora los socialistas y sus socios apenas llegan al 35% de los escaños en el Parlamento Europeo.
Parece que la UE y sus relucientes 27 estrellas no soporta del todo bien los avatares electorales. El populismo nacionalista y el discurso xenófobo no solo han crecido al interior de los países miembros sino que han llegado hasta las políticas europeas. Muy pocos parecen dispuestos a arriesgar algunos votos a cambio de un discurso de unidad que servirá para enmarcar. Hace tres años las alarmas llegaron con el humo de los campamentos gitanos en Italia, ahora es el polvo de las revueltas en el norte de África. Francia, Países Bajos, Dinamarca y la propia Italia ven crecer el discurso de la derecha y empujan con cuidado la puerta corrediza de las fronteras. Y en la izquierda los antiguos europeístas llevan mal las obligaciones económicas que se imponen desde Alemania, como un hermano mayor que poco a poco retira algunos derechos que se creían inherentes al carácter nacional de griegos o portugueses. El sueño europeo ha envejecido más rápido de lo que se creía.
martes, 10 de mayo de 2011
Reforma de humo
Según datos de la Dirección Nacional de Estupefacientes en Colombia hay 520.000 consumidores activos de marihuana. Son quienes afirman haber inhalado el humo grueso de un barillo en el último año. La mayoría de los embelesados por THC están entre los 18 y los 24 años. La marihuana, como las greñas, sigue siendo sobre todo un embeleco de juventud. Un estudio realizado en 2009 dice que cerca del 10% de los estudiantes universitarios son consumidores activos de la hierba. Dado que solo la mitad de quienes ingresan a la Universidad terminan sus estudios, será muy difícil ligar la deserción a los efectos etéreos que proporciona la mona.
El ex presidente Uribe dedicó algunas de sus interminables cantaletas de gobierno a hablar de una epidemia social relacionada con el consumo de drogas en Colombia. Se trataba sobre todo de la necesidad de defender un dogma, de enviar un mensaje desde el púlpito del palacio presidencial: “La dosis personal ha sido funesta para la sociedad colombiana, ha ayudado muchísimo a la corrupción, ha sido un fertilizante del involucramiento de niñitos y adolescente en la criminalidad”. Ya sabemos que Uribe, como buen iluminado, busca sobre todo que “no se envíen mensajes equivocados a su rebaño”. La realidad no es algo que le interese demasiado.
Los especialistas en temas de adicción, el fiscal Mario Iguarán, buena parte de los congresistas, la gran mayoría de los columnistas de opinión y hasta los editoriales del periódico El Colombiano, sostuvieron durante varios años la inconveniencia de penalizar la dosis mínima. Un cambio que pretendía -luego de 15 años de la sentencia de la Corte Constitucional- que los consumidores deban enfrentar a jueces y policías por ejercer un derecho personal o tratar un problema de adicción. Hace unos días, dos de los 4 cuatro precandidatos del partido de la U a la alcaldía de Medellín, dijeron que no les gustaría la “ayuda” del sistema judicial en caso de que se enteraran que uno de sus hijos consumía drogas. Ni siquiera entre los acólitos más fervorosos del ex presidente hay consenso frente al tema. Pero Uribe llevó al país de cabestro hacia una decisión que hoy en día no es más que un encarte inaplicable.
El fin de semana pasado se realizó en Medellín la marcha cannabica que busca reivindicar el derecho de los ciudadanos a quemar una planta con fines recreativos. Marcharon y fumaron aproximadamente 4000 personas por el centro de la ciudad. La mayor sorpresa fue la actitud de los policías que debían cuidar semejante humareda. Al comienzo vi un abismo entre quienes vigilaban desde la acera y quienes caminaban por la calle con el porro en la mano. Pero poco a poco fue claro que hasta los policías han interiorizado que los consumidores de marihuana no son una amenaza para nadie: “Cada uno tiene derecho a sus manifestaciones desde que sean pacíficas”; “lo que ellos no saben es que a uno en la civil también le gusta”; “ellos verán pero a mi ese humo me da dolor de cabeza”. Esas fueron algunas de las respuestas de los policías cuando les pregunté que opinaban de la marcha. Ni siquiera las provocaciones humeantes de algunos turros contra la cara arrugada de los agentes lograron una respuesta.
El Congreso le dio gusto al presidente Uribe en esa insulsa reforma por un simple oportunismo electoral. Ahora nadie se atreve a intentar una reglamentación. Sería ridículo emplear los jueces y los policías contra 4000 aletargados con un altavoz en tono menor.
martes, 3 de mayo de 2011
Centros de acogida
La publicación en 1948 de Una mujer de cuatro en conducta causó revuelos literarios y sociales en Medellín. La novela relata el azaroso recorrido de una campesina en las calles de una ciudad presuntuosa y arribista. Casi nadie resulta bien librado en medio de esa sociedad de patronas avaras en las casas, supervisores lascivos en las fábricas, maestras tiranas en las escuelas tutelares. El capitalismo incipiente y la crisis de 1930 -fecha de inicio de la historia- corrompen los vínculos sociales y la moral que ha dejado el catecismo.
Helena Restrepo baja hasta Medellín arrastrada por las urgencias económicas. Los silleteros todavía no son una estampa regional y el cultivo de las flores en su vereda es un oficio de hambre. Como sirvienta tiene problemas por sus fantasías con el hijo de sus patrones. En la fábrica de tejidos recibe sus 50 centavos diarios y se entera de que las exigencias de su jefe van un poco más allá del manejo del telar. El embarazo, el acoso permanente y el fastidio que le provocan las manos de los supervisores la llevan de nuevo a la calle. Era justo que la fábula de una ciudad que muestra sus dientes frente a una campesina cándida, terminara en la mendicidad y la prostitución. Medellín ha convertido a Helena Restrepo en Doris de la Fontaine. Unos alardean con sus casas y otras con sus nombres.
Han pasado ocho décadas desde que Helena cambió la miseria de las montañas por la desgracia del valle. Ahora el 75% de los colombianos vive en las ciudades. El campo sigue entregando salarios que invitan a tomar el riesgo de coger la flota. Un reciente estudio dice que 9 de cada 10 trabajadores rurales ganan menos de un salario mínimo. De otro lado, la ciudad se ha hecho menos misteriosa, ha perdido algo de sus aires siniestros y ofrece a gritos la opción de los sandresitos y otros huecos. Rebuscar es un verbo que se conjuga con facilidad en las capitales. No es raro que el remolino de la informalidad en Bogotá absorba cada vez con más fuerza a los varados de las ciudades intermedias y los pueblos vecinos.
Hace poco me enteré de la historia de tres jóvenes recién llegadas desde Urrao a vivir a Medellín. Su caso no es el de los 30.000 desplazados que aterrizan cada año en la ciudad. Para ellas Medellín es un sitio para encontrar oportunidades de trabajo y estudio, y para ampliar la oferta de posibles partidos. En el pueblo no había mucho de donde escoger. Por supuesto que ya no son las campesinas inocentes que dejan sus flores para encontrar las espinas en la ciudad. Bailan reguetón como las citadinas, hablan su misma jerga e incluso se visten muy parecido. Saben lo que se pueden encontrar, no están forzadas, añoran la ciudad.
Sin embargo, lo normal es que reciban tratos similares a los que sufrió Helena Restrepo en sus años de obrera en Coltejer. Dos de estas jóvenes llegadas desde el occidente de Antioquia consiguieron trabajo como vendedoras y muy pronto fueron contempladas por sus jefes con regalos y promesas. Unos días después, cuando se negaron a entregar su promesa, fueron despedidas. Han cambiado las maneras de los jefes, han cambiado las mujeres que llegan del campo, han cambiado las ciudades antes misteriosas. Pero en las oficinas y las fábricas, de puertas para adentro, todavía se conservan terribles obligaciones para los recién llegados.