Yopal se recuesta sobre los
últimos cerros que arrugan el paisaje. Cuando el avión se inclina y muestra las
montañas al fondo como última barrera, luce como una ciudad en crecimiento,
estrecha sobre sus cuadrículas recién trazadas; cuando aparece el horizonte de
la pista y se abre el llano, ese espejismo, parece apenas un campamento levantado
hace poco por un nuevo auge comercial, un fortín temeroso de ese mundo al que
le sirve de puerta. En tierra nos reciben los contrastes entre el mito de los
vaqueros y la simpleza profesional de los pilotos de helicóptero que trabajan
con las petroleras. Un hombre espera descalzo frente a las máquinas de rayos X:
tiene su pasabordo como equipaje, los pantalones remangados, el sombrero negro
de fieltro fino, la franela blanca de manga larga. Al lado, dos hombres de
overol azul hablan de la rutina de sus hélices. Nadie se mira con curiosidad.
La avioneta monomotor que nos llevará hasta la hacienda San Pablo, a orillas del río Cravo Sur, luce su nombre con sincero cinismo: La Cansada. Tiene algo más de cuarenta años y el primer ronquido de su motor me hace pensar en un asma prematura. Pero llevo La vorágine en mi morral y ya aprendí a hablar como el poeta Arturo Cova: “Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas”. Han pasado los tiempos de las fábulas pero El Llano sigue siendo para muchos -jornaleros de la palma venidos de la Costa, asalariados de las petroleras llegados de Boyacá, agentes de comercio que arrastran sus retazos desde Bogotá- una tierra para la aventura, una promesa de segundas oportunidades.
Al despegar brilla el verde oscuro de los arrozales. Muy pronto el paisaje se hace pálido y se alternan amarillos, verdes suaves, grises fangosos y de nuevo verdes adornados por el ojo negro de los pozos, imanes para el ganado que por momentos se fila en su búsqueda y por momentos se riega sin orden. La hermosa monotonía y el ruido del motor invitan a la alucinación. Ahora entiendo por qué José Eustasio Rivera llamó “desierto” a ese llano de nunca acabar y por qué el espíritu de su personaje debe desafiar esas “pampas libérrimas”. Agradezco no ir adelante conduciendo el motor de La Cansada: la superficie de ese “planeta”, que en ocasiones semeja agua o pantanos o dunas de arena o hierbales secos, impulsa a perderse, a marcar un rumbo y seguirlo hasta el final sin obedecer la luz roja de los controles o el GPS. Frente a ese horizonte no queda mucho más que el extravío o la tranquila resignación. Pocas veces un paisaje me había proporcionado ese momentáneo deslumbramiento. Conste que volamos temprano en la mañana, bajo los pesados efectos de un caldo de costilla servido en el aeropuerto El Alcaraván de Yopal.
La avioneta monomotor que nos llevará hasta la hacienda San Pablo, a orillas del río Cravo Sur, luce su nombre con sincero cinismo: La Cansada. Tiene algo más de cuarenta años y el primer ronquido de su motor me hace pensar en un asma prematura. Pero llevo La vorágine en mi morral y ya aprendí a hablar como el poeta Arturo Cova: “Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas”. Han pasado los tiempos de las fábulas pero El Llano sigue siendo para muchos -jornaleros de la palma venidos de la Costa, asalariados de las petroleras llegados de Boyacá, agentes de comercio que arrastran sus retazos desde Bogotá- una tierra para la aventura, una promesa de segundas oportunidades.
Al despegar brilla el verde oscuro de los arrozales. Muy pronto el paisaje se hace pálido y se alternan amarillos, verdes suaves, grises fangosos y de nuevo verdes adornados por el ojo negro de los pozos, imanes para el ganado que por momentos se fila en su búsqueda y por momentos se riega sin orden. La hermosa monotonía y el ruido del motor invitan a la alucinación. Ahora entiendo por qué José Eustasio Rivera llamó “desierto” a ese llano de nunca acabar y por qué el espíritu de su personaje debe desafiar esas “pampas libérrimas”. Agradezco no ir adelante conduciendo el motor de La Cansada: la superficie de ese “planeta”, que en ocasiones semeja agua o pantanos o dunas de arena o hierbales secos, impulsa a perderse, a marcar un rumbo y seguirlo hasta el final sin obedecer la luz roja de los controles o el GPS. Frente a ese horizonte no queda mucho más que el extravío o la tranquila resignación. Pocas veces un paisaje me había proporcionado ese momentáneo deslumbramiento. Conste que volamos temprano en la mañana, bajo los pesados efectos de un caldo de costilla servido en el aeropuerto El Alcaraván de Yopal.
La tierra está marcada por
innumerables caminos que llegan hasta los morichales –bosques de palmas y
árboles que siguen el curso de los caños–, surcan los potreros, dibujan líneas
sin lógica sobre la tierra agreste. Son las rutas que sigue el ganado en sus
recorridos: también las reses necesitan algún rastro sobre las “llanuras
intérminas”. A vuelo de pájaro esas rutas desiguales se confunden con las pocas
líneas que marcan las carreteras polvorientas trazadas por los dueños de las
haciendas, los palmeros, las empresas de petróleo y las máquinas de algún
municipio. La extensión del paisaje y los cuatrocientos pies de altura terminan
por igualar las rutas del ganado y las de los hombres.
Desde el aire se puede ver,
convertida en una especie de caricatura, una de las nuevas disputas que marcan
la tierra sin cercos del Casanare: un carrotanque petrolero espanta un grupo de
reses que busca atravesar una carretera. El petróleo hace sonar sus monedas y
sus cascabeles, crea nuevas expectativas y sueños, como sucedió en su momento
con el espejismo del caucho en el Vichada. Muchos jóvenes de la región miran
con desdén los trabajos de vaquería, donde los jornales son menores que en los
campos petroleros.
El oleoducto rodante que recorre muchas de las rutas del departamento luce ordenado y lento desde la ventana de La Cansada. Los grandes camiones dejan una estela polvorienta mientras un carrotanque menor y caritativo riega con agua las vías frente a los caseríos para evitar que se asfixien entre el polvo. Cerca de dos mil carrotanques mueven el 14% del petróleo que se extrae en Colombia. Pero no solo el orden cuadriculado de los campos petroleros marca los hitos del llano que liman los cascos de caballos y reses. Cada tanto aparece el brillo de los techos de lata acompañado de un tanque y un molino. Los pequeños oasis de las fincas ganaderas lucen siempre un pequeño bosque de mangos que da sombra a los quioscos. De pronto, ya cerca de nuestro primer destino, surge el río Cravo Sur y su cauce amplio, más playas que agua, y su paisaje que recuerda esos dibujos de arenas coloridas encerradas en una botella. El agua no necesita aquí cavar un cauce profundo, tiene espacio suficiente para trazar un lecho pando y sereno.
He visto las palmas salvajes, los moriches que siguen la ruta de los ríos y los caños con sus hojas como flechas. Pero es hora de admirar otras palmas: los sembrados de la palma de aceite trazados a cordel, en un orden que produce vértigo y hace pensar en algún látigo que las obliga a mantener las hileras perfectas; el verde también es uniforme y desde el aire parece que crecieran siguiendo los impulsos emitidos desde un cuarto de máquinas. No se ve un solo trabajador en ese bosque cuadriculado. También ahí se producen combustibles. Una parte de lo que cultiva Aceites Manuelita será biodiesel y saldrá en carrotanques.
El oleoducto rodante que recorre muchas de las rutas del departamento luce ordenado y lento desde la ventana de La Cansada. Los grandes camiones dejan una estela polvorienta mientras un carrotanque menor y caritativo riega con agua las vías frente a los caseríos para evitar que se asfixien entre el polvo. Cerca de dos mil carrotanques mueven el 14% del petróleo que se extrae en Colombia. Pero no solo el orden cuadriculado de los campos petroleros marca los hitos del llano que liman los cascos de caballos y reses. Cada tanto aparece el brillo de los techos de lata acompañado de un tanque y un molino. Los pequeños oasis de las fincas ganaderas lucen siempre un pequeño bosque de mangos que da sombra a los quioscos. De pronto, ya cerca de nuestro primer destino, surge el río Cravo Sur y su cauce amplio, más playas que agua, y su paisaje que recuerda esos dibujos de arenas coloridas encerradas en una botella. El agua no necesita aquí cavar un cauce profundo, tiene espacio suficiente para trazar un lecho pando y sereno.
He visto las palmas salvajes, los moriches que siguen la ruta de los ríos y los caños con sus hojas como flechas. Pero es hora de admirar otras palmas: los sembrados de la palma de aceite trazados a cordel, en un orden que produce vértigo y hace pensar en algún látigo que las obliga a mantener las hileras perfectas; el verde también es uniforme y desde el aire parece que crecieran siguiendo los impulsos emitidos desde un cuarto de máquinas. No se ve un solo trabajador en ese bosque cuadriculado. También ahí se producen combustibles. Una parte de lo que cultiva Aceites Manuelita será biodiesel y saldrá en carrotanques.
Aterrizamos sobre la larga pista
de hierba de la hacienda San Pablo y parqueamos frente a uno de sus quioscos.
En tierra la brisa hace zumbar las palmas “finas como un pincel”, los monos
aulladores también nos dejan su concierto lejano, y ver el horizonte a ras de
piso entrega las verdaderas proporciones de lo que se creía dominar desde el
aire. Dependiendo del ánimo, usted podrá entrever las ciudades fantásticas que
enloquecían a Arturo Cova al mirar el infinito; o simplemente pensar que faltó
una más cálida despedida para las montañas ahora que “solo quedan llanos,
llanos y llanos”. Descansamos un rato y volvemos a la cabina de La Cansada.
Vamos rumbo a Orocué que está en plenas fiestas de La Candelaria. Al aterrizar
nos recibe una valla que resume la política de los pueblos regentados por
mayorales: “Bienvenidos. Monchy Yobani M. Alcalde. Orocué 2012-2015”. El cartel
para la fiesta de la noche en la plaza ha atraído a la gente de los pueblos cercanos:
“Checo Acosta, Rikarena, Rafael Santos, Alfredo Gutiérrez”. Para la tarde de
coleo se ofrece un premio de diez millones y un machiro de oro al ganador. Los
competidores han llegado de Arauca y Meta a buscar fortuna frente a los locales.
Mientras me bogo tres Poker mirando el río Meta y sus bañistas, el dueño de la tienda me habla de la evolución del pueblo: “esto creció fue en los últimos ocho o nueve años. Antes había cuatro barrios, ahora hay trece”. Orocué guarda solo dos reliquias: una antigua escuela de policía que fue famosa en los años sesenta, y la casa donde vivió José Eustasio Rivera en 1919 mientras peleaba una herencia armado de un maletín. La casa está cerrada con candado y marcada por un pequeño aviso a medio borrar. Los indígenas Guahibos que en la novela de Rivera roban ganado con la amenaza de su arco, ahora andan en moto por el pueblo: “los ‘guajibitos’ saben arrancar la moto, pero no saben frenar”, me dice el policía que está de turno en la estación. “Aquí no pasa nada, este pueblo es muy tranquilo, el único problema son las motos: no hay casco, ni reglas, ni multas. Y si usted los para, ellos responden: ‘ah, es que ustedes los blancos...’”.
Los treinta y cinco mototaxis no son suficientes para llevar a todo el pueblo a la pista de coleo. Toca caminar hasta el aeropuerto bajo un sol acompañado del pito de un motopaseo y el voceo de los agentes de comercio al ofrecer las mismas baratijas de las esquinas de las capitales. Al despegar una mole de cemento nos dice que el auge de los “megacolegios” ha llegado hasta el pueblo. El río Meta hace que Orocué, con sus lanchas alargadas y sus planchones, se vea menos abandonado en medio del llano sin sombras. Al menos hay una ruta expedita para huir.
Mientras me bogo tres Poker mirando el río Meta y sus bañistas, el dueño de la tienda me habla de la evolución del pueblo: “esto creció fue en los últimos ocho o nueve años. Antes había cuatro barrios, ahora hay trece”. Orocué guarda solo dos reliquias: una antigua escuela de policía que fue famosa en los años sesenta, y la casa donde vivió José Eustasio Rivera en 1919 mientras peleaba una herencia armado de un maletín. La casa está cerrada con candado y marcada por un pequeño aviso a medio borrar. Los indígenas Guahibos que en la novela de Rivera roban ganado con la amenaza de su arco, ahora andan en moto por el pueblo: “los ‘guajibitos’ saben arrancar la moto, pero no saben frenar”, me dice el policía que está de turno en la estación. “Aquí no pasa nada, este pueblo es muy tranquilo, el único problema son las motos: no hay casco, ni reglas, ni multas. Y si usted los para, ellos responden: ‘ah, es que ustedes los blancos...’”.
Los treinta y cinco mototaxis no son suficientes para llevar a todo el pueblo a la pista de coleo. Toca caminar hasta el aeropuerto bajo un sol acompañado del pito de un motopaseo y el voceo de los agentes de comercio al ofrecer las mismas baratijas de las esquinas de las capitales. Al despegar una mole de cemento nos dice que el auge de los “megacolegios” ha llegado hasta el pueblo. El río Meta hace que Orocué, con sus lanchas alargadas y sus planchones, se vea menos abandonado en medio del llano sin sombras. Al menos hay una ruta expedita para huir.
En la noche, ya sentados en el
comedor de la hacienda San Pablo, un vaquero se encarga de descifrar un poco
las escenas desoladas que desde el aire hacen creer que las reses viven
abandonas a su suerte, casi como manadas salvajes. Solo el lazo de los vaqueros
sirve de cerco a las miles de reses de San Pablo. El lenguaje de Andrés, un
hombre de unos cincuenta años nacido en Maní, es el mismo de los protagonistas
de las campañas de pastoreo de La vorágine: las “fundaciones” en
las que se dividen los hatos para su cuidado, el “ganado mañoso” que coge el monte
y no aparece más, sus cuatro caballos “silleros” para las jornadas de mañana y
tarde, la “saca” del rodeo que exige al menos doce vaqueros para mover
doscientas reses. Estoy seguro de que podría repetir el dicho de los hombres de
la novela: “Que el yanero es el sincero, que al serrano, ni la mano”. Pero algo
ha cambiado. Sus hijos están terminando el bachillerato y piensan en el
servicio militar; a uno le gusta el lazo y la vaquería mientras el otro piensa
en jornales más prometedores. Y él mismo ha cambiado algunos de sus hábitos.
Ahora, cuando el verano lo permite, hace muchas de sus rondas en moto. “Mi
patrón me hizo realidad el sueño de tener la moto”, dice, a sabiendas de que
está a cincuenta minutos de las promesas de Orocué. También lleva una pistola
al cinto como los vaqueros desconfiados de la novela. Todos los días debe darle
vuelta a su rodeo: curar las gusaneras, enlazar a las bestias rebeldes, llevar
la sal a los bebederos, calentar el hierro y marcar. Conoce las rutas de sus
reses como si las hubiera amaestrado, las mismas que desde el aire parecen
líneas arbitrarias.
Desde el aire y ras de suelo es posible ver la paradoja de un paisaje y unos pueblos que aún en el momento de sus mayores cambios parecen una copia de las viejas ramadas. Ni las banderas de fuego que lucen los campos petroleros, ni las hectáreas de palma, ni los puentes a medio construir sobre los ríos, logran aplacar la sensación de estar en un planeta con muy pocas señales, una tabula rasa sobre la que aún están por definir el paisaje y las reglas.
Desde el aire y ras de suelo es posible ver la paradoja de un paisaje y unos pueblos que aún en el momento de sus mayores cambios parecen una copia de las viejas ramadas. Ni las banderas de fuego que lucen los campos petroleros, ni las hectáreas de palma, ni los puentes a medio construir sobre los ríos, logran aplacar la sensación de estar en un planeta con muy pocas señales, una tabula rasa sobre la que aún están por definir el paisaje y las reglas.
Te faltó hablar con criollos cuando hiciste esta crónica. La famosa escuela de policía que mencionas como una de las dos cosas famosas de Orocúe, fue antes la Base Naval de Oriente de la Armada, allí acantonada debido a la importancia del puerto, que recibía mercancías del Atlántico y que llevaba plumas de garzas a Europa. Estos garceros (sitios donde duermen los bichos) eran regentados por las familias importantes del pueblo.
ResponderEliminarSi tengo una pregunta para usted. ¿Su propósito era hacer una bitacora y nada más?