España
despide con honores monárquicos al presidente que lideró, luego de ser señalado
por el Rey, la transición del franquismo a la democracia. Adolfo Suárez, con
sus retos, su arribismo, sus paradojas, sus enemigos y sus honores póstumos,
encarna una especie de paradigma del político profesional. Con la carga de
melodrama, tragedia y farsa que implica ese oficio desprestigiado. La figura de
Suárez es relevante por el momento histórico en que recibió su encargo y por la
intensidad cinematográfica de sus mayores desafíos.
La
película del 23 de febrero de 1981 en el hemiciclo del congreso español, cuando
Suárez permanece sentado en su escaño, impávido mientras los militares gritan,
insultan y disparan al techo del salón del Congreso, fue suficiente para que Javier
Cercas escribiera un libro de 400 páginas en busca de los significados de ese
gesto valeroso del presidente y los motivos por los que el país de entonces
había llegado a despreciarlo. Anatomía de
un instante, el libro de Cercas, es una investigación exhaustiva sobre los
primeros cinco años de la balbuciente democracia española luego de casi cuarenta
años de dictadura, y al mismo tiempo, un ensayo con lecciones y advertencias
para el teatro de la política en todas las “cloacas del poder”, para usar la
expresión de Suárez al referirse al círculo madrileño que conspiraba en su
contra.
Adolfo
Suárez comenzó como botones del edificio del Movimiento, como se conocía al
aparato político del franquismo. Un apuesto e impostado joven de provincia que
tenía la ambición como emblema personal y podía mostrarse orgulloso o sumiso
según las obligaciones de cada día. Recién nombrado presidente un periodista de
París Match le preguntó qué significaba el poder. El jefe de gobierno respondió
con una sinceridad rebosante: “¿El poder? Me encanta”. Según la opinión
generalizada en España luego de sus primeros tres años de gobierno, Suárez no
era más que un arribista y un ignorante. Tenía enemigos en el ejército por
remover los oscuros laberintos del franquismo y hacer esperar a los generales
detrás de su puerta; entre la derecha por legalizar el partido comunista y
darle juego a los sindicatos; entre la iglesia por permitir el divorcio; en el
círculo de los financistas y empresarios por estorbar las reformas económicas y
ser un usurpador que había obtenido el poder de la derecha mientras gobernaba
para la izquierda; en el PSOE por ser un falangista de provincia, un tahúr que
todavía asustaba al pueblo con sus advertencias sobre el marxismo y jugaba todas
las cartas al mismo tiempo.
También
en su propio partido lo odiaban. La Unión de Centro Democrático era “un sello
electoral improvisado” para políticos de variadas tendencias, una franquicia
creada por el afán de la novedad electoral. Los celos y las rivalidades luego
de las primeras derrotas hicieron que Suárez se convirtiera en un tibio (el
Centro político había dejado de tener justificación) y “un pícaro que había
sido un mal necesario” y ahora era un político menor jugando al estadista.
Luego
de un poco más de 30 años desde el golpe fallido de 1981, España ha cambiado de
opinión casi de manera unánime con respecto a Suárez. En ese entonces era el
único culpable de la gran crisis y la palabra desencanto era lo que hoy es la
palabra indignación. Tal vez sus gestos lo hayan salvado para la posteridad.
Mientras uno de los golpistas, el Coronel Tejero, le apuntaba al pecho, Adolfo Suárez
le gritó su orden con la vehemencia de un gran actor: “¡Cuádrese!”. Hoy toda
España tiene una pose marcial frente a su féretro.