martes, 25 de marzo de 2014

La muerte de un actor







España despide con honores monárquicos al presidente que lideró, luego de ser señalado por el Rey, la transición del franquismo a la democracia. Adolfo Suárez, con sus retos, su arribismo, sus paradojas, sus enemigos y sus honores póstumos, encarna una especie de paradigma del político profesional. Con la carga de melodrama, tragedia y farsa que implica ese oficio desprestigiado. La figura de Suárez es relevante por el momento histórico en que recibió su encargo y por la intensidad cinematográfica de sus mayores desafíos.
La película del 23 de febrero de 1981 en el hemiciclo del congreso español, cuando Suárez permanece sentado en su escaño, impávido mientras los militares gritan, insultan y disparan al techo del salón del Congreso, fue suficiente para que Javier Cercas escribiera un libro de 400 páginas en busca de los significados de ese gesto valeroso del presidente y los motivos por los que el país de entonces había llegado a despreciarlo. Anatomía de un instante, el libro de Cercas, es una investigación exhaustiva sobre los primeros cinco años de la balbuciente democracia española luego de casi cuarenta años de dictadura, y al mismo tiempo, un ensayo con lecciones y advertencias para el teatro de la política en todas las “cloacas del poder”, para usar la expresión de Suárez al referirse al círculo madrileño que conspiraba en su contra.
Adolfo Suárez comenzó como botones del edificio del Movimiento, como se conocía al aparato político del franquismo. Un apuesto e impostado joven de provincia que tenía la ambición como emblema personal y podía mostrarse orgulloso o sumiso según las obligaciones de cada día. Recién nombrado presidente un periodista de París Match le preguntó qué significaba el poder. El jefe de gobierno respondió con una sinceridad rebosante: “¿El poder? Me encanta”. Según la opinión generalizada en España luego de sus primeros tres años de gobierno, Suárez no era más que un arribista y un ignorante. Tenía enemigos en el ejército por remover los oscuros laberintos del franquismo y hacer esperar a los generales detrás de su puerta; entre la derecha por legalizar el partido comunista y darle juego a los sindicatos; entre la iglesia por permitir el divorcio; en el círculo de los financistas y empresarios por estorbar las reformas económicas y ser un usurpador que había obtenido el poder de la derecha mientras gobernaba para la izquierda; en el PSOE por ser un falangista de provincia, un tahúr que todavía asustaba al pueblo con sus advertencias sobre el marxismo y jugaba todas las cartas al mismo tiempo.
También en su propio partido lo odiaban. La Unión de Centro Democrático era “un sello electoral improvisado” para políticos de variadas tendencias, una franquicia creada por el afán de la novedad electoral. Los celos y las rivalidades luego de las primeras derrotas hicieron que Suárez se convirtiera en un tibio (el Centro político había dejado de tener justificación) y “un pícaro que había sido un mal necesario” y ahora era un político menor jugando al estadista.
Luego de un poco más de 30 años desde el golpe fallido de 1981, España ha cambiado de opinión casi de manera unánime con respecto a Suárez. En ese entonces era el único culpable de la gran crisis y la palabra desencanto era lo que hoy es la palabra indignación. Tal vez sus gestos lo hayan salvado para la posteridad. Mientras uno de los golpistas, el Coronel Tejero, le apuntaba al pecho, Adolfo Suárez le gritó su orden con la vehemencia de un gran actor: “¡Cuádrese!”. Hoy toda España tiene una pose marcial frente a su féretro.









miércoles, 19 de marzo de 2014

Congreso invisible






Los congresistas antioqueños recién elegidos sirven para demostrar una triste forma de representación, un cuento viejo de papeletas electorales en los tiempos del tarjetón multicolor. La mayoría de los votos paisas en las elecciones del 9 de marzo fueron tan amarrados como los de Sahagún, Ciénaga o Soledad. En el pasado, Medellín y Antioquia han demostrado que pueden elegir e impulsar figuras políticas sin la necesidad de las recomendaciones de esas agencias de empleo que llaman directorios.
Medellín fue la primera plaza de dos de los fenómenos políticos más importantes del país en los últimos 15 años. Álvaro Uribe y Sergio Fajardo llegaron por vías contrarias a la política, aprendieron de leyes opuestas durante sus días en la universidad y en algún momento sedujeron a sus electores desde una trocha propia, lejos de los trapos partidistas, buscando los votos a ras de piso y no en las tarimas programadas. Así llego Uribe a la presidencia en 2002 y Fajardo a la alcaldía de Medellín en 2004. Durante su gobierno Uribe hizo el trabajo necesario para atraer a los políticos a los que había desdeñado en su primera campaña presidencial. Y abrazó a Bernardo ‘Ñoño’ Elías, Roberto Gerlein, José David Name, Andrés Felipe García Zuccardi, Olga Suárez, Samy Meregh y una larga lista de politicastros, parapolíticos y clanes familiares de distintos acentos.
Ahora se ha vuelto a lanzar disfrazado de luchador solitario y hay que decir que en al menos 15 capitales de departamento sacó la primera o segunda votación. Votos de opinión para un candidato que ha comido y renegado de la política tradicional dependiendo de los odios y las oportunidades. Fajardo pasó en blanco en las elecciones de Congreso y los pocos candidatos afines que lograron demostrar al menos su existencia se quemaron sin apelación. De modo que para la mayoría de los Antioqueños lejanos a las sectas partidistas, no conocían a un solo candidato nacido en el departamento, fuera para senado o para cámara,  distinto a Álvaro Uribe Vélez. En la región donde nacieron tres de los fenómenos políticos del siglo que corre -sumemos a Carlos Gaviria que desde la izquierda logró ser segundo en las presidenciales de 2006-, se eligieron senadores y representantes anónimos, escondidos tras de microempresas electorales; funcionarios grises o hijos al acecho ayer y grandes electores hoy; genios del buen reparto y las planillas burocráticas, doctores de fin de semana en los pueblos y socios de semana en las oficinas públicas.
Las elecciones se limitaron a saber cuánto les quitó Uribe, como antiguo patrón, a las parcelas de los godos (en Antioquia hay tres compartimentos azules y un solo dios verdadero) o a la franquicia desperdigada de la U y sus esfuerzos individuales. Lo otro fue el viejo trapo del liberalismo que aquí se parece más a las herencias de Guerra Serna y César Pérez que a la de Galán. Hemos llegado al caciquismo sin caciques. No había un solo candidato antioqueño al senado, descontando a Uribe, que pudiera ser atractivo para el electorado nacional o el votante independiente. De modo que la gran electora del departamento es una señora Nidia Marcela Osorio, antigua Jefe de Compras en Itagüí y hasta hace 5 años concejal de ese municipio. La sigue de cerca Olga Suárez Mira, en el otro extremo geográfico, Municipio de Bello, pero en la misma orilla partidista y con modales políticos similares. Y saber que desde aquí miramos con desdén a Sincelejo y su Gata.











martes, 11 de marzo de 2014

Zapatismo a tus zapatos




Se cumplieron veinte años de la mascarada del subcomandante Marcos en Chiapas. Once horas de combates, cientos de entrevistas, una decena de marchas, discursos viejos sobre el “hombre nuevo” y el humo aromático de su pipa son parte del legado del filósofo y guerrillero. Marcos demostró que la insurgencia puede ser una pantomima moral contra el mundo entero y sus miserias. Un reloj en cada mano simboliza su lucha desde los tiempos originales –idílicos, como debe ser– contra una humanidad que se pudre sin remedio. Los fusiles eran solo para quitarle algo del tono pueril al discurso. Bien lo dijo Octavio Paz cuando le reclamaron por prestarle más a tención al subcomandante que a toda una generación de escritores mexicanos: “¡Es que ustedes no se han levantado en armas!”.
Marcos inauguró una especie de populismo esotérico. El Popol-Vuh, la música norteña, las profecías mayas y la rabia contra el PRI y su “revolución inmóvil” han sido su divisa. En realidad podría ser compositor de Calle 13 o corista de Manu Chao. La última gran marcha de su movimiento fue el 21 de diciembre de 2012 para decir “aquí seguimos”, pero este mundo es tan malo que ni se acaba. No todo han sido estribillos en estos veinte años. Rafael Guillén Vicente, alias Marcos, también tuvo un sabio protector, un anciano de la tribu que llegó desde la academia: Luis Villoro, indigenista mexicano nacido en España, fallecido hace unos días, fue un entusiasta de su causa. El mundo que parecía extinguido en sus libros e investigaciones volvía a ser una promesa. Su hijo Juan Villoro lo resumió bien, “mi padre encontró ahí una ‘puesta en vida’ de sus preocupaciones.”
Esa puesta en vida se tradujo en la creación de 38 municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas y Juntas de Buen Gobierno para su administración. La consigna es clara y vendedora: “Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”. Los turistas bienpensantes se toman fotos con el lema a sus espaldas y gestionan aportes para ese experimento inspirador. Las comunidades zapatistas se agrupan –se encierran, dicen otros– en los llamados Caracoles, un nombre que intenta romper con las denominaciones burocráticas oficiales y simboliza otro de los tantos lemas: “lento pero avanzamos”. El gobierno es el enemigo tras los cercos del movimiento y se prohíbe el ingreso de los programas estatales. Salud, educación y políticas agrícolas se construyen y financian desde sus convicciones y con sus recursos. Maite Rico –coautora de un libro sobre el zapatismo llamado La genial impostura– entregó hace poco algunos números con resultados del experimento más allá de la tinta de los manifiestos: “En estos 20 años la pobreza ha aumentado en los municipios zapatistas: del 68,7% al 81,3% en San Andrés Larrainzar, del 56% al 66% en La Garrucha; del 67% al 72% en Morelia…” Además, las escuelas autónomas sin acreditación ni grados escolares son un misterio ancestral, y los comandantes militares y jefes políticos del movimiento se convierten en soberanos de la tribu. El gran logro de esa secta moralista es que ahora no se bebe alcohol en los Caracoles.
No sé por qué ese laboratorio hecho de discursos me hizo pensar en lo que podrían ser las Zonas de Reserva Campesina bajo el liderazgo de unas Farc desmovilizadas. Siendo el comandante Joaquín Gómez mucho más peligroso que el subcomandante Marcos.












martes, 4 de marzo de 2014

Ciudad juzgada






Bogotá se ha convertido en un inmenso consultorio jurídico. Desde hace seis años la capital se dedica al derecho administrativo, disciplinario y penal. Recuerdo el tiempo en que se discutían proyectos, hoy solo se habla de proyectos de fallo, de sentencias en ciernes y posibles impedimentos por los primos o hermanos de magistrados que trabajan bajo el logo de Bogotá Humana o bajo la mirilla de la Procuraduría. La capital se puede cubrir desde Paloquemao, se pasó de las oportunidades a los principios de oportunidad y los ciudadanos celebran la condena a Rojas Birry o rabian por la casa por cárcel a Hipólito Moreno. Los electores intentan defender sus derechos con tutelas y cuando la maraña legalista llega a los cuatro altos tribunales del país es necesario pasar al derecho internacional. Las últimas dos administraciones han hecho una gran contribución a la cultura jurídica del país: ahora sabemos cómo funciona el código único disciplinario y todo el mundo puede desmenuzar el cohecho impropio, ya podemos diferenciar entre la Comisión y Corte Interamericana y los ciudadanos piensan en medidas cautelares para enfrentar una multa de tránsito.  Antes se discutía la conveniencia de los proyectos, hoy solo se habla de los términos de la licitación y las inconveniencias de los anticipos.
Hubo un tiempo en que Bogotá marcaba la pauta en urbanismo, movilidad, educación pública y cultura ciudadana. La gente preguntaba si valía la pena sembrar bolardos, si los colegios por concesión eran enseñanza con más inteligencia que pliegos, si los parquímetros eran abuso o regulación, si los mimos en la calle eran simple payasada, si Transmilenio era un ejemplo a seguir y si las ciclorutas eran una especie apta para estas tierras. Pero la corrupción y los arrebatos ideológicos por encima de la lógica lograron desempolvar el gusto leguleyo, la fascinación por los códigos y la letra menuda. Están muy lejos los tiempos en que la ciudad del Águila Negra tenía además de la Real Audiencia los tribunales de la Santa Cruzada, de Tributos y Azogues, de Bienes de Difuntos, de Papel Sellado, de Diezmos y más. Oidores, síndicos, procuradores, alguaciles, escribanos y pregoneros movían con sus decisiones sobre lo divino y lo humano la vida de la aldea que se pretendía ciudad letrada. Con un aire más deslucido, la simple corbata en vez de la golilla, un almuerzo corriente entre un magistrado y un directivo del acueducto, los acuerdos privados entre fiscales y acusados, Bogotá vuelve a vivir bajo el triste imperio de eso que llamamos la ley.
Como ejemplo de ese tránsito tortuoso entre oficinas públicas y juzgados nada mejor que lo que ha pasado en un parque que recuerda la liberación de los sellos y las minutas de España. Las obras del Parque de la Independencia llevan más de dos años paralizadas, debían terminarse en 2010 para acompañar una celebración y lucir un nuevo nombre: Parque Bicentenario. El invento de Samuel Moreno chocó con los vecinos y el Ministerio de Cultura y muy pronto todo estaba en manos del Tribunal Administrativo de Cundinamarca. Se pasó entonces de los arquitectos a los jueces. Llegar a los tribunales para resolver los conflictos es supuestamente un signo de civilidad; pero llevar todas las decisiones de una ciudad al filtro de los juzgados y considerar esa balanza simbólica como instancia privilegiada, es una clara señal de atrofia política y administrativa.