martes, 24 de junio de 2014

Agua negra y tierra roja










Manaos y Brasilia son a su manera ciudades de sueños y mitos. La primera quiso ser una París sudorosa adornada por los “monstruos” del Río Negro y el Amazonas para reemplazar las gárgolas inexistentes de su Catedral de pueblo. Un teatro de ópera es su verdadera iglesia central y su orgullo de tapete rojo para la romería de turistas en chanclas que la rondan. Caruso nunca fue, es solo otro de sus animales mitológicos sacado de la película de un ogro. Pero en cambio, en uno de sus parques de kiosko central afrancesado, donde venden crispetas y churros, suena La donna è mobile para entretener a los visitantes. Y es cierto que tuvo puteaderos donde solo atendían polacas o rusas, y que las señoras de los dueños del caucho mandaban a lavar sus vestidos a Europa para no ensuciarlos con las aguas turbias de los ríos cercanos. La gran apuesta era borrar la selva, que los pianos alemanes y los relojes suizos opacaran el chirrido de las chicharras y el monótono reloj de agua en las orillas. Pero hasta las verjas francesas del mercado municipal llegan las aguas del Río Negro y las carretillas cargadas de plátano, y hay tatuadores al aire libre en los domingos sucios de sus casetas de venta ambulante.
Manaos es hoy una extraña combinación de ciudad industrial, utopía hecha con exenciones tributarias, puerto de chucherías para toda la nación amazónica, gran refinería con su bandera de fuego perpetuo y ciudad de estudiantes que ven la selva como la única de las promesas que aún vale la pena salvar. Manaos ha ido renovando sus sueños y por eso exhibe un reciente orgullo, un puente de 3.8 kilómetros de largo para que los buses puedan competir con su flota de barcos de madera como posadas flotantes.
Brasilia en cambio no es un sueño que intente copiar galas ajenas. Niemeyer, uno los dibujantes sobre esta inmensa planicie roja, lo dijo  muy claro: “Me ha gustado hacer lo que hice porque fue un momento de optimismo, cuando todos creían que Brasil iba a mejorar. Una arquitectura diferente. En Brasilia, los palacios pueden gustarle o no, pero jamás podrá decir que antes había visto algo igual”. La ciudad es un laberinto de calles que se copian y por momentos parece que somos engañados por un juego de espejos. Hasta el cementerio se enrosca en forma de caracol donde cientos de montículos de tierra roja sirven de ofrenda. Se sembraron doce millones de árboles sobre el zarzal señalado. La ciudad es una anomalía pensada por unos cuantos, una capricho de originalidad, una manera de revelarse contra el desorden y construir una maqueta en escala 1:1 para alentar una idea de fraternidad y esperanza. No en vano la casa presidencial se llama Palácio da Alvorada. Y aunque sus buses son más suaves y más silenciosos que los de Manaos, los ladrones de sus estaciones son un poco más visibles. A cambio de río tiene un lago que marca su geografía y le ofrece un extraño homenaje a Don Bosco, quien supuestamente tuvo una visión sobre una futura ciudad en el terraplén que ocupa Brasilia, un siglo antes de la visión de Juscelino Kubitschek, quién como presidente, desde un avión, señaló el punto donde se levantaría la nueva capital. Su mapa ha servido como cartilla para los esotéricos y los amigos de las utopías sociales. A los críticos hay que decirles que la ciudad es real, que sus fosos peatonales huelen a orines y es posible ver una rata reflejada en el espejo de agua de su Catedral. A los ingenuos hay que contarles que un cura quemó una las iglesias pioneras porque quería una nueva, más grande, con menos aire de feria de campamento. Una advertencia frente a tantos sueños.









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