martes, 25 de noviembre de 2014

Callejosos incipientes







Las grandes ciudades se acostumbran pronto al paisaje de sus villas de desarrapados. En las orillas del río, en los descampados que dejan los retornos de las autopistas, en los barrios de casas altas y destartaladas donde el acueducto de hierro es la última guaca, frente a las zonas de talleres donde pueden ser útiles con solo un trapo al hombro los callejosos adquieren una especie de personalidad ligada al clima y las costumbres de la ciudad.
En Bogotá es normal verlos con una cobija y un perro como escolta, hoscos, con el arma secreta de su hedor y una costra de hollín para disimular la palidez. Casi nunca adormilados, en una especie de acecho permanente a pesar de su debilidad. En Medellín caminan más sueltos, con los últimos alardes que les ha dejado  la pipa de bazuco, exhibiendo algún tesoro por el que podrán sacar 10.000 pesos y con la enseña de una gran empresa en la camiseta. Todavía ejercen de comerciantes unas horas al día. Hace poco vi a uno cruzando el río, sin camisa, caminando entre las aguas después del aguacero de la tarde. Tal vez era una apuesta con su compañero de cueva. El juego acompaña casi todas sus rivalidades.
Siempre es un enigma descubrir a los hombres o a las mujeres que habitaron esos cuerpos antes de que la calle impusiera un nuevo perfil y unas nuevas costumbres. Antes de “todas esas negativas, esas vagas promesas, esos rotundos rechazos, esas nuevas tentativas que una y otra vez terminan en nada”. En ciudades pequeñas es posible ver a los callejosos incipientes luciendo sus dudas por entre los parques y los callejones del centro. Se tambalean entre una vida en la que todavía es posible llevar una llave atada a un cordón en el bolsillo y una caminata definitiva donde una simple caja de cartón es un fardo insoportable.
Hace unos días me topé con varios de hombres en la cuerda floja. El primero de ellos venía discutiendo con un celador de perro embozalado. Llevaba una caja de confites y estaba mejor calzado que su cazador. “Qué le pasa, yo soy un rebuscador igual que usté”, le dijo al hombre que lo arriaba con un pito y un escudo en la chaqueta. El plante en una sola mano, la hazaña de los veinte mil pesos diarios puede marcar la diferencia. Los recorridos de la venta van mostrando algunas opciones en los jardines para la noche difícil. El segundo venía de frente con una botella en la mano, los restos de un aguardiente de tercera y un pantalón todavía con la raya de una remota planchada. Caminaba rápido y cuando nos cruzamos me mostró sus dientes picados, una sonrisa como una advertencia de amistad. Aunque quisiera ser una hiena no podría, le faltaban días de hambre y furia. El tercero estaba debajo de un toldo con una camisa a cuadros de oficinista. Tiraba una piedra al aire y la dejaba caer como si fuera un dado. La cabeza clavada al piso como si quisiera encarnar la imagen del hombre que vendió a crédito en los afiches de granero. Parecía estar decidiendo su suerte en una noche sin ruido, con la promesa de los antros a menos de una hora de camino. Podía ser un drogadicto o un despechado. O un drogadicto despechado.
El cepillo de dientes, el recuerdo de un teléfono, la confianza del dueño del inquilinato definen el rumbo definitivo de esos equilibristas.




martes, 18 de noviembre de 2014

Desencanto general






Parece que dos años son muy poco tiempo. El aislamiento, la lógica de la discordia y la soberbia de las armas son enfermedades que necesitan tratamientos más largos. Las guerrillas construyeron durante muchos años una épica de la victoria, una ética de la revancha y unos objetivos basados en la eliminación del adversario. Su idea de la política está directamente ligada a la imposición, nunca han tenido que convencer a nadie, su dialéctica termina siempre con una sigla inapelable: AK-47. Sin darse cuenta todavía están tras la idea del partido único y creen que la “movilización de masas” es una tarea parecida a la de los vaqueros y sus zurriagos. En esa tarea nuestros políticos de pueblo les llevan años de ventaja, saben que la mentira y el menudeo de favores personales traen fidelidades más sencillas, menos cruentas, y tienen ambiciones medidas frente a una clientela y no frente a un hipotético “pueblo”.
La alegría contenida de las Farc luego del secuestro del General Rubén Darío Alzate, su alusión a un hecho extraordinario y a la justicia popular, demuestra que los jefes guerrilleros todavía creen estar en una íntima confrontación con el gobierno, o con el Estado en el mejor de los casos. Los negociadores son combatientes concentrados en el tablero de sus obsesiones ideológicas y sus odios. Mientras el gobierno debe lidiar con la opinión pública, la oposición política, la ambición burocrática de sus aliados y los problemas reales del tablero en La Habana, la guerrilla cree que su juego es un cara a cara con Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo y el General Mora Rangel.
Mientras las Farc sigan pensando que el pulso militar y la humillación pública del adversario son más importantes que su viabilidad política, el proceso va terminar mal, tal vez con una firma y un aplauso de la comunidad internacional, pero ignorado o rechazado por la mayoría de los colombianos. Los jefes guerrilleros necesitan urgente una larga sesión con algunos encuestadores y politólogos que les sirvan como psicoanalistas, que los hagan repetir las palabras “opinión pública” y les aclaren que el “pueblo” que tanto invocan no es su tropa. Blindar unas zonas para la batalla política mediante el poder armado, cercar unos pueblos con sus arengas y sus amenazas, los convertirán en unos políticos muy parecidos a algunos gamonales paracos en las regiones: mandamases en sus círculos y repudiados en el resto del país.

Hace unos meses el presidente Santos dijo que en este momento del proceso lo pensaría dos veces antes de dar la orden una operación contra Timochenko. Esa confesión fue un reconocimiento a unos compromisos implícitos que se crean luego de dos años de negociación. Tiene que haber surgido un lenguaje y una esperanza común que haga preferible el camino de la negociación. Para las Farc parece que todo estuviera muy crudo y todavía fuera el momento de los alardes y las venganzas. El gobierno reitera que la contraparte tiene voluntad de paz, pero “el pueblo” necesita una prueba que justifique ver a Iván Márquez y a Santrich dando lecciones de moral desde un atril en La Habana. Soportaríamos sus discursos, les entregaríamos incluso la importancia necesaria para rebatirlos, pero tienen que deponer la insolencia de quienes se acostumbraron al peso del fusil en el hombro. El tiempo para su tratamiento de desintoxicación se está acabando. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

República del repudio






Para los indígenas del Cauca ha sido imposible apartarse de la guerra. Su resistencia a las armas ha terminado por involucrarlos cada vez más en un conflicto al que ya no pueden llamar ajeno. Los bandos enfrentados entienden el simple desdén como una afrenta, el silencio como señal para la sospecha, la indiferencia como triste cobardía. El pueblo Nasa intenta ver en el ejército y la guerrilla a los representantes de otro mundo ideológico, incluso de otra realidad geográfica, invasores todos en un territorio sagrado. Pero sus jóvenes entran y salen de los bandos y los negocios que acompañan a las armas, la ideología mueve sus contiendas políticas y enfrenta a sus candidatos. Desafortunadamente el mundo de todos los días es permeable a la guerra. La foto de los reos tomados por su propia guardia les demuestra que son víctimas y victimarios, que los invasores pueden ser ellos mismos. El sombrero de los hombres de la guardia contra las gorras de los jóvenes guerrilleros.
En el examen de los Nasa al conflicto no hay una pregunta por la legitimidad y las acciones de los hombres en armas. En la República del repudio la guerrilla y el ejército tienen el pecado original de la ocupación de un territorio sagrado y ajeno a sus disputas. Nadie podría reprocharles su fatiga de los victimarios, su negativa a llevarles una especie de contabilidad a los verdugos. Pero tal vez desde afuera sea posible hacer un paralelo entre las actuaciones de quienes se disputan los cerros y los cultivos entre tiros de fusil y estruendo de ‘tatucos’.
Hace dos años largos, la misma opinión que hoy convierte a la guardia indígena y a su justicia de bastón y sin cojeras en un ejemplo digno de imitar, gritaba contra “esos indios” que habían sacado a las malas al ejército del cerro Berlín en el mismo Toribío. Las lágrimas del sargento Rodrigo García cuando más de seiscientos indígenas lo arriaron cerro abajo junto a sus soldados, fueron la gota para la indignación del momento. El mismo Feliciano Valencia, líder de la guardia en julio de 2012, reconoció que se habían equivocado. En esa ocasión el ejército ganó la partida por resignación, por humildad, por sentido común. Era imposible enfrentar a los bastones con fusiles. Hace unos meses en un retén militar en Guachené resultó muerto John Mina Guazá quien viajaba en una moto con un amigo. Los militares intentaron esconder los hechos y desaparecer algunas pruebas. El caso pasó a la justicia ordinaria y hoy 33 soldados están detenidos por lo que al parecer fue algo más que un error militar. Luego del intento de los hombres de esa primera fuerza por cubrir lo que pudo ser un homicidio el Estado ha llevado las cosas al curso legal. La única manera de demostrar que tiene un amparo para actuar en ese territorio.
Desde afuera del territorio sagrado, con la mirada profana del citadino, prefiero el respaldo de la Fiscalía que juzga a 33 militares a los comunicados de La Habana que repudian lo propio como si fuera ajeno, y prefiero el llanto del sargento García a los disparos de Alias Fercho, condenado por matar a los dos guardias indígenas. En ocasiones el bastón debería ser también una vara para medir.


martes, 4 de noviembre de 2014

Policías y masacres






Los uniformes de la policía se pueden convertir en un comodín criminal. La placa, los números en los chalecos y el serial en las pistolas le entregan un amparo temporal a los rituales macabros de las mafias. El supuesto abismo entre los policías y sus perseguidos es siempre más estrecho de lo que se piensa. Una línea invisible divide el corredor que comparten y los encuentros no siempre se dan del lado de las inspecciones y las planillas oficiales. Hay cruces diarios, encontrones de rutina. Poco a poco comienzan a construir un lenguaje común, a compartir demonios y a ver la muerte como una solución corriente.
La desaparición de los estudiantes en México ha retratado de nuevo a los policías municipales de ese país como una banda uniformada a órdenes de los capos del lugar. Cada tres años los alcaldes de los pueblos arman su cuerpo de policía como si se tratara de simples funcionarios para hacer un censo. Los policías le deben lealtad absoluta a un alcalde que a su vez le debe favores y licencias a un narco. En Iguala las cosas llegaron a un extremo perturbador: no era solo José Luis Abarca, el alcalde, quien nombraba a los hombres que deben vestir las guerreras de la policía, ahora esa decisión era compartida con un capo de nombre sonoro, Sidronio Casarrubias. Los policías de pueblo si acaso reciben la chapa y las balas por parte del Estado, y terminan disparando tiros ajenos contra objetivos propios de los mafiosos. Mientras tanto los campesinos de la policía comunitaria, con una escopeta y una pala al hombro siguen escarbando la tierra en busca de cadáveres.
En Venezuela la pelea es entre los policías que se identifican con las siglas del Estado y los civiles que dicen defender un partido y una revolución. La policía de cascos blindados contra la desarrapada policía política. El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) fue acusado por organizaciones de Derechos Humanos de cometer la mitad de las ejecuciones extrajudiciales que se habrían presentado en el país en 2013. Hace un mes, un allanamiento al Edificio Manfredi, en el centro de Caracas, dejó cinco personas muertas. La Brigada de Acciones Especiales se enfrentó con la gente del Frente 5 de Marzo, uno de los colectivos del chavismo duro, y la tempestad política que siguió trajo una expresión obligatoria en el país vecino: “revolución a la institución policial”. Las palabras fueron de Maduro y obligaron a la salida de su ministro del interior. En Venezuela la policía lucha desde facciones distintas, defendiendo orillas políticas, cobrando odios de clase, buscando en papel que deje ganancias en medio del desorden.

En Colombia la masacre de ocho personas en una finca en el sector de La María, al sur de Cali, también tiene sus pertrechos de policía. Miller Andrés Ramos, un patrullero, les entregó a los asesinos los chalecos para que llegaran presentables. El hombre pagó el valor de las prendas y salió libre hace unos días. Se dice que detrás la masacre estarían las siete toneladas de coca incautadas en abril pasado en Cartagena. El Coronel Néstor Maestre, hombre de antinarcóticos, era el encargado de llevar la carga hasta un barco con rumbo a Rotterdam. Para investigar su conducta había sido nombrado en el Cauca donde seguro ya comenzaba conversaciones con otros exportadores. En América Latina, la cinta policial que cerca la escena de las masacres se hace cada vez más natural.