Las grandes ciudades se acostumbran pronto al paisaje de sus villas de
desarrapados. En las orillas del río, en los descampados que dejan los retornos
de las autopistas, en los barrios de casas altas y destartaladas donde el acueducto
de hierro es la última guaca, frente a las zonas de talleres donde pueden ser
útiles con solo un trapo al hombro los callejosos adquieren una especie de
personalidad ligada al clima y las costumbres de la ciudad.
En Bogotá es normal verlos con una cobija y un perro como escolta,
hoscos, con el arma secreta de su hedor y una costra de hollín para disimular
la palidez. Casi nunca adormilados, en una especie de acecho permanente a pesar
de su debilidad. En Medellín caminan más sueltos, con los últimos alardes que
les ha dejado la pipa de bazuco, exhibiendo
algún tesoro por el que podrán sacar 10.000 pesos y con la enseña de una gran
empresa en la camiseta. Todavía ejercen de comerciantes unas horas al día. Hace
poco vi a uno cruzando el río, sin camisa, caminando entre las aguas después
del aguacero de la tarde. Tal vez era una apuesta con su compañero de cueva. El
juego acompaña casi todas sus rivalidades.
Siempre es un enigma descubrir a los hombres o a las mujeres que
habitaron esos cuerpos antes de que la calle impusiera un nuevo perfil y unas
nuevas costumbres. Antes de “todas esas negativas, esas vagas promesas, esos
rotundos rechazos, esas nuevas tentativas que una y otra vez terminan en nada”.
En ciudades pequeñas es posible ver a los callejosos incipientes luciendo sus
dudas por entre los parques y los callejones del centro. Se tambalean entre una
vida en la que todavía es posible llevar una llave atada a un cordón en el
bolsillo y una caminata definitiva donde una simple caja de cartón es un fardo
insoportable.
Hace unos días me topé con varios de hombres en la cuerda floja. El
primero de ellos venía discutiendo con un celador de perro embozalado. Llevaba una
caja de confites y estaba mejor calzado que su cazador. “Qué le pasa, yo soy un
rebuscador igual que usté”, le dijo al hombre que lo arriaba con un pito y un
escudo en la chaqueta. El plante en una sola mano, la hazaña de los veinte mil pesos
diarios puede marcar la diferencia. Los recorridos de la venta van mostrando
algunas opciones en los jardines para la noche difícil. El segundo venía de frente
con una botella en la mano, los restos de un aguardiente de tercera y un
pantalón todavía con la raya de una remota planchada. Caminaba rápido y cuando
nos cruzamos me mostró sus dientes picados, una sonrisa como una advertencia de
amistad. Aunque quisiera ser una hiena no podría, le faltaban días de hambre y
furia. El tercero estaba debajo de un toldo con una camisa a cuadros de
oficinista. Tiraba una piedra al aire y la dejaba caer como si fuera un dado. La
cabeza clavada al piso como si quisiera encarnar la imagen del hombre que
vendió a crédito en los afiches de granero. Parecía estar decidiendo su suerte
en una noche sin ruido, con la promesa de los antros a menos de una hora de
camino. Podía ser un drogadicto o un despechado. O un drogadicto despechado.
El cepillo de dientes, el recuerdo de un teléfono, la confianza del dueño
del inquilinato definen el rumbo definitivo de esos equilibristas.
Triste semblante de un mundo que se derrumba bajo la indiferencia de una sociedad más derrumbada que los callejosos
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