Desde hace siete años largos dudo de mis capacidades como padre en busca
de darle un orden comprensible al mundo que atropella y confunde. Entrego las
respuestas más sencillas y ciertas que encuentro: mapas para las curiosidades
geográficas e históricas y esqueletos para los interrogantes anatómicos. “Asqueroso”,
dijo mi “alumna” la última vez que intenté una explicación biológica más o
menos convincente. Frente a las preguntas religiosas solo me queda poner a la
Virgen María a la altura de La Llorona y La Patasola, un espanto más. Y uso las
dos manos para las tareas matemáticas. Cuando me acorrala con dudas sobre la
sociedad, por el recelo o la tristeza que causa una escena callejera, no
encuentro más que bajar la cabeza y el tono e intentar que la frustración diga
más que la frase cruda y torpe.
Educar a conciencia, como una
tarea que exige sabiduría y compostura, implica siempre cierto aturdimiento.
Cuando los padres han preparado la escena y se han puesto a la altura de los
ojos de su hijo ya todo está perdido. La solemnidad hace dudar al niño que
ahora presiente una tarea, una mentira o una recompensa. Si el discurso resulta
muy corto habrá un malentendido y si resulta muy largo todo terminará en fatiga
mutua. La educación hogareña supone además un peligro supremo para los padres.
Las pataletas aleccionadoras nos llenan de orgullo por la firmeza, de modo que
al poco tiempo estamos convencidos de que la impaciencia es una virtud. Unos
días después el remordimiento lleva a soltar un poco las cuerdas y a dejar que
el viento de la televisión, los juegos de video, el azúcar, el trasnocho y la
pretensión infantil haga su desorden y construya las nuevas reglas, ahora
grabadas sobre la memoria pétrea de los niños cuando la costumbre favorece sus
gustos. Un momento antes de las nuevas imposiciones de sus hijos los padres habían
interpretado el desaliento como un alivio necesario y benéfico.
Mientras los padres siguen sus cronogramas y resaltan algunas reglas en
los tableros de la casa, los niños atienden cada vez más a las imposiciones y
los caprichos de sus pares. El compañero de la buseta puede desbaratar en
veinte minutos diarios el nudo de teorías que la madre ha construido con la
idea de estar tejiendo. Y una compañerita con mediana influencia y el pelo más
brillante puede imponer los gustos que el padre ha despreciado e intentado condenar
con ejemplos burlescos y algún grito. Si usted se empeña con la lupa para que
su hijo juegue al entomólogo y descubra asombrado la fila de arrieras con las
hojas cortadas camino al hormiguero, resultará
que la muchachita grita al ver cualquier cosa que se mueve bajo sus pies. Y si
usted se burla de ese fantasma al que apodan dios la criatura se santigua. Y
cuando usted habla con todas las palabras frente a la niña, sin cuidarse de
nada, sabiendo que las palabras son el mismo puto aire, pues la pequeña le
recuerda que sus oídos están cerca, y ni siquiera es capaz de repetir, así usted
la conmine, la palabrota que soltó un taxista
por la radio luego del reciente temblor.
No valen la pena las lecciones de honor ni las cátedras menores ni los
adagios que se convertirán en estribillos, y uno termina por consolarse ante
ese instinto que empuja al niño al llevar la contraria. Pero tranquilos, no es
rebeldía, es solo que sigue a la manada de quienes están dos años adelante. Imposible
pelear contra los alumnos de Cuarto B.
great post..
ResponderEliminarvery interesting
http://obatherbaluntuklambungbengkak33.blogspot.com/
Pascual, yo igualmente perturbada por la falta de respuesta ante la tristeza por la escena callejera... por lo pronto complacida por el oasis que me encontré en la Estrella. Un buen aliado en esta labor de padres educando a conciencia: Rudolf Steiner.
ResponderEliminarthank you for sharing
ResponderEliminarreally nice ..
ResponderEliminargreat post..
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