Las
votaciones se han cerrado con un suspiro de alivio. La decisión, que ya parece
definitiva, se ha celebrado como una especie de venganza, o en el mejor de los
casos, como una lección que dejaron los abusos del pasado, un escarmiento
frente a los excesos. Pero nadie ha pensado aún en las limitaciones futuras, en
los afanes, en las estrecheces de los míseros cuatro años. Nadie duda, ni
Uribe, ni Sabas, ni Yidis, que la reelección presidencial se aprobó con la
conciencia de unas notarías y unas gerencias de hospitales en ciudades
intermedias. Se cambió la constitución como si se tratara de ajustar un
artículo de la ley de presupuesto, y se desató en enjambre político que dejó
ronchas y apenas ahora comienza a asentarse. Está bien que la Corte Suprema se
ocupe de esos abusos en la forma, y que la Corte Constitucional haya dicho en
su momento que la desfachatez en busca de una segunda enmienda era un golpe
desde el palacio presidencial a la constitución. Una vez saldadas esas cuentas
valía la pena evaluar la reelección sin mirar las manchas del pasado, pensar en
los posibles desequilibrios electorales, medir la madurez de los ciudadanos,
contar los tiempos necesarios para mover el monstruo estatal.
Argentina,
Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela permiten la reelección consecutiva en el
vecindario. Algunos abrieron la puerta al descaro de la perpetuidad que en
Colombia se cerró en buena hora con el mencionado fallo de la Corte. En Chile,
Perú, Uruguay y Panamá el presidente se puede reelegir luego de “descansar” un
periodo. Todos, excepto Chile, tienen periodos presidenciales de cinco años.
México la prohíbe pero tiene presidentes de seis años. Colombia quedará, en
compañía de Paraguay, con un periodo presidencial corto y sin posibilidades de
prórroga. La reelección tiene la ventaja de ser una especie de refrendación
ciudadana sobre el primer periodo. La reñida contienda de hace un año entre
Santos y Zuluaga demostró que el candidato-presidente no tiene nada asegurado y
la silla puede ser un escalón o una trampa. En Estados Unidos han aprendido la
lógica de cada uno de los cuatrienios de gobierno: el primero con objetivos de
corto plazo y el segundo con una agenda que trasciende en alguna medida los
afanes electorales. La veda a la reelección tiene la desventaja de propiciar
sin salidas institucionales frente a climas de opinión favorables a un
presidente, y de impedir que se desarrollen proyectos de gobierno a mediano
plazo. Hace poco se discutió en Brasil acabar con la reelección presidencial y
Lula, interesado, entregó un argumento lógico: “No hay ningún país desarrollado
en el mundo que tenga solo un mandato….cuatro años no permiten que ningún
presidente haga un mandato estructurador”.
Visto
en perspectiva se puede decir que en un solo periodo ni Uribe ni Santos habrían
podido desarrollar sus más importantes apuestas de gobierno. Uribe no habría
logrado agrupar al país en torno a un proyecto de seguridad (con múltiples
problemas y crímenes) que terminó por debilitar a las Farc y permitir el lance
de Santos hacia un proceso de paz. Ahora sabemos que el intento de una
negociación tampoco habría sido viable en ese plazo. Y si hablamos de cemento solo estructurar el
proyecto de Autopistas de la Prosperidad tardó cerca de tres años. El periodo actual
resulta corto a la hora de concebir y ejecutar un plan en las capitales, qué
decir cuando se habla de todo el país. Pero aquí siempre pensamos más en
pleitos y personas que en proyectos y posibilidades.
great post
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