Un joven muerto en la Plaza de la República en París, a los pies de la
figura simbólica de Marianne y del león que cuida los ideales de libertad,
igualdad y fraternidad. Celebraba el final de una parada tecno en septiembre
pasado a la que asistieron al menos 350.000 personas. Cayó desde el regazo de
la escultura cuando iba en busca de la mano de bronce que levanta un ramo de
olivo. Tenía más o menos la misma edad que algunos de los yihadistas franceses
o belgas que lideraron los ataques del viernes pasado en la capital francesa. Su
cuerpo sangrando en los videos de las páginas de noticias es un símbolo de lo
que detestan los jóvenes europeos que emprenden su viaje para luchar en Siria o
Irak: el hedonismo, la frivolidad, el individualismo, el alcohol, la libertad,
el desfogue juvenil sin grandes causas, las drogas.
La República se ha convertido en un símbolo más o menos hueco para
quienes viven bajo su protección, una sombra de los recuerdos de la secundaria,
una esfinge para las aglomeraciones y las protestas cotidianas. Es difícil
pensar en la revolución francesa y sus atractivos cuando se escucha a François Hollande.
En el siglo XVIII la revolución atrajo una legión extranjera que compartía los
ideales de una causa con promesas de aventura y gloria.
Han pasado 10 años desde el estallido social en las banlieues parisinas y se
han invertido 48.000 millones de euros en cerca de 500 barrios. Hoy en día es
difícil llamar guetos a la periferia de la ciudad más turística del mundo. Solo
una mayor presencia de militares armados marca la particularidad de esos
suburbios que a primera vista parecen corrientes, casi aburridos por los
silenciosos y simples. La rabia ruidosa que incendió esas barriadas hace 10
años se ha convertido en un juego de estrategia, en una ira agazapada bajo un
manto religioso, un estanque de frustraciones personales bajo el ojo atento y
el anzuelo de la media luna. Ya no se trata del estallido de una comunidad sino
de una búsqueda persona a persona, de encender a unos pocos ofreciendo la
rebeldía, los ideales de los oprimidos, la euforia de la indignación moral.
Hace unos años Christopher Hitchens habló de la “Frontera del Apocalipsis”
luego de visitar el centro de la yihad entre Pakistán y Afganistán. Ahora esa
frontera puede estar entre Francia y Bélgica. Jóvenes de 90 países, bien sean burgueses,
académicos, jóvenes corrientes de clase media, han terminado encontrando en las
consignas de ISIS un refugio para hallar algo distinto a lo que ofrecen las
paradas de música tecno.
Abdelhamid Abaaoud, uno de los líderes de los ataques en París,
celebraba hace poco en Siria la carga del remolque de su camión militar: antes
llevaba motos de agua y regalos a su gente en Marruecos y ahora, gracias a Alá,
arrastraba los cadáveres de algunos infieles.
También Hitchens habló del “fascismo con rostro islámico” y por eso hoy
algunos recuerdan la lectura que hizo Orwell de Mi Lucha, el testamento nazi: “Hitler,
puesto que en su mente incapaz de alegría lo siente con excepcional fuerza,
sabe que los seres humanos no solamente desean confort, seguridad,
pocas horas de trabajo, higiene, planificación familiar y, en general, sentido
común; también desean, al menos de manera intermitente, lucha y auto sacrificio,
sin mencionar redobles, banderas y demostraciones públicas de lealtad.”
Los yihadistas deben haberlo leído entre líneas.
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