miércoles, 30 de diciembre de 2015

Despechos ciudadanos





Muchos habitantes de Bogotá han entrado en un singular estado de desencanto ciudadano. Para ellos no queda más que la frustración y el humor negro, la indiferencia y el cinismo como solución contra los incordios y las penitencias de todos los días. La caricatura, el grafiti, la autocrítica y la risa como última resignación frente a los nudos que parecen insolubles, frente a los proyectos frustrados, que duermen por décadas en planos y solo despiertan para convertirse en arrumes de escombros.
También es común notar cierto complejo capitalino. Entre nosotros los habitantes de la metrópoli no ejercen la jactancia de los encumbrados sino la humildad de los condenados. En varios encuentros recientes con representantes de los que llamamos “rolos de postín”, he encontrado una admiración desmesurada por Medellín, sus aniversarios e inauguraciones. Ahora incluso prefieren a Medellín que a Melgar. Algunos bogotanos han pasado del recelo a la franca admiración por la capital de Antioquia. En los casos más extremos recuerdan algún antepasado paisa y tramitan la tarjeta cívica del metro como consuelo.  
Desde lejos las ciudades se identifican y se juzgan según algunos pocos símbolos eficaces. Medellín, por ejemplo, se jacta de ser la cuna de un pintor con éxito internacional. Y se dice innovadora a pesar de lo conservadora: lo importante es vender el chip, no cambiarlo. Hace veinte años, durante cerca de una década, Bogotá fue el paradigma de las ciudades colombianas: la cultura ciudadana, el énfasis en la educación, el orden fiscal, las grandes bibliotecas, los parques públicos, Transmilenio y las figuras de Mockus y Peñalosa hicieron que las otras ciudades fueran una especie de rebaño tras la huella de la capital. Pero Bogotá ha sufrido la cercanía entre el Palacio Liévano y la Casa de Nariño, ha pagado por ser el ajedrez de prueba de la política nacional y en una década pasó de poner los ejemplos a mostrar los extravíos. Los logros son frágiles y las ciudades pueden dar grandes vuelcos en apenas diez años, como si fueran simples ciudadanos. En eso es necesario reconocerle a Petro su idea de la “Bogotá humana”, demasiado humana.
El peligro para Medellín es entrar en la petulancia provinciana, creer que cuatro kilómetros de tranvía entregados con apenas seis meses de retraso demuestran su éxito administrativo y social, y olvidar que, por ejemplo, los índices de pobreza y la tasa de homicidios de Bogotá siguen siendo una meta todavía lejana. Incluso el rendimiento de los colegios públicos capitalinos es superior a los de Medellín. Las ciudades no pueden ser medidas únicamente bajo la máxima “por sus obras las conoceréis”. Hay logros que no deslumbran pero pesan.
Medellín tiene grandes fortalezas institucionales (EPM, Empresas Varias, un sector privado con influencia regional y nacional, un creciente interés de jóvenes educados en los asuntos públicos, un orgullo regional que hace más fáciles algunas tareas de educación ciudadana; es además la sede de algunas empresas públicas con gran capital humano como ISA e ISAGEN) pero debe reconocer también sus grandes problemas. Por ejemplo, el dominio delincuencial en muchas zonas hace parte de la fortaleza de otras “instituciones” y pone buena parte de “orden” que ha hecho posible la reducción de los homicidios.
Mirar las ciudades más allá de las placas oficiales y los símbolos del desarrollo es una obligación de los medios y los ciudadanos. Señalar las mejoras, subrayar los errores y advertir sobre los extravíos. No todo lo que brilla es “Tacita de plata”.







martes, 22 de diciembre de 2015

Obituario








Un dedo temible, como salido de un cuento de Poe, servía de asa a la puerta de su cuarto tras una escalera oscura. Era el reino prohibido para los visitantes del domingo en la casa de la abuela, el refugio del tío de letras y misterios, la sala de audición de las “melodías no oídas”. El balcón de su pieza daba contra la calle y servía como garito para los amigos que llegaban a deshoras, para los humos de media noche que alimentaban las hojas de los cascoevacas, el árbol de su infancia. La casa le resultó siempre un universo suficiente para la memoria, la imaginación y la épica familiar. Los portarretratos se convertían en el único ojo en las noches de desvelo, las baldosas eran espejos de otro tiempo, las ventanas servían como atalayas adecuadas para quien siempre eligió la quietud: “Apoyada la barbilla / sobre una vara de bambú / Basho ve el imperio.”
Para mí, que miraba desde afuera, la ventana de su casa fue siempre una invitación. La reja forjada formaba una especie de jeroglífico, de heráldica para un hombre que tenía aires aristocráticos en el sombrero pero gozaba la vida de barrio popular en la tienda de esquina o en la complicidad copisolera con su empleada de confianza. En su casa de Villa Hermosa, la nueva casa que describió con su estilo escueto, “Darle a la memoria / materia sin pasado”, entendí esa ardua carpintería que ocupa a los poetas. Ahora era una luminosa escalera de caracol que llevaba a un salón con vista al rastrojo del solar. Bien podría convertir ese pequeño giro sobre la escalera en un rito de iniciación para un abogado en busca de otros códigos. Jesús Gaviria, poeta profesional, trabajador ocasional y pintor a punta de letras, fue mi traductor al idioma de los versos, el hombre que me mostró el primer diccionario poemas-realidad, realidad-poemas. Ahora leía sus versos a la manera del haiku, “Si estás atento / la cabecita roja de la lagartija / asomará entre las piedras”, y entender, darle un sentido a los ruegos de Antonio Machado: “Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso”.
También fue de algún modo un maestro en eso de acostumbrarse a la llegada de la muerte. Detrás de las lecturas en su compañía conocí a varios amigos que me llevaban algunas décadas. Supe entonces que la complicidad no es un asunto generacional y tuve el privilegio de complementar mis recorridos por la ciudad con los rastros de otras rondas. Las historias de cajón de Miguel Escobar y el humor arrevesado José Gabriel Baena, como esos aullidos guturales que sueltan los discos tocados al revés, fueron también herencias de ‘Pacho’, o ‘Chucho’, para usar los nombres verdaderos detrás del Jesús jamás usado. Eran sin duda extraños los gustos y los temores de ese descreído que podía llorar leyendo la novena. La muerte aparece en muchos de sus poemas y fue siempre una presencia en sus pesadillas y sus reflexiones. “La risa y el llanto / que fueron los días / hoy son yerba / por voluntad / de lo efímero. Para la brisa / te fatigas.” Pacho concibió sus poemas, perfectos para esta época de 140 caracteres, como una forma de iluminación, un destello que era necesario anotar de inmediato. Disentía de Pessoa quien alguna vez dijo que “todos los versos se escriben al día siguiente”. Y a pesar de releer sus versos cientos de veces, de repetirlos de memoria entre brindis, de coleccionarlos como tesoros, tenía claro que sus trabajos eran inútiles para el mundo que cruza las calles, busca las filas en los bancos y olvida frente a la luz del programas favorito de televisión: “No hay nada / que el poeta / de hoy pueda hacer.”
El sábado 19 de diciembre, día de su muerte, fui como peregrino a su casa cerrada desde hace algún tiempo. Solo a ver su ventana y recordar las imágenes sobre su puerta. Encontré los hilos de una telaraña entre los muros y la manija de la puerta. Algunas hojas secas los hacían visibles en la oscuridad. Un sello frágil y definitivo. Sé que le habría gustado pintar la escena en sus versos.


martes, 15 de diciembre de 2015

Justicia negociada







Las rutinarias paradojas de nuestras guerras y nuestras negociaciones han querido que Álvaro Uribe y Luis Carlos Restrepo sean claves para la creación y la aplicación de la Jurisdicción Especial de Paz acordada en La Habana. Hace un poco más de 10 años el Congreso aprobó la Ley de Justicia y Paz que serviría como marco al proceso con los paramilitares. Unos meses antes se había intentado aprobar una fallida ley de “alternatividad penal”. Cuando se es parte de una negociación se comprenden el pragmatismo y las renuncias necesarias para acabar una guerra en una mesa. Se perdonan las vacilaciones, se presume la buena fe de quienes nunca la han practicado, se piensa más en las víctimas futuras que en las pasadas.
La Ley de Justicia y Paz, como todas las de justicia transicional, fue un tanteo con múltiples pasos en falso. Pero fue también el instrumento imperfecto para miles de verdades de la violencia paramilitar en Colombia. Unos meses después de aprobada la Corte Constitucional le apretó algunas clavijas: impidió que los paras fueron juzgados bajo el delito de sedición, ya que nunca se habían revelado contra el Estado, más bien lo había relevado con su anuencia. Obligó a los postulados a decir la verdad, a no seguir delinquiendo y a la reparación hasta con sus bienes legales. Solo pasados cinco años desde su promulgación se presentó la primera condena. ‘Diego Vecino’ y ‘Juancho Dique’ la estrenaron por masacres y desplazamiento en Mampuján y Las Brisas, en Bolívar.
Pero en las audiencias las cosas no son como se ven en el Congreso ni en las sillas de las altas cortes. La Ley de Justicia y Paz conservaba un limbo para 25.000 combatientes que no tenían la manera de ser juzgados ni de ser absueltos. Para muchos llegó más pronto la resocialización que el anhelado fallo. Ahora patrullaban los juzgados. Una ley de 2010 permitió la suspensión de las órdenes de captura y condenas vigentes contra esos 25.000 “inmovilizados”. Cuatro años más tarde una sentencia de la Corte Suprema permitió las sentencias parciales y destrabó la maraña de procesos superpuestos que había causado la macabra cascada de confesiones. Había 4000 postulados y solo uno de ellos había logrado sentarse ante los jueces. Una nueva ley aprobada en 2012 modificó a Justicia y Paz y permitió las macro imputaciones y priorizar los delitos de alto impacto. Se armaron entonces unos grandes procesos judiciales que enmarcaban las actuaciones de frentes enteros. Más de 19.000 crímenes quedaron en las acusaciones a 458 desmovilizados. Hoy, bajo la ley de Justicia y Paz, sus dos leyes modificatorias y complementarias y los fallos de las cortes Suprema y Constitucional, hay 33 sentencias. Qué constituyen, más que un castigo individual, el retrato de una época, la confirmación oficial de un terror que se repitió en susurros durante años.
Con ese universo de versiones y testimonios terminaron en la cárcel 8 gobernadores, 55 alcaldes y cerca de 60 congresistas. No pasó lo mismo con empresarios y militares que durante décadas colaboraron con los ejércitos paras. La justicia ordinaria decidió dejar eso quieto, nunca entendió la lógica de Justicia y Paz. Tampoco hubo reparación material por cuenta de los paras, solo el 6% de lo que se ha entregado en reparación vino de sus bienes. A diferencia del lugar común, la justicia no fue para los de ruana. Mucha de la estructura política y económica regional atada a los paras siguió en el poder. Pagaron más fácil sus jefes en el Congreso.

Todo ese aprendizaje de un proceso de paz servirá para lo que se viene. Los gobiernos no saben para quiénes trabajan, y los enemigos políticos no se imaginan cuánto se parecen. 


martes, 8 de diciembre de 2015

Milicias y minorías





Para los exaltados por las utopías y el poder no valen las debacles económicas ni los éxodos multitudinarios. La derrota será siempre una señal de traición y la realidad un maleficio de los adversarios. Las arengas y la paranoia son el principal alimento de esos persistentes soñadores. La revolución bolivariana, al igual que su acudiente cubana, no se preparó nunca para la derrota. Sus líderes ejercieron la política como una especie de sacerdocio desde la superioridad moral, la voluntad popular y las razones históricas. Es lógico que la única derrota hasta el pasado domingo fuera apenas una “victoria de mierda” para la oposición, y que el gobierno que representa al PSUV haya levantado una “reserva moral de la revolución bolivariana”, el pueblo en armas según los más clásicos. Una reserva que según Nicolás Maduro este año llegó a 500.000 hombres y mujeres armados (un poco más que el ejército formal) para “garantizar la estabilidad de la revolución”.
Con su partido en el poder los milicianos ayudan como voluntarios en desastres naturales, sirven como agentes de aduana, controlan precios en las cajas de los supermercados y, de vez en cuando, los más díscolos hacen proselitismo armado. La pregunta de muchos es qué pasará luego de la derrota del pasado 6 de diciembre, qué papel jugarán las milicias cuando la Asamblea Nacional sea contrapeso a las decisiones del ejecutivo y se pongan en cuestión algunos de los poderes que se ejercían igualando al partido con el Estado ¿Es posible que algunas de esas fuerzas “oficiales” terminen peleando contra lo que perciben como una contrarrevolución? Ya el chavismo radical está pidiendo la renuncia de Nicolás Maduro por ser un “burócrata ineficiente” e insinuando que la lucha revolucionaria tendrá otros escenarios: “Este modelo de gobierno que se ejecutó durante estos tres años es un fracaso, la alta dirigencia debe decidir si da un giro de 180 grados y salva la patria o se reafirma en su posición y entonces en el pueblo llano nos prepararemos (sic) para la Victoria definitiva del Proceso Revolucionario… pero que no será ya en este gobierno sino quién sabe después de cuántas convulsiones sociales que dejarán duras huellas en esta nación”. Escribe Ronald Muñoz en Aporrea.org y es lógico en una formación heterogénea como el PSUV. Lo difícil es saber si milicianos y chavistas radicales piensan en otras plataformas electorales o en otros medios de lucha. Vale recordar que el Chavismo pasó del desprecio al frenesí electoral, y puede recorrer el camino inverso.
Maduro ya habló de su gobierno “cívico militar” y sus luchas callejeras, y analistas como Luis Vicente León, presidente de Datanálisis, han planteado una especie de disyuntiva entre “negociación o guerra”. Hace poco el periodista norteamericano Jon Lee Anderson dijo que “nunca había visto a un país, sin guerra, tan destruido como Venezuela”. Esperemos que eso no sea una premonición para lo que se viene, porque una cosa es aceptar los resultados electorales y otra la realidad política de tener una oposición dictando buena parte del libreto desde la Asamblea.
El último ingrediente de ese caldo caliente son las Farc, que han tenido a Venezuela como retaguardia militar y ahora podrían ser, al menos algunos de sus miembros, la vanguardia político-militar de un grupo de “idealistas” bolivarianos ¿Desmovilizados en casa y guerreando en el patio ajeno?



























martes, 1 de diciembre de 2015

Revolución electoral






Todo comenzó hace 20 años con la convocatoria a una “caravana abstencionista” en medio de las elecciones de gobernadores en Venezuela. Hugo Chávez era un preso recién salido con una cháchara tan larga que hacía huir a los periodistas. La gente se abstuvo de ir a la caravana propuesta por el coronel y Copei y Acción Democrática, dos enseñas desteñidas, se repartieron los puestos. Chávez seguía siendo un desconfiado de las vías electorales, un hombre obsesionado por los atajos y la ruta heroica que suponen las armas. Sus manifestaciones, con el platón de su camioneta Toyota Samurai como tarima, tampoco eran muy alentadoras. En diciembre de 1996, dos años antes de ser elegido presidente, el candidato que por entonces vestía de liqui-liqui no marcaba más del 7% en las encuestas. Una figura, también ajena a la política tradicional pero más reluciente, era la favorita de los venezolanos: Irene Sáenz pintaba para recibir una banda presidencial que acompañara su corona de reina.
Poco a poco Chávez se convenció de que las urnas eran una opción tan válida como atractiva: “Nos dedicamos a investigar qué pensaba la gente (…)  nos dimos cuenta de que buena parte de nuestro pueblo no quería movimientos violentos sino que tenía la expectativa de que organizáramos un movimiento político, estructurado, para optar por una vía pacífica. Decidimos entonces avanzar por la vía electoral”. Las elecciones se convirtieron en un desafío permanente, el reto preferido de un gobierno hecho para la elocuencia popular y la movilización ciudadana.
El 8 de noviembre de 1998 fue el debut del Movimiento V República (MVR) en las contiendas electorales. Sus rivales ya temían el carácter “cautivador” de Chávez y separaron las presidenciales de las legislativas para que el militar no les llenara la asamblea. El MVR fue la segunda fuerza y logró 42 escaños. Un mes después, el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez era elegido presidente con el 56% de los votos. Lo que siguió fue una cascada electoral que agotaría hasta al más entusiasta de nuestros barones del tarjetón. En 19 meses, de noviembre de 1998 a julio de 2000, los venezolanos fueron 6 veces a las urnas: para un referendo constitucional, para elegir asamblea constituyente, para refrendar la nueva constitución, para nuevas elecciones legislativas y presidenciales. El chavismo consolidó un Estado a su medida cuando todavía la participación era mediocre: 37% para convocar una constituyente y 44% para aprobar la nueva constitución. Chávez ganó siempre y construyó un gobierno electoral casi invencible.
En el 2004, luego de haber renunciado algunas veces a presentar candidatos, la oposición se ilusionó con una victoria electoral. Convocó a un referendo revocatorio en el que de nuevo Chávez venció con cerca del 60% de los votos. Ya Venezuela era una patria enviciada con las elecciones, en esa ocasión participó el 70% del censo electoral. La única derrota de Chavismo fue el 2 de diciembre de 2007, cuando las mayorías negaron cambios constitucionales que buscaban la reelección indefinida. En febrero de 2009 se corrigió ese traspié por medio de un nuevo referendo. Las elecciones eran una válvula de escape para las tensiones políticas y una táctica para un gobierno dispuesto a hacer su santa voluntad, lo que alguna vez se llamó por estas tierras el “estado de opinión”.
Se han cumplido 17 años de Chavismo y 17 elecciones en Venezuela. Ahora sabremos si ese régimen acostumbrado al triunfo como si fuera un simple trámite, logrará soportar la derrota. Y si la oposición asimilará un triunfo más allá de la revancha.