Lo primero es
crecer el fuego, avivarlo con unos cuantos soplos en su base, hacer que desde
lejos aumenten su resplandor y sus sombras. Luego es importante esparcir su
humo, ahogar un poco a la gente que lo mira con temor desde una prudente
distancia. Deformar con ese velo fastidioso y regar un poco de hollín y ceniza.
También se deben prender unas cuentas antorchas y ponerlas cerca a la cara de
los más crédulos, resaltar sus formas macabras, sus amenazas. Y dejar tirados algunos
tizones para dar la impresión de que el fuego nos rodea y se propaga. Ayudar al
enemigo a aparentar un poco de fuerza servirá para crecer: atraerá algunos
temerosos, algunos guerreros, algunos inseguros necesitados de un bando bien
definido. Es hora de frotarse las manos al calor del fuego enemigo.
Llegado el
momento de la gran expectativa, cuando el fuego debería ser extinguido bajo un
conjunto de reglas y un supuesto orden, se dejan caer unos cuantos golpes de
pala sobre la hoguera principal, golpes que dispersan las chispas en todas las
direcciones, crean pequeños focos de fuego en las cercanías, hacen desaparecer
la presunta amenaza y convierten a los temerosos, los guerreros y los
inseguros en héroes y partidarios. Ahora el fuego es invisible para la mayoría,
es insignificante para casi todos y se puede cantar una victoria sobre esa
temida fantasía. Para los pequeños rezagos en la periferia se enviarán de nuevo
a los guerreros más comprometidos, la tierra será la herramienta clave, cubrir
esos pequeños focos. Ya se ha hecho antes.
No digo que la
estrategia haya sido planeada y ejecutada para llegar a ese resultado. La política
rara vez entrega victorias o soluciones que sigan un libreto al pie de la letra.
Al comienzo parecía un tema de supervivencia política, un simple temor a la
derrota estruendosa. Las advertencias de un grupo exasperado, con terribles
corazonadas electorales. Pero la inesperada victoria puede terminar en algo
parecido a esa escena de incendiarios y cortafuegos en el mismo bando. El fuego
de las Farc vuelve a su relativa insignificancia, se cambia su amenaza política
ilusoria por una amenaza militar real pero lejana, cada vez más dispersa y con
menos juego político. Los grandes enemigos del acuerdo podrán cobrar que no permitieron
que las Farc tuvieran un papel más grande al que merecían en la política, pero
deberán asumir el consecuente reguero de delincuencia y ausencia de verdad que
puede significar su triunfo. Menos política, más poder armado, así sea con los
fines más simples de los bandoleros. Y más justicia, al menos en el sentido
clásico que pide una imagen al estilo Abimael Guzmán, y un poco más de
violencia. Esas serán muy seguramente las consecuencias reales de los “ajustes
y las claridades”.
El entusiasmo y
el compromiso acumulado durante cerca de cuatro años por los combatientes rasos
comenzarán a diluirse. Sobre la obediencia de los mandos medios caerán la
ambición y las tentaciones de grandes negocios conocidos y por conocer. Habrá más
tiempo y más libertad para los temidos cambios de brazalete. La verdad será
también más difusa y tendremos por delante una negociación o una confrontación
más compleja a la que se anunciaba iba venir luego de aplicar los acuerdos de
La Habana. De nuevo terminamos en un pulso de cabecillas, bien sea de partidos
viejos o nacientes, de guerrilleros o bancadas. Pero las grandes decisiones se
tomarán una a una en los cambuches. Al fondo sonará el viejo sonsonete de un
gran acuerdo nacional.
Siempre se oirá en mis oídos ese sonsonete de querer leerlo. Muy buena su columna
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