Reconocer un
loco a simple vista no es tarea fácil. Pueden agazaparse en el silencio o la
risa, pueden cubrir de misterio sus delirios o simplemente parecer tontos
corrientes, sin muecas extraordinarias ni desvaríos sobresalientes. Si el
alienado viste bien, tiene poder y lo acompaña una hermosa mujer, pálida y
silente, será más difícil aún el diagnóstico a ojo de buen loquero. Es difícil trazar
la línea entre un exitoso extravagante y un narciso compulsivo, víctima de
ataques de paranoia seguidos por estallidos de ira. En últimas, el furor es
mancorna del éxito.
En Estados
Unidos han comenzado a hablar de la salud mental del presidente Donald Trump.
Para cualquier mortal es difícil pasar por cuerdo si las multitudes se dedican
a mirar día a día sus mínimos movimientos, sus temblores de mañana y sus sueños
a medio día, sus declaraciones antes del almuerzo y sus tropeles de tarde, sus
escapadas de noche y sus terrores de insomne. La observación minuciosa hará que
inevitablemente salga a flote la insania. Y la verdad a Trump no hay que
mirarlo con mucho detenimiento. Los psicólogos llevan buen tiempo hablando de
su megalomanía, sus paranoias, su necesidad de venganza y su incapacidad para
aceptar las más mínima derrota. Los caricaturistas han hecho los suyo con ese
niño grande y furibundo. Un psicólogo neoyorquino, uno más de los centenares
que han hablado sobre la cabeza del presidente, desestima los daños que han
señalado algunos psiquiatras que lo declaran incapaz para ejercer su cargo:
“Tiene un desmesurado interés en su popularidad y le molesta la idea de que
alguien pueda ser más grande que él. Pero para saber eso no se necesitan las
averiguaciones de un psicólogo”.
La semana
pasada, la Asociación Americana de Psicoanalistas les notificó a sus 3.500
miembros que estaban en libertad de referirse a los laberintos de la cabeza
presidencial, esa jaula habitada por un único pájaro, tan feroz como
parlanchín. Quedaban exentos de lo que los gringos han llamado la “Regla
Goldwater”. Una prohibición surgida en 1964 a raíz de una publicación en la
revista Fact de un artículo titulado:
“El inconsciente conservador: un tema especial en la mente de Barry Goldwater”.
El artículo entregaba el resultado de una encuesta donde un buen número de
psiquiatras decían que Goldwater, candidato republicano a la presidencia, no
era apto mentalmente para sentarse en la Oficina Oval. La Asociación Americana
de Psiquiatría dijo en su momento que no era ético ni científicamente responsable
dar dictámenes públicos sin al menos haber tenido una cita cara a cara con el
paciente y haberle realizado un examen estándar.
De modo que en
Estados Unidos los psicólogos hablan sin miedo sobre las tragedias mentales de
un presidente que gastó su primera semana peleando por el número de asistentes
a su posesión. Ellos nunca han visto con buenos ojos la regla Goldwater. Los
psicoanalistas acaban de levantar públicamente sus vetos en desafío a los jefes
de prensa de la Casa Blanca y los psiquiatras. Y estos últimos tienen grandes
divisiones sobre las bondades de diagnosticar para la prensa al hombre que
dice, entre risas, que es el más calificado para ser presidente de Estados
Unidos desde Lincoln. En octubre saldrá un libro firmado por 27 psiquiatras con
un título sugestivo: El peligroso caso de
Donald Trump.
También las
agencias de inteligencia gringas han comenzado a dudar y a guardar algunas
cartas claves. El niño podría hacerse daño. Otros hablan de su edad, los 71
años lo han hecho más débil, más rabioso y menos locuaz. Para los más
suspicaces es solo un excelente actor. Ese mismo papel lo llevó a la
presidencia. Y tienen un diagnóstico claro: “Está loco como un zorro”.
Los piscoanalistas colombianos lo que tienen es material para investigar, deberían hacerse los mismos estudios y declarar incapaces a algunos cuantos.
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