La música truena
en un kiosco a orillas del Río Sucio en el departamento del Chocó. A horcajadas
sobre las barandas que rodean el amplio kiosco hay tres mesas plásticas
acomodadas según un orden sugerente: una amarilla, otra azul y una última roja.
No parece haber sido una cuestión del azar ni de los tragos. En dos billares
ubicados afuera del kiosco, seis hombres juegan sus suertes entre medias de
guaro. Dos policías sirven de espectadores, comentan una jugada, sonríen con su
fusil al hombro, señalan una posible tacada. El resto del caserío duerme entre
las chicharras silenciadas por el vallenato.
Cerca de ciento
veinte personas viven en el caserío que la jerga oficial ha llamado Zona
Veredal Transitoria de Normalización y Espacio Territorial de Capacitación y
Reincorporación. Nombres intrincados para realidades complejas. Han pasado dos
años desde la llegada de los combatientes a un platanal a quince kilómetros de
Belén de Bajirá. Un tiempo largo, una espera quieta. Ninguno de ellos imaginaba
que la paz era el tedio, que le reconciliación era algo parecido a pararse
frente a la ventanilla siempre morosa del Estado. Más de la mitad de los
combatientes se fueron a buscar vida cerca a sus familiares, a intentar
aventuras colectivas en otras tierras, a ensayar una azarosa libertad fuera de
la escuadra. Han llegado familiares de los que persisten en esa colección de
casas de cartón acompañadas de baños comunes, una tienda, dos billares, una
cancha de fútbol, un teatro, un sitio de internet y algunas aulas. Las plataneras,
matas de maíz y yuca, algunas flores y los corrales dejan ver esos dos años de
vida improvisada. La suma de los gatos, los perros y las gallinas superan a los
habitantes humanos.
Hasta ahora ha
sido imposible armar una cooperativa para buscar un proyecto colectivo. Solo
hacer coincidir las firmas con el nombre registrado en las cédulas ha sido un
problema insalvable. Encajar en la sociedad, convencer al Estado, lograr que
los niños no sean llamados guerrilleros en el colegio no ha sido fácil. Tal vez
la relación más fluida hasta ahora ha sido con sus antiguos enemigos a muerte.
Los policías que cuidan la zona han terminado con una vida muy similar a los
desmovilizados. Ahora se tratan con respeto, hasta con cariño, “ya somos
familia”, dicen, y hasta los abismos ideológicos se han ido cerrando.
El reclamo recurrente
es tan viejo como el conflicto que terminó. “¿Para qué vamos a gestionar un
proyecto si no tenemos tierra, dónde lo vamos a desarrollar, en la cabeza?”
Saben que viven en arriendo y que en enero se acaba el contrato entre el
gobierno y la “dueña” del caserío. La tierra donde están tiene, para que nadie
se extrañe, un proceso de restitución. Los tiempos se hacen eternos mientras el
megáfono comunal anuncia la llegada de las pipetas de gas. Las discusiones de
la comunidad se parecen mucho a las de las familias recién llegadas a vivir a
edificios con apartamentos de interés social en las ciudades: fiaos en la
tienda, problemas por el ruido, reclamos por el uso de espacios o proyectos
comunes. Asuntos más del Código de Policía que del Estatuto antiterrorista.
En medio de la
vida civil los más jóvenes parecen disfrutar de una libertad desconocida, como
si hubieran llegado súbitamente a la mayoría de edad. Ahora pueden moverse “en
la medida de su pobreza”, según las palabras repetidas por un joven de Curvaradó
con unas cervezas encima. Quienes sumaron más años en la guerra viven con
cierta resignación, con una esperanza algo más menguada, tirando al aire el
ficho que el Estado les entregó para esperar el turno de una nueva vida.
Así es. La muestra de una incierta política pública que ojalá no tenga lamentables desenlaces. País indolente.
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