Nos hemos
acostumbrado a los combates a muerte. Las amenazas extremas han marcado buena
parte de los desafíos nacionales en las últimas décadas. Los enemigos letales e
indiscutibles, identificados bajo una sigla o un nombre propio, nos han
entregado tragedias y debilidades, al tiempo que nos han ahorrado la necesidad de
un rumbo propio y ocultado la complejidad de otros desafíos al Estado. Esos
enemigos han servido también para unir a una sociedad hecha de hostilidades y
distracciones. Las Farc, los carteles de Medellín y el Valle, los paramilitares,
con sus diferentes cruces, nos definieron por antagonismo y pervirtieron muchas
veces a eso que llamamos de manera pomposa la institucionalidad. A los dirigentes
les bastaba entonces una declaración implacable frente a esos enemigos, la
valentía o los alardes eran virtud suficiente. Todos los presidentes probaron
la guerra y la negociación, todos aprovecharon ese manto de autoridad que les entregaba
ser el antagonista de la maldad probada.
La dispersión de
los nuevos enemigos, sus siglas menos dicientes y sus nombres más
insignificantes, ha dejado una especie de orfandad en la lucha, la imagen
triste del pugilista que suelta los puños al aire, pelea contra a sombra, busca
un rival inexistente. Durante la pasada campaña presidencial el actual mandatario
y su partido lo encontraron pasando la frontera: el contrincante fue un peso pasado
en desastres y desatinos, un saco atado con una banda tricolor. Suficiente para
garantizar la victoria. Un adversario torpe es ahora uno de los mayores activos
del gobierno colombiano.
Luego de
ostentar la victoria el gobierno empezó demasiado blando, más dedicado a las
exhibiciones que a los combates, más cercano a la escopetarra que a la mano
firme, incapaz de mostrar un rumbo. Pero rápidamente se dio a la construcción
de un enemigo que encarnara una amenaza suficiente y creíble, que sirviera de
tiro al blanco frente a la opinión pública. Se intentó con el microtráfico y la
hazaña de Duque frente a diez jíbaros en el Barrio Antioquia en Medellín. Dos
meses antes el alcalde Federico Gutiérrez había hecho un ensayo general y se
usó la misma escenografía. También la coca se señaló como rival a vencer y se
eligió el veneno como arma para la victoria. Todo esto en un intento por desconocer
los retos mayores frente a más de cien mil familias que sufren la indolencia
estatal y la tiranía mafiosa.
Pero el primer
triunfo llegó con la muerte de Guacho, era el momento de un cadáver y una equis
sobre el cartel de los más buscados. En la exhibición del triunfo hubo espacio
para el chiste fácil. Se intentó convertir a una bandido menor, un fusible de
fácil reemplazo, en un jefe caído que da respiro a toda una región. Luego
algunos congresistas cercanos al gobierno propusieron plomo sin pausa contra la
delincuencia en las ciudades. La idea es decretar el miedo e intentar que los
ciudadanos sirvan de “agentes oficiosos” con un arma al cinto. Y la treta más
reciente fue la información de un supuesto plan para atentar contra el
presidente Iván Duque. Hay un enemigo agazapado, un conjurado más allá de la
frontera, de modo que Maduro y Duque se acusarán cada semana de planes homicidas
para ver si el público desencantado se entusiasma un poco.
Es todo teatro. Necesitan aparecer como que hacen algo mientras se llenan los bolsillos ....
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