Nada
más difícil que mover a alguien de sus certezas históricas, de las verdades personales
que le aseguran su dignidad y que han impulsado la mayoría de sus acciones,
tanto las que le producen orgullo como las que le causan vergüenza. Ahora, si ese
alguien es una persona que lleva décadas en compañía de un grupo que piensa
igual, encerrado en medio de una eterna cátedra, acompañado de una especie de
mitología común y, además, convencido de las bondades generales y humanitarias
de sus teorías y sus prácticas, pues tendremos una tarea cercana a lo
imposible.
Pero
otras características pueden hacer aún más difícil la tarea. Ese alguien es
también un hombre poderoso, un hombre acostumbrado a imponer su visión por
medio del miedo, seguro de la fuerza y la superioridad que entregan las armas. Desdeñoso,
desconfiado, hosco. Moverlo implica un delicado ejercicio en el que amenazas y descalificaciones
solo harán su quietud más facciosa y radical. La imagen de ese alguien es la
que me queda de las FARC luego de leer Revelaciones
al final de la guerra, el libro de Humberto de la Calle sobre los casi
cinco años de negociación en La Habana.
Pero
también hay una idea del alguien encargado de sentarse día a día con las FARC.
No un profesor sabio y condescendiente que intenta hacer que su contraparte
entre en razón. Sino alguien con prejuicios y certezas, verdades personales y
obligaciones institucionales. Y prevenciones luego de años de violencia, y un
dejo de superioridad luego de años de honores oficiales. Ese alguien, ese
gobierno que negocia por cuarta o quinta vez en las últimas tres décadas, es un
personaje algo dudoso, temeroso frente a la mirada de la opinión pública,
muchas veces confuso por el pulso de los egos de sus principales representantes.
Consciente de que los tiempos corren en su contra, siempre cercado por el
calendario y por los medios de comunicación que lo vigilan, los interpretan, lo
anticipan, lo describen desde la distancia. Eso lo hace sufrir de un síndrome de silencio
que lo obliga a fruncir el ceño permanentemente. Tiene también una debilidad
frente a sus rivales políticos en Colombia, las críticas, las mentiras y las
descalificaciones logran que la maldad de las FARC se transfiera poco a poco a
su lado en la mesa.
El
libro deja claro eso que ya olvidamos luego de casi de tres años de firmado el
acuerdo. La lejanía en la que comenzaron las partes después de un conflicto de cincuenta
años, sus grandes diferencias sobre los temas más insignificantes. Antes que
nada fue necesario casi redefinir las palabras, redactar una suerte de
diccionario común que hiciera posible la conversación. La delegación del
gobierno se dolía todas las mañanas de recibir el “aluvión retórico” de la
guerrilla, las cien propuestas mínimas para el más sencillo de los temas. Y las
FARC se dolían, seguramente, de las barreras legales exhibidas a cada paso, de
los imposibles políticos, de las amenazas de la justicia internacional, del
espíritu de precisión legalista de quienes parecían redactar un código lejano a
sus utopías.
Un
increíble ejercicio de reducción, de ir convirtiendo la infinita oratoria en
algo concreto, de encontrar puntos mínimos entre las pretensiones siempre
máximas, de hacer presión durante cinco años para que el fárrago que implica
cualquier acuerdo entre partes tan distantes fuera un documento posible. Esa
reducción hizo que cada palabra adquiriera para las partes un valor supremo.
Esa palabra, esas palabras, son las que pretende desconocer un gobierno que menosprecia
la posibilidad de acercar a los enemigos más lejanos.
Hola Pascual leyendo tu columna hay muchos argumentos que son contundentes, que los diálogos fueron eternos.. para conseguir una paz a lo chambon que no hubo justicia algo contundente en x el daño que hubo al país fue absurdo pero si no logramos una paz esto será una burla y la palabra no sirvió para nada ,como en épocas que la palabra era lo único que tenía valor un abrazo Pascual
ResponderEliminarAtisbo el envolate que la historia política impone. La hegemonía de los discursos nubla horizontes. Espero el desfile de palabras sin aspiraciones, undívagas, sin más aspiraciones que pasar y seguir.
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