Salir a las calles de siempre, a las
aceras de la rutina ahora acelera la respiración ¿Un privilegio, un riesgo, una
violación al compromiso común? Esas son las primeras preguntas. Todo inspira
cierto temor a pesar de que voy armado de alcohol y un pequeño frasco de
antibacterial. Aparece un semáforo con sus ciclos intactos. Se ve rígido e
inútil. La ciudad vacía nos hace prestar una atención distinta. Los loros
rechinan como nunca, las palomas gorjean su hambre con un murmullo colectivo
que asusta. Un celador riega un balde de agua a mis espaldas y me hace dar un
brinco.
Mientras las redes rechinan y se dan
las cruentas batallas de teclado, la ciudad muestra una cara apacible. El
encierro, la política, los comunicados que se superponen y los decretos que se contradicen
multiplican la neurosis y el mito de la ciudad vacía. En Medellín, el decreto
no dio autorización para salir a comprar alimentos, pero algunos caminan con
juicio hasta el mercado y hacen sus compras. El Metro deja oír su zumbido cada
media hora y unos pocos buses ruedan. Recicladores, barrenderos y domiciliaros
son los dueños de la ciudad, ejercen su mayoría con desenfado. Desde las casas
muchos piden leyes marciales, claman por la policía y el ejército. Mientras tanto la policía trabaja con
absoluta tranquilidad: cuidan la fila de los habitantes de calle que reciben
almuerzo en el Centro: ahora todo es de lejitos, los uniformados no increpan, no
tienen un bolillo en la mano. Los comensales respetan la fila y celebran su
ración de arroz, papa sudada, pasta y salchicha. Parece que la vida más cruenta
de afuera tuviera mucho que enseñarnos a quienes ya armamos bandos entre
obedientes y malmandados.
Los más piadosos han resultado los
más desobedientes. En Irán lamen las rejas de las mezquitas cerradas como un
desafío a ese enemigo invisible en la tierra. Entre nosotros una iglesia
cristiana decidió abrir sus puertas a la misma hora que iniciaba la cuarentena
obligatoria en Medellín. Tuvo que llegar la policía a poner orden terreno. El
empleado de una estación de servicio les suelta el reproche con aliento a
gasolina: “¿Es que para ellos no aplica el toque ni el virus?”. No les suelta
dos lenguas de fuego por pura precaución.
Las muertes por el Covid19 serán
inevitables. Ya hemos comenzado el conteo. Las medidas son urgentes, y pueden
limitar las libertades personales pero no pueden suspenderlas. La tentación de
la servidumbre, de entregar toda la responsabilidad a la severidad de un
dirigente o un gobierno, puede resultar peor que los estragos del virus. La
potencialidad de contagiar a otros es un patrimonio de todos, no es un asunto
de víctimas y victimarios. No somos una mayoría de sanos contra los apestados o
los posibles transmisores. Muchos invocan el derecho de las mayorías para
aplicar represalias y discriminaciones. El llamado a una especie de purga
epidemiológica surge de manera espontánea. En Italia la gente señala a quienes
salen a trotar o a montar en bicicleta mientras los contagios suceden en los
puestos de trabajo de quienes tienen que mantener unos mínimos vitales para
todos.
La histeria podría llevarnos a ver a
los ancianos “prófugos” para recibir un poco de sol en los parques, para
recuperar algo de vitamina D. Todas las decisiones, sean médicas, sean
políticas o sociales, tienen efectos secundarios. Ya condenamos a unos
ciudadanos a ser apátridas, luego se gritó para que otros vivieran un exilio
rural por salir de sus apartamentos el fin de semana. Pero tendremos que ir
haciendo porosa, poco a poco, con responsabilidad, nuestra burbuja de
cuarentena. Me lo dijo un risueño reciclador en medio de su rebusque en la
ciudad vacía: “al que no sale no le da el viento”.