miércoles, 3 de junio de 2020

Ajustar las cuentas




En Medellín la violencia tiene lógicas que responden muy poco a los esfuerzos institucionales. Las altas y las bajas en el número de homicidios se suceden sin reparo en el color político o la estrategia de seguridad de las diferentes alcaldías. Se podría decir que “las oficinas” deciden y las administraciones intentan descifrar, encauzar, aprovechar los inestables equilibrios que aparecen de vez en cuando.
El domingo se cumplió exactamente un año del pacto entre dos facciones criminales que han mantenido enfrentamientos intermitentes en el Área Metropolitana desde hace al menos quince años. Ese pacto, luego de un encuentro propiciado en la cárcel La Picota, hizo que los homicidios en la ciudad cayeran de una manera sustancial a partir del primero de junio del año pasado. El corte en las cifras parece hecho con regla y bisturí. Luego de un abril y mayo con setenta y cinco homicidios mensuales se pasó a un promedio de cuarenta asesinatos por mes hasta diciembre. Con ese acuerdo la administración de Federico Gutiérrez logró frenar el crecimiento continuado de homicidios en su cuatrienio. El resultado del pacto se ve muy claro en las cifras del año completo. Entre junio de 2018 y mayo de 2019 se presentaron en la ciudad 678 homicidios; mientras entre junio del año anterior y el pasado 31 de mayo a la cifra fue de 439. Son 239 homicidios menos que significan una reducción cercana al 35%. En el 2020 la reducción ha sido más considerable, marzo con 24 y abril con 21 han sido los meses con menos homicidios en décadas, y en los primeros cinco meses del año ya tenemos 153 asesinatos menos que en mismo periodo de 2019. No ha sido solo cuestión de cuarentena, marzo con penas una semana de confinamiento tuvo la mitad de homicidios que mayo con encierro de 31 días decretado. Las lógicas de los capos y los sicarios no responden al virus y la cuarentena.
En Medellín, durante cada administración, se habla de acuerdos institucionales con delincuentes. Hemos oído de la Donbernabilidad durante la alcaldía de Fajardo, del montaje para vincular a Salazar con Memín, un bandido que decía haber apoyado su campaña, del Cebollero y sus dichos sobre supuestos aportes a la campaña de Gaviria y de los acercamientos de Gustavo Villegas, secretario de seguridad de Gutiérrez, con alias El Viejo para lograr tranquilidad en algunas zonas. La alcaldía de Quintero también tuvo una primera seña de esos supuestos contactos. Un documento oficial de abril para organizar entrega de ayudas a las familias en los barrios hablaba de “contactos con grupos ilegales que controlan el territorio para articular la atención territorial”.
Parece imposible que las administraciones no se topen con el poder ilegal. Ellos manejan parte del Presupuesto Participativo, la “protección violenta”, entiéndase extorsión, que se ejerce en el 70% de la ciudad, una parte del comercio legal, la aplicación de la cuarentena y meten la mano en las elecciones de las Juntas de Acción Comunal y en la contratación de los trabajadores de las obras públicas. Es inevitable la paradoja del combate y el contacto. Los pactos pueden darse por acercamientos y posibles negociaciones de sometimiento o por presión policial sobre capos y sectores. El Estado en este caso se convierte en actor secundario sea por ejercer la fuerza o propiciar aplomo.
Los protagonistas siguen siendo los mismos, herederos de Sebastián y Valenciano, gente de Tom y Douglas que intentan acordar límites y negocios: por un lado, la alianza conducida por la gente del Norte, Chatas, Pachelly y demás; por el otro, los “hijos de la oficina”, gente de La Terraza y bandas de Sabaneta e Itagüí. El número de homicidios todavía dependen de las mismas letras.



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