Los
nuevos derechos reivindicados durante la pandemia tienen al Estado como
principal beneficiario. No son en realidad derechos ciudadanos sino prerrogativas
para las autoridades civiles y policiales. El lenguaje y las acciones de
algunos mandatarios han invertido la concepción de los derechos para convertir
su limitación en una indispensable protección del “valor supremo de la vida”. Los
héroes, los salvadores, los providenciales siempre encarnan un riesgo. Sus
primeros milagros se reciben con aplausos, pero muy pronto llegan nuevas
amenazas, reales o imaginarias, y entonces aparecen nuevas obligaciones para
responder a sus “esfuerzos”. Los protectores en el poder cada vez demandan
mayor compromiso y lealtad. El mandato ciudadano también se altera y ahora se
trata de la obediencia ciudadana. El momento excepcional posterga las minucias
legales, “los tiempos que corren no admiten los pequeños caprichos”.
Hace
unas semanas el alcalde Medellín habló del “derecho a saber que estuve con
alguien contagiado… Podemos alertar a alguien que tuvo contacto con un
contagiado”. Ese derecho le entregaría poder al gobierno local de imponer
entrega de información personal y familiar para autorizar el derecho al
trabajo, el poder de integrar cámaras de seguridad a los locales comerciales
para autorizar su apertura. Además, habría otros “nuevos derechos”. Por
ejemplo, encerrar un barrio entero e impedir el acceso a la prensa: “Te estamos
protegiendo, a ti y a los habitantes del barrio”, justifica el discurso oficial
con tono maternal.
Ahora,
Claudia López ha salido también con un nuevo derecho digno del Estado
terapéutico: “No dejarse aplicar la prueba está prohibido cuando hay una
pandemia... El esfuerzo que estamos haciendo es grande y nadie se puede negar
al cuidado y el testeo”. Ahora no solo se trata de la imposición de entregar
información sobre la salud sino también de someterse al poder “curativo” del
Estado. No somos individuos, somos una sociedad amenazada, un rebaño sin
inmunidad ante las decisiones benignas y justas de los mandatarios. El solo
cuestionamiento a esas cargas resulta ser un atentado al “valor supremo de la
vida”. Dudar y preguntar también es contagioso y puede tener consecuencias
terribles. También se invierte la carga de las responsabilidades, los gobiernos
se juzgan por sus buenas intenciones y quienes cuestionan deben asumir las
posibles tragedias causadas por la desconfianza y el virus.
En El
Salvador el presidente Nayib Bukele impone castigos por fuera del código penal.
Treinta días de arresto en compañía de delincuentes de todo tipo en un
“campamento carcelario” por violar la cuarentena. En Colombia se esposa y
exhibe como si fueran delincuentes a quienes no cumplen el confinamiento. Las
sanciones del Código de Policía ahora incluyen el escarnio público. Y los
abusos policiales son azuzados y aplaudidos por muchos ciudadanos que quieren
el castigo para tranquilizar el miedo y la ansiedad. La alcaldesa de Bogotá
sufrió en su propio pico y cédula la extensión de esos nuevos derechos. La
fiscalía decidió abrirle una causa penal por mercar a destiempo. La Fiscalía,
según parece, elige quiénes merecen una multa y quiénes un proceso. La Corte
Suprema tuvo que corregir el abuso.
La
vida siempre está en vilo, y los riesgos se multiplican y la tiranía salubrista
hace una buena yunta con los poderes de la burocracia y la vigilancia. Lo
advertía Luis Tejada en su canto a la mugre: “Empezarán a disminuir
progresivamente las libertades individuales más amables y justas, como la de
fumar, la de escupir, la de besar a nuestra mujer sin enjuagarnos antes la boca
con dioxogen”.
Y por qué no hacer caso y respetar las normas de la pandemia? Seria mas facil para todo el planeta.
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