En
marzo pasado el presidente Donald Trump se negó a hacerse la prueba del
Covid-19 luego de haber estado en contacto con congresistas sospechosos de
estar contagiados con el virus. Su negativa fue una especie de declaración de
principios que demuestra desprecio y arrogancia frente a la enfermedad. Esa
manera de enfrentar la pandemia ha ido creciendo entre millones de ciudadanos
en todo el mundo. No se trata de alardes de inmunidad ni de posturas políticas
sino de simple desconfianza, de negación e ignorancia.
En
algunos barrios de municipios del país la gente se niega a hacerse la prueba.
Tienen temor de ser contagiados, de ser contados en el rebaño de positivos sin
tener la enfermedad, de verse señalados por sus vecinos. También crece el
número de personas que desconfían de llevar a sus familiares con síntomas
respiratorios al hospital, y el número de las familias que se niegan, en medio
de la frustración y el recelo, a aceptar los protocolos para la cremación de
familiares muerto por coronavirus.
En
medio de la pandemia el desprecio por muchas instituciones gubernamentales se
ha trasladado al sector salud. La incertidumbre y el dolor hacen que crezca la
desconfianza. Las noticias sobre la corrupción funcionan como una especie de
tamiz para negar los peligros que encarna el virus. Resulta muy difícil invocar
el uso de la razón, los prejuicios facilitan la explicación repetida del
engaño, del robo, de los pacientes falsos, de los cobros fantasma. En las
últimas semanas he comenzado a recibir a diario denuncias bien sea porque
supuestamente un familiar fue registrado como positivo por Covid-19 estando
sano, o bien porque le han comunicado una prueba negativa a pesar de tener la
enfermedad. Es curioso que se desconfía tanto del resultado que condena a la
enfermedad como del que salva. Algunas más relacionan a médicos con dueños de
funerarias y otras alertan de contagios inducidos para enriquecer clínicas.
Lo
paradójico es que los médicos y todo el personal de salud reciben un
reconocimiento unánime por su trabajo. Pero sus decisiones se ponen en cuestión
de manera permanente. Mucha gente parece creer que los casos de coronavirus los
certifica un burócrata en un cubículo. Se olvida que intervienen primero microbiólogos
en laboratorios, luego, varios médicos, entre generales y especialistas, siguen
pautas estrictas de aislamiento y cuidado clínico. Al mismo tiempo que se
informa a secretarías de salud, ministerio e INS. Se necesitaría entonces poner
de acuerdo a profesionales con distintas especialidades e instituciones para
esconder o inflar los casos de Covid-19. Además, ese encubrimiento solo
ayudaría a poner en riesgo a sus compañeros en clínicas y hospitales. Nadie
pone en peligro a sus colegas más cercanos por mejorar la imagen de políticos.
Y es imposible esconder los muertos, al final saldrían a la luz no solo las
muertes sino las mentiras. Crecer casos para cobrar es otra ficción bien
inútil. No hay ningún pago extra, los intensivistas y sus equipos no abren las
puertas de las UCI para facturar como si fueran los recepcionistas en un hotel.
A la gente le gusta ver la muerte de frente para creer, vale que piensen
entonces en los más de 2.000 contagios y los 20 muertos por Covid en el sector
salud. A los suspicaces por hábito, por una malicia enfermiza, valdría la pena
ponerles una frase en el tapabocas: “Piensa más y acertarás”.
Toda persona que ingresé para ser atendido en cualquier hospital o clínica por cualquier situación en su salud, es "rotulado" como paciente con covid19, tenga o no la enfermedad. Es una medida preventiva protocolaria para él, su familia y la misión médica que implica extremar medidas de seguridad biomédica. Lo que sigue es atenderlo, comprobar que no está contagiado y cuidar con medidas de bioseguridad que no lo vaya a estar en su permanencia de atención hospitalaria.
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