Se ha
cumplido un año exacto de las primeras visitas a la ciudad desolada. Salimos a
la calle en busca de las escenas en los tiempos muertos y expectantes. El virus
era todavía una amenaza prometida en las noticias desde Europa. Apenas habían
pasado quince días desde el primer caso confirmado en Colombia. Afuera todo
hablaba de una manera distinta, no había cotidianidad, todos los
comportamientos y lugares parecían nuevos, estábamos frente al brillo de los
tiempos oscuros. La ciudad limpia era propiedad de los más humildes: habitantes
de calle, barrenderos, recicladores, barequeros de acera, domiciliarios. El
silencio no era apocalíptico, había algo de deliciosa extrañeza, de tensión y
descubrimiento en el gorjeo de las palomas desamparadas sobres las mesas
Ese
primer día apareció el dilema que todavía ocupa las discusiones en parlamentos,
informes académicos, estudios médicos y redes sociales. Dos hombres, parados a
unos pocos metros, con una edad similar, entregaron sus opiniones contrarias.
Uno de ellos, empleado de la empresa municipal de aseo, barría las hojas de un
almendro que eran la única basura en las calles. Respondió con el ceño fruncido
cuando le preguntamos por la obediencia a la cuarentena en su barrio: “Allá la
gente no obedece, se necesita es una ley marcial”, dijo y empuñó su escoba. Al
otro lado estaba un reciclador en pinta dominguera. Venía recién bañado y
buscando algo para pagar los quince mil de la pieza. Todavía estaba bajo techo
porque le tenían algo de confianza en el inquilinato: “Hay que salir, toca
buscar algo, como decía mi abuela: ‘al que no sale, no le da el viento’”. Y se
llevó dos billetes como multa de los reporteros.
En
otra esquina, una semana después, encontramos un drama que apenas comenzaba, un
lío doméstico con aires de desplazamiento y abandono. Una pareja de ancianos
pasaba la tarde del domingo en la cabina de una camioneta Luv de estaca. Ella
acababa de llegar a llevarle algo de comida a su esposo, un latonero en tiempos
de quietud, que estaba escondido en ese carro desahuciado. Huían del cerco
epidemiológico a los adultos mayores y del ruido y la fiesta de hijos y
sobrinos en su propia casa. Un viaje imaginario en esa tarde lenta, los dos de
tapabocas, mirando la panorámica de un mundo que los amenazaba de todas las
formas. No había ni un partido para pasar la tarde. Ni radio, ni viento, ni
ruta.
También
las canchas estaban clausuradas, esas parrillas que producen una buena parte
del calor del barrio. En Castilla, por ejemplo, todo estaba cerrado excepto las
panaderías y las escotillas de algunos restaurantes chinos. Pero los barrios
seguían azarando, guardados pero vigilantes. Todo el voltaje en las casas: La
televisión, los celulares, las rejas de las ventanas, el moño en la terraza,
los perros, las cervezas y el guaro en la sala, las cartas y el parqués, la
loza acumulada, el sexo a escondidas de los hijos. Y los balcones sin
distanciamiento y las zonas comunes de las escalas como un privilegio para el
chisme que el miedo no vence.
Las
ollas comunales fueron las hogueras visibles de esa primera y estricta
cuarentena. Leña y caldo en las orejas de los puentes, en las mangas al pie de
las autopistas abandonadas, en los parques como campamentos. Hervían a
borbotones alimentadas por los carretilleros que no dejaron de empujar sus
tubérculos y sus obligaciones.
Parece
imposible no mirar con algo de nostalgia y compasión esos días de ingenuidad
frente al enemigo ahora más conocido e igual de amenazante. Esas horas en las
que todavía las ventanas eran aliadas y cerrábamos con gusto las puertas.
Llegaron las nuevas cepas y vendrán los nuevos cepos.