En Colombia podemos estar tranquilos respecto a la imparcialidad política de la Policía Nacional. Los tiempos de pájaros y chulavitas son historia patria y estamos lejos del SEBIN, la policía política que creo Chávez mirando la efectividad del Servicio de Inteligencia Peruano de Fujimori en los noventa. La policía colombiana por el contrario responde a una lógica de autoprotección, de encubrimiento institucional más allá de lealtades partidistas o ideológicas. Se podría decir que son un cuerpo autónomo, una muestra exitosa de “descentralización” en medio del Estado, y un ejemplo de compromiso colectivo con 148.000 placas.
Dos
casos emblemáticos de menores de edad asesinados por policías en Bogotá, muestran
lo que puede significar la búsqueda justicia contra los uniformados, hechos mafia
cuando advierten una amenaza penal.
El 25
de febrero pasado se declaró culpable a Néstor Julio Rodríguez Rúa, miembro del
Esmad, por el asesinato de Nicolás Neira hace poco menos de 16 años. Nicolás
tenía 15 años e iba por primera vez a una manifestación ciudadana para
conmemorar el primero de mayo. Rodríguez Rúa le disparó por la espalda el
proyectil que contiene un gas lacrimógeno. Una semana después el joven murió
por el golpe en la base del cráneo. Yuri Neira, su padre, ha dado una batalla
legal que implicó veinticuatro detenciones, dos golpizas, un allanamiento, tres
atentados y el exilio. Recogiendo el cadáver de su hijo, el siete de mayo en Medelina
legal, dos camionetas de la policía con civiles intentaron llevárselo, seguro pretendían
darle más el paseo que el pésame. La cadena de mando de Rodríguez Rúa intervino
en los intentos de encubrimiento y la Fiscalía buscó y llegó a acuerdos
intentado beneficiar al victimario. Entre los principales parapetos están Fabián
Mauricio Infante Pinzón, formador del Esmad, y el mayor retirado Julio Cesar
Torrijos.
El
próximo 19 de agosto se cumplen diez años del asesinato de Diego Felipe Becerra
a manos del agente Wilmer Antonio Alarcón. Al joven de dieciséis años se le
impuso la pena de muerte por portar dos aerosoles en su morral, uno azul y uno
naranja fosforescente. Al lugar donde quedó el cuerpo llegaron muy rápido, admirable
su sentido de urgencia, tres coroneles, un teniente, tres abogados y seis
agentes. Llevaron un arma y consiguieron dos testigos para inculpar a Diego
Felipe en el supuesto robo a una buseta. Gustavo Trejos, el padre de crianza
del menor, comenzó su lucha contra la manipulación y las pruebas falsas. Dos
generales (incluido el subcomandante de la Metropolitana del momento), seis
coroneles, cuatro tenientes, doce agentes y seis civiles se comprometieron en
la farsa que buscaba justificar el homicidio. El policía que disparó fue
condenado seis años después de los hechos pero el mismo día un juez lo dejó
libre por vencimiento de términos y sigue prófugo. Las amenazas y los
seguimientos han sido las compañías del Estado durante el duelo, tanto que
Gustavo Trejos habla como un hombre que mira el miedo con desaires: “Desgraciadamente
el día de mañana algo puede pasar, uno tiene que estar preparado”.
Un
dato publicado hace poco por La silla vacía confirma que para lograr condenas contra
la policía se necesita la coraza de dolor que deja un hijo muerto y el aguante
de largo aliento de quienes encuentran una causa imposible de abandonar. Entre
2016 y 2020 se presentaron 7491 denuncias ante la fiscalía por delitos
supuestamente cometidos por uniformados de la policía. Hasta el momento no hay
una sola imputación y el 70% de los casos están inactivos. No hay duda de que
la policía se cuida muy bien.
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