Hace un poco más de cien años Medellín era apenas un lote bien ubicado con pretensiones de futuro y algo más de cincuenta mil habitantes. Lo que llamaban ciudad intentaba organizarse siguiendo los trazos de un plano dictado por la “nueva ciencia” del urbanismo. Los estudiantes de la Escuela de Minas fueron los primeros encargados de rayar ese pueblo presumido de finales del siglo XIX. En la segunda década del siglo XX se aprobó por el Concejo de la ciudad el Plano del Medellín Futuro. Los privados reunidos en la Sociedad de Mejoras Públicas tenían el lápiz y la regla para ordenar la ciudad. Un concurso, con premio de 250 pesos pagados por Ricardo Olano, uno de los hombres más ricos e influyentes de la villa, dejó en manos del Concejo la idea que entregó el concurso. Las críticas a ese modelo de alianza entre lo público y lo privado aparecían en la prensa y los comentarios de salón: “Urbanismo es una calle que va a propiedades de D. Ricardo Olano”.
Medellín se levantaba con el impulso nunca “desinteresado” de unos hombres que pensaban en las mejoras públicas y en las privadas. El municipio era apenas un alumno, un socio menor, un ahijado con decretos en el bolsillo, frente a las ideas, la plata y los intereses de los ilustres de la villa. La plaza de mercado de Guayaquil, el matadero municipal, la primera planta hidroeléctrica, la compañía de teléfonos… Casi todo de lo que chispeaba para intentar el nombre de ciudad tuvo un inicio de capital y conocimiento privados. Los ricos ponían una plata para los faroles, compraban árboles para el Bosque de la Independencia, entregaban algo para la cuelga del río y para la Avenida lo que hoy llamamos autopista. No era un asunto de beneficencia sino de beneficios comunes, no era cosa de altruismo sino de inversión para sus negocios de finca raíz y la industrialización en camino.
Esos planos de futuro se toparon en el terreno con haciendas y capitales de muchas de las familias de los mandamases. La ciudad acuñó entonces un calificativo para quienes ni hacían ni dejaban hacer: “hombres-estorbo”. El mismo Olano los describía: “Hombre-estorbo es el que se opone a toda mejora de la ciudad; el que cobra por una faja para una carretera más de lo que vale la propiedad que atraviesa; el que es enemigo personal de la ciudad porque está regida por autoridades que no son de su propio partido político…”
Así se armó la ciudad, con choques y alianzas, con fracasos y aciertos comunes entre intereses públicos y privados. La Medellín que vemos hoy, las principales, vías, parques, barrios fue pensada y ejecutada por el Concejo de la Ciudad, la Sociedad de Mejoras Públicas y la Escuela de Minas. Instituciones públicas y privadas marcaron el destino común que hoy habitamos.
Y no todo puede ser tan equivocado si desde 1963 se ha dicho, por parte de organismos internacionales, que las Empresas Públicas de Medellín son un proyecto piloto para replicar en América Latina. Esos intereses en servicios a la ciudadanía compartidos en un comienzo con capitales privados se fueron consolidando como un bien público que desde hace al menos una década le entrega cerca de un billón de pesos al municipio. La ciudad ha crecido al amparo de algunos de esos éxitos compartidos. En los últimos cincuenta años EPM se convirtió en la segunda empresa pública del país. Los mismos cincuenta años que según el alcalde Quintero solo han sido robo.
Ha aparecido un nuevo hombre estorbo, una ficha política que solo busca el escarnio y la mentira para todo lo que se hizo antes de su llegada a un puesto prestado. Y que cobra más de la cuenta por las “fajas” que reparte, ahora no en tierra sino burocracia y contratos.