El
hombre parecía alimentado por los troncos que echaba uno a uno en la fogata.
Más fuego y más historias, ese calor le daba impulso para seguir contando su
vida y obra. Estábamos en Paipa y la ruana, la oscuridad y el tapabocas solo
dejaban ver una sombra embozada. Por los mugidos lejanos llegamos al tema de las
vacas. Veinte años dedicado al ordeño y un reciente divorcio con su último
hato. “Durante muchos días pasé más tiempo con las vacas que con cualquier persona”.
Hablaba de ellas con algo de fastidio, en últimas lo habían llevado al
banquillo durante buena parte de su vida. Dos turnos diarios en los que podía
atender hasta cincuenta vacas: “Uno termina conociéndolas a todas, yo les ponía
nombres por letras: Margarita, Margot, Marta, Marina… Agrupar nombres y mañas
porque hay vacas de vacas”. Su relación terminó con una patada que le colocó una
arisca en el pecho, con saldo de dos costillas quebradas y un pisotón mayor.
Quedó K.O. durante unos minutos mientras su esposa juraba que el golpe había
sido fulminante.
Pero
las vacas fueron una hazaña menor. Antes estuvo el ciclismo, sus historias de
juventud en el podio de algunas clásicas y su retiro de las rutas por la
necesidad de “coger oficio”. Ordeño y pedaleo contado por un hombre de ruana
con el Pantano de Vargas a la espalda. Por momentos sentía que me estaba
construyendo una historia de folleto. Hacía poco menos de un año el turismo
había cambiado sus trasnochos. Terminó en la construcción, ayudando a levantar
cabañas en un hostal y ahora estaba de celador, cogiendo noche y frío. Una hora
de candela para resumir una vida de cuarenta y nueve años.
Eran
tres jinetes venidos de otra orilla. Unos niños de 11 o 12 años con las mañas y
la pose de los negociadores curtidos. Dos de ellos exhibían una pequeña
candonga en la oreja, se notaba que era un orgullo reciente, una condecoración que
seguro había costado pataletas paternas. John Jairo, Maicol y Mauricio: Nombres
con los que desde que nacen parece que trabajaran. Ofrecían sus caballos para
bajar a Playa Blanca en la laguna de Tota. Nos propusieron una cabalgata más
larga hasta unas cuevas cercanas. Era como estar viendo a Tom Sawyer por
triplicado. Los caballos para sus clientes y ellos iban y venían detrás, siguiendo
la lógica del perro que los acompañaba. Unas veces corrían adelante, otras se
retrasaban comprando una gaseosa, el perro le ladraba a sus oponentes y ellos
lo respaldaban tirándole piedras. Luego nos dieron cátedra sobre los cuatro
cortes de la cebolla y más tarde una creíble teoría sobre el origen geológico
de las rocas que alojaban las cuevas. Y ordenaron a turistas y caballos para
las fotos que tomaron con maestría y hasta soltaron un chiste que los hizo
achantar: “Esta la llaman la cueva del amor, donde entran dos y salen tres”. Cuando
les pregunté por el estudio me miraron decepcionados y respondieron con un
merecido silencio burlón. Una infancia con aire leve a tres mil metros.
Para
el final quedó la pareja de agrónomos que cansados de la experiencia bogotana
volvieron a su departamento. Fueron claves para ponerle un poco de contexto a
ese paisaje de la Tota que por momentos parece patagónico y que deleita con las
begonias más rojas que he visto. Y con la cerveza servida desde las 10 A.M. Las
riquezas de los grandes cebolleros de Aquitania que manejan casi un monopolio
nacional: “Cuando uno pone el precio tiene que ganar”. Sus excesos con los
fertilizantes que terminan llegando a la laguna, los rellenos en las orillas que
le roban año a año al agua helada y límpida. No digamos el lado turbio, solo el
hostigoso olor de la cebolla.
Fueron
las historias al azar de tres generaciones. Todas elocuentes como suelen ser
las historias que se encuentran siguiendo el rumbo de una carretera.
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