Nunca
había votado en la mañana, temprano, cuando el himno nacional abre las urnas y
los jurados primerizos ejercen con solemnidad. Siempre creí que era un
ejercicio digno de los insomnes y los viudos de la ciclovía en el domingo de
elecciones. Pero ahí estaba, en una fila a las 7:55 AM, con una ansiedad
desconocida, sintiendo que ejercía algo más que un derecho, que ponía más que
una ficha en esa ruleta colorida e indescifrable. Había más fichas en juego,
consideraciones y respetos de otro tipo, temores impensados, más filiación que
ideología. Y voté sin el desparpajo acostumbrado. Con algo de ceremonia que
pudo parecer patética. Como pasa con todo el que visita el cubículo como a un centro
de esperanza.
Ver la
política desde cerca tiene algo de las delicias de vouyerismo. Las cábalas que
se entienden como un destino, los chismes, las mentiras de primera mano, la
sorpresa de la perversión. Saber que lo que vemos desde afuera como las grandes
apuestas del poder también se casan en mesas sencillas, en tableros menores. Pero
tiene igualmente un poco del temor a contagiarse de lo risible, a sufrir las
consecuencias detestables de la ilusión o los daños colaterales de la
maledicencia. Se podría decir que es ver la fealdad de la maquinaria.
Hace
unos meses, luego de que mi hermano decidiera ser candidato presidencial, dije
que tal vez mi mejor opción sería adoptar el desinterés frente a la campaña en
ciernes. Sobra decir que me engañaba, nunca había intentado meterme una mentira
de ese tamaño. Sufrí los debates como finales con estadio lleno, le hui a las
entrevistas del candidato como si fueran interrogatorios sangrientos, sudé el
silencio obligado frente a los insultos y las burlas que aparecían cada tanto.
La banca es sin duda el peor sitio para ver los juegos cruentos de las
elecciones. Vivir una campaña electoral sin jugar un papel distinto a la filiación,
el cariño, la admiración por uno de los candidatos hace difícil el sarcasmo, la
ironía, el justo desprecio que requiere siempre la política electoral.
De
nuevo tengo libertad para comentar la política, y puedo usar la insolencia y la
arbitrariedad, la pedrada en Twitter y el brindis sin agüero por las derrotas
ajenas. La autonomía recobrada implica un desfogue, una tranquilidad que en
todo caso no borra un poco de angustia por la derrota de una causa tan
inesperada como a primera vista irrenunciable.
Pero
en esto no hay tiempo para el llanto y toca soltar un poco de ponzoña y risa.
Alejandro Gaviria hizo parte de una coalición donde siempre fue juzgado como un
intruso. Una coalición que le tiene tanto miedo a perder como a ganar. La
llegada de alguien que estaba por fuera de la condescendencia y el puritanismo
del perdedor radical, hizo que la coalición Centro Esperanza terminara en un
suicidio colectivo para elegir a un cadáver político. Sergio Fajardo es el
ganador más triste de la historia. Seguirá sonando su casette de los veinte
años de caminar bajo la enseña de sus volantes, le gustan más los volantes que
los votantes, convencido de que él es tan bueno que el país no lo merece.
Muchos dirán que estoy sangrando por la herida. Cosa que es absolutamente
falsa, no es solo una herida son varias las que dejó la campaña. Pero también
entregó algo del veneno necesario para lo que viene.
Esta ha sido la campaña de lo peor de cada espectro político y de la inoperancia del centro, a mi me dolió el domingo ver que nadie me representa en esta presidencial, ojala suceda un milagro con Fajardo y de un golpes de opinión y atraiga indecisos.
ResponderEliminarMi mamá me decía cuando era niño, hijo no ande con malas compañías. Eso le sucedió a Alejandro
ResponderEliminarMe fui a bañar a puerto mocho, cerca donde desemboca el río magdalena, Barranquilla y me encontré una cachucha muy bacanal y de la mejor marca que decía por fuera Alex y por dentro las iniciales de AUV
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