Nayib
Bukele, “presidente millennial” de El Salvador, celebró a finales del año
pasado la cifra más baja de homicidios en el país desde 1992. Fueron 1.140
muertes violentas, una reducción del casi el 14% respecto a 2019, año de su
llegada al poder, y seis veces menos homicidios que en 2015 cuando comenzó la
más reciente tendencia a la baja de la violencia en el país. Según el gobierno,
el logro hacía parte del Plan de Control Territorial desplegado por la policía
y el ejército para quitar poder a los setenta mil pandilleros que manejan desde
la movilidad hasta la economía legal e ilegal en barrios enteros.
Bukele
jugaba a los anuncios de mano dura contra los pandilleros presos y a los
patrullajes que más que “control territorial” entregaban algo de publicidad
internacional. Mientras tanto negociaba con los líderes de las maras en las
cárceles. El periódico El Faro documentó desde septiembre de 2020 decenas de
reuniones entre el director de Centros Penales y líderes de las maras llevados
a las cárceles para lograr acuerdos con el gobierno. La posibilidad de vender
pizza y pollo frito en las prisiones, el traslado de guardianes agresivos, las
celdas exclusivas para miembros de las mismas pandillas y promesas de
beneficios si el partido del presidente ganaba las elecciones legislativas de
2021. Las maras se comprometían a controlar los homicidios, a mantenerse “calmados”
y a ejercer el “control territorial” que es esquivo al gobierno de Bukele y los
anteriores. Hagámonos pasito, era la consigna.
Pero
algo dejó de funcionar y El Salvador sufrió a finales de marzo el más violento
fin de semana en lo que va del siglo XX. En solo tres días, entre el 25 y el 27
de marzo, se cometieron 87 homicidios, y de inmediato el gobierno aprobó en la
Asamblea Nacional un régimen de excepción por 30 días. Se pueden hacer
detenciones sin orden judicial, al igual que interceptaciones y allanamientos,
el ejército custodia las entradas a los barrios y obliga a identificarse como
residente para entrar y salir, los medios solo pueden actuar bajo vigilancia de
los militares y un simple grafiti alusivo a las maras puede dar hasta 15 años de
cárcel. En apenas 15 días el gobierno muestra con orgullo más de 8.500
detenciones. Cientos de menores han caído en las “pescas” de la Policía y el
ejército.
Esas
son medidas en los decretos gubernamentales, pero en el Twitter y en las ruedas
de prensa la cosa es a otro precio. Bukele publica fotos de los detenidos y
anuncia 40 años de cárcel, jura por dios que no les dará “ni un grano de arroz”
a los presos si las pandillas desatan una nueva ola de violencia. La semana
pasada la policía publicó videos donde se tortura a los capturados. Las
imágenes se bajaron de las páginas oficiales minutos después. El Secretario de
Estado de EE.UU. criticó las violaciones de derechos humanos y Bukele respondió
vía Twitter con las fotos de los abusos en Guantánamo: “Tengo un amigo
periodista, quiere acceder a Guantánamo para ejercer su derecho a la ‘libertad
de prensa’, y comprobar si los detenidos disfrutan de sus ‘libertades
civiles’... Tienes terroristas que te amenazan y nosotros tenemos terroristas
que nos amenazan.”. El presidente de El Salvador reconoce que se tortura en las
cárceles de su país, las compara sin problema con Guantánamo, está orgulloso de
dirigir la violencia oficial.
En
América Latina nos hemos acostumbrado a los alardes de violencia de muchos
gobiernos, a su idea de que es posible igualarse a los criminales para
vencerlos. Pero Bukele parece haber pasado un nuevo límite, ya no se trata de
ocultar las torturas sino de publicitarlas. Sabemos de sobra lo que sucede
cuando se busca el aplauso ciudadano exhibiendo la brutalidad.
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