Entrar a los despachos de la Fiscalía tiene algo de tétrico
y fascinante. Entrar como acusado por una opinión sobre un político tiene algo
de patético y prometedor.
En la puerta de ese abismo, una cuadra abajo del Parque Bolívar,
hay una cadena y una vigilante con la pistola al cinto. Del otro lado hay joven
tembloroso que busca el número de la demanda, de la fiscal, de la oficina, del
día y la hora. Su hora. Un joven pálido al que la hermana o la novia, no sé, le
entrega una carpeta llena de papeles como si le entregara el fiambre para una
larga jornada.
Siento que mi diligencia hace parte de un juego frívolo.
Mientras unos apuestan la libertad yo voy por la suerte de 280 caracteres. El
alcalde Quintero Calle decidió llevar los pleitos de Twitter a los despachos
judiciales: debe tomarse muy en serio para esa pequeña osadía. O debe pensar
que la fiscalía es un monstruo disponible para la intimidación.
El edificio es deplorable. Una especie de motel donde las
habitaciones son despachos y los pasillos vacíos lucen un amarillo enfermo. Un
espacio siempre en vísperas de un desalojo. Llego al despacho de la fiscal y me
encuentro a un joven abogado y su más joven acompañante. Él viste traje y lleva
un bastón. La Fiscal me saluda con una amabilidad desconcertante, una calidez
que no encaja con la situación. La acompaña también un bastón recostado a la
pared. También cojean las gafas de la fiscal que tienen solo una pata y durante
la audiencia caen dos veces debajo del escritorio. Todo lo dirige la asistente
de la fiscal, la más diligente de la diligencia a la que asistimos.
Quintero Calle y su apoderado acuden vía digital. Los
abogados más jóvenes que están en el despacho acompañan la diligencia y los
trámites menores. Son el público expectante y siento que son más mi defensa que
mi contraparte. Sonríen, callan y quiero creer que otorgan. La Fiscal me cuenta
de sus condiciones de salud para romper el hielo. Me gusta esa mujer por fuera
de la solemnidad de la justicia, pienso en el espontáneo bien intencionado que
quiere parar una pelea. La cámara del computador del despacho me apunta de
frente y la fiscal queda por fuera de las imágenes digitales de la audiencia. “Ayy
no, yo no salgo, yo también quiero ser famosa”, nos dice en medio de carcajadas.
La invito a sentarse a mi lado para que compartamos estos minutos de pantalla y
quedamos como estudiantes de primaria en el mismo pupitre.
Ella comienza con un llamado a la conciliación: “este es
un despacho de paz y amor. Tenemos que conciliar, no nos podemos volver Sodoma
y Gomorra.” Antes me ha dicho que pertenece a tres iglesias. “Esto es solo una
charla de reconciliación”, continúa, y le da la palabra a Quintero Calle para
que proponga los términos de un acuerdo. El alcalde lee el trino de la
discordia y dice que yo he afectado su honra, su familia y toda su
administración al decir que él era corrupto, y pide que por la misma vía, con
un tuit, yo deje claro que no ha cometido ningún delito y por ende no es
corrupto. Habla con tranquilidad y se muestra acongojado por mi maledicencia. Dice
que ha enfrentado la más dura oposición y me incluye en ese grupo, y agrega que
tal vez escribí ese trino por una ligereza o por un ánimo pendenciero que no le
ayuda a la ciudad. Tomo algunas notas y la fiscal me dice entre risas, “ay
Pascual, no escriba tanto”. El despacho y los actores virtuales celebramos su
gracia. La Fiscal podría estar en el equipo negociador de la paz total.
De pronto, perdemos comunicación con el alcalde, su señal
se queda paralizada y su conexión se cae. Quedamos solo los presenciales: ¿Qué
pasó con el valle del software?, les pregunto aprovechando el bache. La fiscal
nos pregunta a los presentes cómo estamos pasando, “aquí no se aburre nadie”,
dice. “Solo falta que nos ofrezcan algo para tomar”, le respondo y entonces
manda a la asistente a pedir prestados dos vasos desechables y nos ofrece
aromática de frutos rojos. La más humilde y hacendosa de las anfitrionas. “Hasta
los vasos se acabaron”, remata.
En la mesa de la fiscal hay una mandarina. El único ser
vivo en el despacho además de los cinco abogados y las seis cucarachas que
saltan cuando la asistente levanta las carpetas sobre un archivador. La asistente
intenta matarlas con uno de los bastones pero escapan a la pena de muerte.
El alcalde regresa, termina su discurso dolorido y es mi
turno. La Fiscal asintió durante buena parte de la intervención de Quintero
Calle, mientras me miraba con cara de “no peleen por esa bobada”. Las razones
para no conciliar son sencillas. No tienen que ver con radicalismos ni con odio
personal. Lo primero es que yo no soy opositor político del alcalde, nunca he
militado en un partido ni he aspirado ni aspiro a un cargo de elección ni he
sido siquiera funcionario. Me parece increíble, además, que mencione mi ánimo
belicoso, que lo diga un alcalde que ha dedicado tres años a cazar peleas con
los más variados sectores, que ha tratado de mafiosos a contradictores y tiene
el insulto como herramienta de trabajo. Se lo digo sin ánimo de camorra porque
la fiscal nos obliga todos al mejor tono, a la cordialidad de la discordia. Le
digo también que mi trino es solo una opinión sobre su gestión y que al llamarlo
corrupto no lo culpo de un delito, sino de una serie de comportamientos que me
llevan a concluir que esa palabra define buena parte de actuaciones como mandatario.
Por sus simples mentiras, por no honrar su cargo para el bien público sino para
la ambición personal, por decisiones que pueden no ser un delito pero sí un
desfalco ético y un atentado administrativo. Por hacer que Medellín haya
perdido la confianza en las seis o siete cosas que tenían prestigio ciudadano y
entregaban réditos comunes.
Posando de abogado leo un párrafo del último fallo de la
Corte Constitucional sobre libertad de expresión –a propósito de una tutela
interpuesta por el expresidente Álvaro Uribe a Daniel Mendoza el director de
Matarife– que sería suficiente para saldar con dos líneas todo este turismo
judicial al que convocó Quintero Calle: “Las opiniones equivocadas o
parcializadas gozan de la misma protección constitucional que las acertadas o
ecuánimes”. Y se lo deje claro al alcalde y a su apoderado, es posible que mi
opinión sea equivocada y que tenga un sesgo que me lleve a ser injusto con su
figura. Si así fuera, en el peor de los casos para mi credibilidad como
periodista y para mi ejercicio ciudadano, mi libertad de expresión tendría en
todo caso un amparo constitucional. No es un juez quien debe decidir si mi
opinión me debe llevar a la cárcel, es el debate transparente, los argumentos,
el encuentro entre poder y periodismo el que debe marcar tenencias ciudadanas.
Para el final queda la razón más contundente: jamás
dejaría un precedente según el cual un funcionario, uno que además fue elegido
y debe olvidar el consenso, puede decirle a los ciudadanos cómo deben redactar
sus críticas, sus opiniones, sus diatribas, sus caricaturas sobre el ejercicio
del poder. La democracia consiste en la posibilidad de burlarnos, de ofender
incluso, a quienes detentan el poder. Y así lo ha dicho también la Corte
Constitucional: los funcionarios públicos tienen una obligación que es
contrapartida de sus atribuciones, tienen el deber de soportar una mayor carga
de críticas, señalamientos, arremetidas públicas. Deben construir un blindaje
frente a la opinión y dar respuestas adecuadas. Quien tiene la oportunidad de
ejercer un poder muchas veces desmesurado, tiene la obligación de aceptar el
eco de sus desprestigios.
La fiscal también asintió durante buena parte de mi
parlamento en esta delicada comedia. Antes nos había contado que en ese mismo
despacho coincidieron hace unos años Luis Pérez y Héctor Rincón en una
diligencia por una denuncia similar. “Salieron felices”, me dice empujando una
solución. La asistente suelta otro de los tiros de la tarde: “Nosotras somos
generadoras de contenido”.
El abogado de Quintero Calle intenta una nueva fórmula para
un acuerdo. Me dice que no vale la pena entrar en un juego de palabras, en una
competencia de lenguaje, y aprovecha para soltar un elogio sobre mis ejercicios
de mecanografía. Policía bueno y policía malo. De verdad, admiro el ejercicio
profesional del abogado de Quintero Calle y casi me hace olvidar que somos
contraparte. Pero no puedo aceptar su oferta: “Nosotros estaríamos satisfechos
si usted simplemente dice que usó el término corrupción de una manera genérica,
pero que esa palabra no implica que el alcalde haya cometido un delito contra
los ciudadanos o la administración pública”. Pero eso sería explicar lo obvio.
Los trinos tienen apenas 280 caracteres como para exigirles una nota al pie. Le
reitero mis argumentos, creo que tiene claro que mi decir sobre Quintero Calle
no tiene entidad suficiente para avanzar como un juicio penal. Insisto en la
diferencia entre información y opinión y en la amplia protección constitucional
frente a la delicadeza de quienes ostentan el poder. La pésima percepción de
los ciudadanos sobre un mandatario no es un delito, lo contrario haría que tuviéramos
que esconder lo que pensamos sobre quienes manejan los presupuestos públicos.
Los susurros sobre el poder no se usan en una democracia.
La fiscal parece compungida y convencida. Bueno, al menos
eso quiero pensar en medio de los sudores del despacho.
Quintero Calle olvida su tristeza y pasa al ataque. Yo no
se refiere a a mí como pascual sino como el señor Pascual Gaviria, ahora frunce
el ceño y habla más recio. Dice que yo lo odio por las referencias, denuncias
públicas, que ha hecho sobre la gerencia de mi papá en EPM. La fiscal abre los
ojos sorprendida, me pregunta que cómo así, que si yo soy famoso… De nuevo,
entran risas. El alcalde dice que durante el periodo 2004–2007 se tomaron
decisiones que llevaron a la empresa a perder miles de millones de pesos. “Todo
está documentado”, concluye. La Fiscal siente que se calentó el parche y quiere
cerrar la audiencia y aceptar que perdió su invicto de conciliaciones. Pero
insisto en una respuesta a lo que acaba de decir Quintero Calle. “Señor alcalde
lo primero es que yo no lo odio, esto no es un asunto personal, ahí es donde
usted se equivoca. Y lo que usted dice sobre mi papá es absolutamente falso, es
injusto y mendaz, si yo cayera en su juego podría entonces denunciarlo
penalmente por esa acusación. Pero mejor lo invito al debate público, a
sustentar sus señalamientos. Ahí es donde yo creo que se deben dar estas
discusiones no ante la señora fiscal y en el curso de un proceso que amenaza la
libertad de un ciudadano. Pero usted fue el que escogió este escenario, así que
daré la discusión en todos los frentes, como acusado, como ciudadano y como periodista”.
Ahora sí la audiencia ha terminado. La fiscal me ha
tratado de “mi querido lindo” y “Pascualito”, ha elogiado mis intervenciones y
ha dicho que tenía razón el abogado del alcalde que me trató de “artesano de la
palabra”. Me preocupa tanta zalamería en medio de una acusación. Nos despedimos
del alcalde y su defensor. Hemos pasado una hora y media entre risas, tensiones
y sudores. Ya está cerca el fin de la jornada laboral de la fiscal y su
asistente. En un pequeño cuarto en el despacho están guardadas las colchonetas
que extienden en el suelo para la siesta después de almuerzo. Es justo dejarlas
descansar, casi me duelo de no conciliar para restar una carpeta a las 2.200
que acumula el despacho de la fiscal. En el acta quedan apenas dos líneas. La
pretensión de Quintero Calle de corregir esa palabra corrupción y mi negativa a
un acuerdo. Eso lo resume todo.
Al final, cuando ya estamos por fuera de los
procedimientos judiciales, la fiscal me pregunta cuantos años tengo, le
respondo bajo la gravedad de juramento y ella remata para las últimas
carcajadas: “Vea, y no está ni mal”. Salgo confiado en esta audiencia que cojea
y nos deja claro que Kafka también puede reír.