La
bicicleta en su uso más allá de la simple locomoción tiene algo de potro de
torturas. Forzar la máquina para marcar un tiempo, romper los pulmones para
alcanzar a otro doliente, luchar a la manera del peregrino para avistar una
cima, implica siempre un masoquismo jadeante. Algo de inquina contra sí mismo,
contra el cuerpo, tenemos quienes pedaleamos más con la voluntad que con la
fuerza.
¿Cómo
más podría uno temerle al tramo de una carretera? ¿Cómo quinientos metros de
vía asfaltada pueden ser una especia de fantasma más temido entre más familiar?
Solo la promesa del dolor logra un aumento de las palpitaciones y la
desconfianza frente una curva empinada, a una recta larga y ventosa, al repecho
definitivo que sabremos dejará un dolor en la boca del estómago. La pesadilla
de un ciclista aficionado (esto no tiene nada de recreativo) es que la
carretera logre vencerlo, que lo haga poner pie en tierra. Un enemigo que no se
compadece ni se jacta de su victoria.
Pero
si la bicicleta deja secuelas sobre el cuerpo qué se podrá decir de la mente
del atormentado, del pedalero que empuña el manubrio como si fuera la baranda
que salva del abismo. El ejercicio circular sobre los pedales tiene un efecto
de réplica en el cerebro, de modo que el ciclista puede resoplar el estribillo
de una misma canción durante una hora de esfuerzo o rayar su cabeza con una
idea que la fatiga hacía parecer brillante y las dichas del descenso demuestran
era solo una triste niebla. No puedo dejar de recordar las tonterías que he
pensado viendo las colecciones de vidrios estallados contra el pavimento, y los
escalpelos que he visto en los restos de algún carro varado, y el dibujo de
hojas de eucalipto que interrumpen la línea continua de la vía, y el impulso de
recoger tornillos que me parecen insectos.
Y
qué decir de las paranoias, porque el ciclismo trae dolores ciertos y males
imaginarios: el simple ahogo puede convertirse, en la mente del pedalista, en un
mal mayor pegado a las costillas, la garganta cuarteada por la sed se percibe
como el inicio de una dolencia incurable, los males inofensivos del encorvado
son ahora la seña de un tumor creciente en los de riñones.
La
incertidumbre es otro de los suplicios del ciclista recién enfundado en su
uniforme. Los entrenamientos continuos y el ascetismo de la noche anterior no
garantizan nada para la jornada que comienza. Solo los primeros kilómetros
dictan lo que viene, dejan claro si será un día para la lucha o para el
maltrato. Y qué advertencia triste obtiene el que sabe que los augurios no son
buenos. La fatiga imaginaria pedalea en su contra, las piernas hacen lo que
pueden enfrentando a la mente que se empeña en tomar la dirección contraria. La
ruleta de los días plenos o gastados también hace parte de ese ejercicio
circular.
Pero
nada como las humillaciones que vive el ciclista convencido de su paso. Cuando
todo marcha bien, cuando uno siente que romperá su tiempo en la cumbre o al
menos no penará como la última vez, pasa muy ufano un insufrible colega que
sube hablando por teléfono con un proveedor, o un señor de balaca descontinuada
que le lleva a uno cinco años y en la “meta” le llevará seis minutos, o un
trabajador que recién terminó su turno, con mochila al hombro, y oliendo a
yerba en medio de su tranquila respiración. Y cuando nada puede ir peor, pasa
un carro con un niño salido por la ventanilla dando chillidos que él supone
ánimos pero que solo dejan un sobresalto en el bajo vientre, una advertencia de
que esas fatigas también tienen que ver con sus oficios. Ya en la raya de
sentencia, sentados y mareados, los ciclistas toman agua y la escupen de
inmediato, como un último reclamo del cuerpo, una contradicción para sufriente
felicidad de la llegada.
Excelente Pascual, el mejor potro de tortura y el más bello.
ResponderEliminarMuy bueno, tan cual. No le agregaría ni quitaría nada.
ResponderEliminarTal cual*
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