Tiene grandes riesgos eso de ser gobernados por un genio. Se detiene demasiado en sus decisiones, se mortifica con preguntas irrelevantes, duda, toma los caminos más arduos y más rigurosos cuando sería más eficaz el decreto ramplón. Y al mismo tiempo, pone a todos los ciudadanos tras la huella de su sapiencia, a todos, incluso a los que no entienden sus virtudes y desesperan. Además, el genio gasta buena parte de su tiempo en elucubraciones, busca persuadir más que decidir y, al final, termina conversando consigo mismo en las noches de crisis. Montaigne, alcalde de Burdeos por cuatro años, fue criticado por esa pasividad y se defendió con pacífica inteligencia: “Me acusan de inactividad en una época en la que casi todo el mundo fue culpable de hacer demasiadas cosas”. El sabio es pues buen gobernante por omisión. Ya Platón dejó constancia del fracaso de sus intentos de imponer la sabiduría en Siracusa, donde las gentes dormían de día, bebían y comían sin freno y tenían por patrón a un tirano sin mucho juicio.
Pero más peligroso todavía es ser gobernado por alguien que se tiene por sabio sin serlo. En ese caso, tocará soportar los discursos sobrados de metáforas viejas leídas con el tono de admoniciones nuevas, y las ideas descabelladas se tendrán por visionarias, y las constantes torpezas se tratarán como detalles insignificantes de propósitos más grandes y profundos. El supuesto sabio siente muy pequeño el molde de las fronteras y reniega de los fríos y estrechos muros de su palacio. Sus dotes están hechas para guiar territorios más amplios, para liderar cambios planetarios, para salvar una humanidad equivocada por las ambiciones y los vicios individualistas. De modo que todos los problemas de la plaza que regenta serán menores para su entendimiento. Si se habla de una carretera cortada por un derrumbe, su inteligencia irá hasta los límites de la geología y las cortezas terrestres; y si las quejas son por el precio de un simple galón de gasolina, pues el discurso llegará hasta la geopolítica mundial y los embates del capitalismo ciego contra los casquetes polares.
Los genios convencidos tienen además el defecto de la obstinación. Es imposible mostrar el error a quien está convencido de sus designios. Ni los hechos ni los números ni el ejemplo de las malas experiencias podrán vencer sus certezas. Por eso, cuando llegan las advertencias el líder-sabio busca refrendar sus proyectos e ideales por medio de la aprobación popular. Solo su discurso podrá salvarlo de su fracaso. Va entonces a la plaza pública a exponer sus sueños, a prometer sus bondades, a exhibir su retórica que es a la vez su alegría. Porque este sabio es también un niño soñador, no tiene la culpa de embelesarse a sí mismo. En esto, hay que decirlo, el presidente-genio es completamente sincero, no simula, cree ciegamente en sus propósitos y desconoce cualquier escepticismo, está seguro que la voluntad es suficiente para hacer los milagros democráticos. Y cuando no se pueda, pues para eso están los símbolos, otro modo de salvar las frustraciones.
Y es inevitable que los grandes hombres, bien lo sean de verdad o simplemente lo supongan, caigan en algún tipo de vanidad. Puede ser el simple silencio para fingirse reflexivo y atormentado por la realidad que no obedece a sus mandatos; o el desdén por las leyes, sean naturales o humanas, que desconocen los altos motivos del bien común. O incluso puede ser algo tan sencillo como la impuntualidad, porque los tiempos de la inteligencia son distintos a los tiempos de la diligencia.
Muy buena 👏🏻👏🏻👏🏻
ResponderEliminarAcertada
ResponderEliminarExcelente
ResponderEliminarPerfecta
ResponderEliminarDoy por leídos mis pensamientos. Gracias.
ResponderEliminarPascual en una vertebra, expresaste lo que yo no he podido en una columna. Para complementar este acierto recomiendo el libro Bestiario Tropical de Alfredo Iriarte. Libro que arroja mucha mas luz sobre nuestros ya iluminados genios.
ResponderEliminar