La
marihuana es más alucinante para quienes la miran con esa mezcla de terror y
menosprecio que para quienes gozan de su humo denso y blanco. Según Herodoto,
el cáñamo entregaba sus nieblas en una especie de sauna aromado por semillas
quemadas sobre piedras ardientes, y producía un vapor que hacía que los
escitas, primeros consumidores reseñados, “prorrumpieran en gritos de alegría”.
De modo que en el principio fue el júbilo.
Y
luego vinieron los grandes mitos, la fascinación, el miedo, la salvación, la
sed de sangre… La promesa de esas brumas llegadas de oriente hace que los
comedores de hachís en el París del siglo XIX se describieran en un mundo
prestado de la literatura, leyéndolos no sabe uno si era la disposición al
viaje, la afectación oriental o las verdaderas alucinaciones. Baudelaire,
Rimbaud, Gautier y muchos otros hablaron de sus delicias, sus poderes y sus
riesgos. Consumían el hachís vestidos de
frac, la “mermelada” era vertida en cuencos japoneses y dada como una poción en
una cucharilla de oro. El doctor/brujo les hacía una pequeña advertencia a la
hora de la toma: “Esto se os restará de vuestra parte en el paraíso”. Para
Baudelaire el hachís producía “ignotos tesoros de bondad en el corazón”, y una
felicidad embriagadora, “plena de locuras juveniles”, aunque advertía de una
cierta “debilidad de la voluntad” y una introspección antisocial.
Pero
una cosa son los diletantes franceses y otra los funcionarios gringos aterrados
por las costumbres de los mexicanos y los negros. A comienzos del siglo XX ya
se hablaba de la marihuana y su “fomento del crimen”. Los jueces de New Orleans
acogieron estudios en ese sentido y por el camino del racismo llegamos a los
delirios de los años sesenta dirigidos por H.J. Anslinger, primer comisionado
de la Oficina Federal Antinarcóticos en Estados Unidos, quien promocionaba en
la prensa amarilla las historias de sangre vertidas por los consumidores de
marihuana. El ridículo llegó a tal punto que la defensa del soldado
norteamericano acusado de la masacre de My Lai en Vietnam, alegó que días antes
sus compañeros de camarote habían fumado marihuana sin él saberlo y eso había
afectado su conducta. Esa traba a lo pajarito había llevado al teniente William
Calley a matar cerca de cien civiles.
Hace
cincuenta años las avionetas colombianas fumigaban la Sierra Nevada con
Paraquat “donado” por los gringos para acabar con la bonanza marimbera. Ahora,
más de la mitad de los adultos en Estados Unidos pueden comprar cannabis de
manera legal y hasta la mayoría de los republicanos apoyan la legalización. Copiamos
muchos delirios para justificar la prohibición. El código penal de 1986
disponía pena de prisión hasta de un año por el porte de menos de 20 gramos de
marihuana y el internamiento de los adictos, certificados por medicina legal,
en un establecimiento psiquiátrico hasta su recuperación.
Se
van a cumplir treinta años de la sentencia que acabó con semejante despropósito
pero la marihuana sigue siendo un coco para una gran mayoría de colombianos. Y
los consumidores todavía son vistos como enfermos que necesitan la tutela del
Estado o la exclusión de la sociedad. Algo así como, “fumen sus porquerías pero
eso los obliga a vivir en un gueto o un sanatorio, no contagien a la sociedad,
no pretendan disfrazar su debilidad mental y su vagancia en las tareas que nos
corresponden a los sanos”.
El
exceso de prohibición es perjudicial para la salud. Ha sido medicado durante
muchos años para causar prejuicios, miedos, fobias. La protección legal y
jurídica no ha sido cura suficiente. La “confesión” de un consumidor todavía
causa estremecimientos de ira e indignación. Son más seguras las trabas que las
taras… Y se pasan más rápido.
Lo mismo sucedió con el tabaco fue legalizado y los emporios hicieron enormes fortunas con su comercialización sin embargo con el tiempo y aún hoy en pleno siglo 21 la ciencia ha demostrado ampliamente las graves afectaciones a la salud que produce el consumo del tabaco y la adicción a la nicotina... 🚬
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