En 1955 el gobierno de Rojas Pinilla creó la Junta Nacional de Censura para unificar los criterios que dirigían el uso del veto o la tijera a las películas proyectadas en los cines del país. Cuatro de los diez miembros eran nombrados por el Cardenal Arzobispo Primado de Colombia. La censura llevaba quince años en manos de juntas municipales y departamentales. El cine se había convertido en el más importante espectáculo público –en la Medellín de 1953 más de cuatro millones de personas desfilaron por los 32 teatros de la ciudad– y los riesgos eran inmensos cuando se apagaba la luz. Hasta los médicos armaban sus películas. Un estudio de la Academia de Medicina de Medellín en 1945 habla de los efectos somáticos del cine en niños y adolescentes y llegaba a una conclusión para el género de terror: además de llevar a los jóvenes a sus “tendencias inferiores”, el cine sin vigilancia aceleraba el desarrollo del “sistema gonadial”. Los cine clubes fueron el instrumento para revelarse contra las juntas de censura y en su momento fueron denunciados como el telón de fondo de todas las perversidades.
Esas historias de hace ochenta años se leen hoy como ciencia ficción, casi con la nostalgia del cine como un ejercicio obsceno. Pero la censura siempre vuelve, disfrazada de gestos de inclusión o de protección frente a una ideología que quiere destruir un mundo bien establecido. Varias noticias del primer semestre de 2023 parecen sacadas de la prensa apolillada o de los sermones mal envejecidos.
Hace dos meses The Telegraph publicó un extenso estudio revisando las últimas ediciones de Roald Dahl, uno de los autores de literatura juvenil más leídos de todos los tiempos. Desde la solapa se supo lo que pasaría al interior. La advertencia era clara y dulce: “Este libro se escribió hace muchos años, por lo que revisamos regularmente el lenguaje para asegurarnos de que todos puedan seguir disfrutándolo hoy.” Las alusiones a la apariencia física, a la salud mental, a la raza o el género tienen cientos de cambios en cada libro. Se trata, entonces, de una versión con todos los filtros de la corrección política. Ridícula y ofensiva hasta el punto de cambiar una mención a Rudyard Kipling para sentar en su lugar a Jane Austen. El juego con Dahl que comenzó en 2020 se le llama “lecturas de sensibilidad”. Una de las encargadas de la poda a Dahl es la fundación Inclusive minds, que se describe como un “colectivo de personas apasionadas por la inclusión”. Incluir a los lectores excluyendo a los personajes.
Pero los retoques son solo una faceta de la nueva censura. Muchas escuelas de Estados Unidos han visto florecer los clubes de lectura. S trata de jóvenes que luchan para leer lo que quieran y no lo que les permiten. Al estilo de los cine clubes de los cincuenta. Las juntas de padres de familia se han convertido en tiranías en muchos estados y ordenan sacar libros de colegios y bibliotecas públicas. El último informe de PEN America, una ONG que rastrea la censura literaria, habla de 2.500 libros prohibidos en 5.000 escuelas de 32 estados. Lo que significa que cuatro millones de estudiantes han perdido la posibilidad de leer según su gusto e intereses. Los libros con protagonistas homosexuales o negros encabezan la lista de descabezados. Una ley aprobada en marzo en la Cámara de Representantes les entregaría mayores poderes de veto sobre los libros a los padres de familia.
En medio de esa oleada de censura era imposible que no apareciera la referencia a Fahrenheit 451. Adam Tritt, un poeta y activista de La Florida, creó la Fundación 451 que se encarga de distribuir los libros prohibidos en sitios públicos. Ahora es acusado de pedófilo por intentar apagar el incendio del puritanismo y las guerras partidistas.