Biden sube a tumbos por la escalerilla del poderoso Air Force One. Tres tropiezos hasta llegar a la puerta con la sonrisa pálida de un niño recién salvado. Y aparecen las calculadoras: cuántas horas de vuelo suma Biden, cuántas escaleras llevan hasta la puerta del avión, cuántos años fue soldado, cuántas horas le lleva a Kamala Harris… Esa fue su primera caída de las cuatro en vivo, una de ellas saliendo de Ucrania, en la misma escalerilla, y una caída en plena batalla vale por dos. Desde sus 77 años Donald Trump se ríe en Twitter de los tropiezos de su rival, se jacta de ser un hombre fogoso, multiplica sus años por sus millones y se siente satisfecho.
Es posible que los dos veteranos estén en la próxima carrera –caminata, sería más exacto– por la presidencia de los Estados Unidos. Los imagino enzarzados entre la desmemoria y la nostalgia, y pienso en los lugares comunes de la vejez y la sabiduría, de la quietud y la virtud, de la experiencia y la moderación ¿Son los años un ingrediente útil en un mandatario? ¿Le lleva ventaja Mujica a Boric en algo más que pastillas y calendarios? ¿Era más recomendable Rodolfo Hernández que Iván Duque? Tal vez las preguntas no tengan relevancia ni respuestas, tal vez los años me han puesto a pensar ociosidades. Tal vez a mirar con menos condescendencia a la juventud en el poder.
Bukele y sus bríos de regente carcelario, tan seguro de sus métodos y tan recién bañado a toda hora, tan parecido a un gerente impasible y a un boxeador desafiante; Boric tan macizo y asustado, exhibiendo la bondad y la torpeza en el mismo examen, rodeado de un gabinete con las canas suficientes y necesarias, como un Lego justo y correcto. Veo a los dos presidentes más jóvenes del continente, con menos de cuarenta años, y miro a Lula a quién la cárcel le ha quitado unos años de encima y ahora luce más rígido de ideas y más orgulloso de su caparazón. Y qué decir de López Obrador, cerca de sus setenta, tan cansino y repetido, tan conservado en cuerpo y discurso. Con esas amplias dotes para el tedio.
La nostalgia y el conservadurismo, dos caras de la misma moneda, son males de los políticos ya gastados por los discursos. Uno de los lugares comunes de Marco Tulio Cicerón en De senectute, enseña esa mirada que se mueve entre la mentira y la mojigatería: “La vejez disfruta de los placeres lo suficiente aunque los vea de lejos”. Hay que decir que a los setenta años su autor se separó de su esposa para casarse con una joven pupila llamada Publilia. Pero del otro lado está el exhibicionismo de algunos jóvenes en el poder. La ostentación es el peor desgobierno, lleva siempre un ánimo de humillar desde un lugar deslumbrante. El joven elegido está fuera de control, algo borracho por la altura de su cargo. Ese adolescente alucinado es el más detestable de los mandatarios: bufón y camorrero, ávido de aplausos y alejado de la realidad que es solo un obstáculo para su ímpetu lleno de futuro. Ese tipo de gobernante infantil va cumplir cuatro años en la alcaldía de Medellín. Jugando a los retos de redes con su pandilla, y armando redes políticas para pasar un nivel en el juego de video de su carrera.
He comenzado entonces a mirar la cédula de los candidatos. Incluso hace poco me alegré de que algunos viejos decidieran entrar en las competencias electorales. Porque la nueva política es demasiado vieja, rancia en el contenido y colorida en el empaque. Toca decirlo con resignación. Cuatro años de “política joven” en la ciudad le han sumado dos décadas a mi edad de votante. No ha sido un curso rápido de sabiduría, solo un llamado a la supervivencia.
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