miércoles, 25 de octubre de 2023

Vida automotriz

 





 

El gusto por los carros añosos entrega algunas ideas de humanidad. El carro nuevo con los vidrios negros solo produce recelo, temor, sospechas de pillos y tombos. En cambio, cuánta solidaridad despierta un carro bien rayado por los años. Esas latas curtidas en cualquier esquina oscura, con ese poco de orín de radiador bajo las llantas, dormitando, respetable después de tantas vueltas en el calendario de los kilómetros. A los carros gastados los ensucian con dedicación, con sus trapos de otros tiempos, los hombres que dicen cuidarlos en las noches. Los soban simplemente. Y saben que pueden recostarse, compartir sus sueños con esos carros dormidos.

Los carros con recorrido resoplan y suspiran. No quiero los carros mudos del concesionario. Me gustan los que hablan de sus pastas gastadas con el terrible quejido de los coches de la ciudad de hierro, y los que claman por agua con la respiración agitada, un chirrido de mangueras que hace pensar en la terapia respiratoria, y los que cojean en cada hueco por el amortiguador reventado. Conocerlos por sus síntomas, nada de luces en el tablero, ya todas fundidas, solo sus quejumbres de viva de voz.

Muchas veces el carro desahuciado ha salvado mi idea sobre la especie que camina, frena y acelera. Hace poco, el trasto que me acompaña desde 2005, cayó en mitad de la autopista, gargareaba de manera angustiante, busqué una orilla pero no había cómo, estaba mal, y se desvaneció en mitad de la vía y en la peor hora. No quise ni abrir sus fauces, no podía hacer nada frente a ese motor, solo unas palabras de consuelo mutuo. Luego de cuarenta minutos de recriminaciones y remordimientos, la culpa siempre acompaña la varada del carro ajetreado, apareció el ángel de carretera. Venía vencido por el sol pero vencedor por el Vive100, le ofreció agua al enfermo, quería probar el voltaje de su batería y, cuando vio que eso era inútil, lo empujó con toda su fuerza y lo hizo prender con su aliento a gasolina y sus manos manchadas de aceite. Lo arregló todo y me deseo buen regreso al “hogar”. Pero no había hogar posible, llegué corcoveando a un taller nocturno. El jefe y empleado era un hombre pequeño con una Aguila Lihgt en la mano. Le abrió la tapa con todo el cariño, le dio agua fresca, lo compadeció por mal cuidado y lo trató durante día y medio. Como si fuera un perro más de su taller. El carro salió del tratamiento con un silbido joven y la obligación de ir al abrevadero cada ocho días, gotea sin pausa pero sin prisa. Cuando el carro se vara la humanidad aparece.

¡Y cómo tanquean el carro asoleado los “bomberos”! Preguntan por los niveles como el médico que advierte lo peor. Ofrecen refrigerante al deshidratado, inflan las llantas sin pedido alguno, arriman el oído a los cilindros… Y al final hacen lo único útil, un poco de gasolina y algo de agua para limpiar el parabrisas. Pero esa intención humanitaria es la que vale.

Cuando no queda más que dejarlo a la vera del camino, por afanes o urgencia, el carro mayor demuestra su madurez. Los vecinos lo miran con condescendencia, se ve cansado, dicen; en la calle, los cuidadores le ponen un cartón en el panorámico para evitar insolación, y cierran los espejos para cuidarlo de un rayón a carros más nuevos, para evitar problemas. El carro mayor de diez y ocho se cuida muy bien solo. Los policías llegan, le dan un poco de linterna por debajo y concluyen que es un simple anciano en recuperación.

Y la guantera, los bolsillos de las sillas, los bajos de los tapetes, la mugre de la maleta, los apartados de las puertas, los cajones inútiles… Qué buena basura guardan, qué recuerdos, el polvo de los mejores viajes, los regueros insufribles, las tarjetas de un llantero en Planeta Rica, el Waze de los viejos mapas en libreta… ¡Cuánta vida en esos carros!

 

miércoles, 18 de octubre de 2023

El extremo oriente

 Israel / Palestina: Paz o Guerra Santa | Penguin Libros


Hace casi veinte años, en agosto de 2005, los 8.500 colonos judíos que vivían en la Franja de Gaza salieron por decisión unilateral del gobierno de Ariel Sharon. Era increíble que el hombre fuerte del Likud, el partido de derecha israelí, el mismo que comandó la invasión al Líbano en 1982, tomara una medida que contradecía las ideas que había defendido a muerte en el pasado y que incluían el sueño del “Gran Israel” al tiempo que negaban la posibilidad de un Estado palestino. Se hablaba de un momento excepcional para buscar un acuerdo definitivo. Era tal el entusiasmo frente a la posibilidad de algo de paz que Shimon Peres, uno de los fundadores del Estado de Israel y primer ministro en tres ocasiones por el partido laborista, gran adversario de Sharon, se sumó a su gobierno para impulsar una paz posible. “Surrealismo israelí”, lo llamaron en su momento.

Algunos políticos palestinos de la época compartían el optimismo. Aunque para otros solo se trataba de un movimiento táctico de Sharon: ganaba reconocimiento internacional, mantenía el crecimiento de los colonos en Cisjordania, donde hay cerca de doscientos mil, y en últimas conservaba un control de fronteras en Gaza por tierra, mar y aire. Además, tener potestad sobre el agua y la electricidad le daba opciones para estrangular a Gaza sin mucho ruido. Y para algunos críticos, en la izquierda judía, Sharon reconocía al Estado Palestino pero para instaurarlo a su gusto y medida, un estado que se hacía imposible más allá de una estrategia política.

La ilusión fue un espejismo y solo dos años después Hamás tenía el control en Gaza y de nuevo se hablaba de las venganzas y la equivalencia en sangre por el odio y los ataques mutuos. En el momento de la retirada de Gaza, Benjamín Netanyahu llamó traidor a Sharon por entregar la tierra sagrada. Esos dos extremos son los protagonistas de la masacre que se vive hoy en Gaza y que se vivió hace unos días en Israel. Netanyahu y Hamás fueron ganando poder y representatividad.

Hasta hace poco el primer ministro intentaba limitar los poderes de la Corte Suprema para dar libertad a los sueños de grandeza de los judíos utraortodoxos, que son siempre pesadillas para sus adversarios. La política estaba incendiada, muchos reservistas amenazaban con no volver a tocar las armas bajo el mando de Netanyahu. La prensa llegó a hablar hasta de una guerra civil. El extremismo se juega adentro y afuera. Hamás, por su parte, fingía pragmatismo y se alejaba en público de la idea de una nueva guerra para destruir a Israel mientras, al parecer, preparaba la ofensiva más mortífera de la historia mutua de odios. Otra vez los líderes de Gaza (Hamás controla las armas y la plata) e Israel desconocen la posibilidad de un Estado para sus enemigos. Incluso la posibilidad de un simple techo.

En esos años de la más reciente ilusión de paz, Vargas Llosa escribió una serie de artículos luego de una visita de veinte días a Gaza. Las descripciones y las conversaciones narradas dejan claro que los asentamientos, los muros, las barreras electrificadas y el abuso de los colonos y el ejército de Israel harán imposible la convivencia en la zona. La exclusión, el confinamiento y la pobreza hacen que Hamás sea una opción más allá de la religión. Un refugio social y económico para lo que Vargas Llosa describe como un “desánimo y una ruina moral”. El escritor peruano llega a insinuar que Israel busca derrotar psicológicamente a un pueblo para “empujarlo a la desesperación de actos de rebeldía insensata” y luego reducirlo a un posible perecimiento. Solo los momentos más oscuros de esos artículos escritos hace veinte años, las peores predicciones, el desespero y la tragedia, se parecen a lo que vemos hoy en las noticias.

 

 

miércoles, 11 de octubre de 2023

Diplomacia activista

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La reiteración es la gran fuerza del activismo. Los estribillos, la reacción automática y airada, son sus formas más comunes. Y las banderas, las manillas que acompañan las certezas. La militancia en el fondo (las ideas) y en la forma (los símbolos y los métodos). El activismo no se equivoca, cuando fracasa es porque falló en su convocatoria, por falta de compromiso, nunca por carencia de reflexión o de dudas, esas son cosas de acomodados, de desleales que no quieren levantar el puño.

El presidente Petro ha demostrado que sus convicciones de activista son más fuertes que las obligaciones un poco más silenciosas de los gobernantes. Petro quiere marchar, empuñar sus ideas cocinadas por años en las mismas aguas, pugnar para que el mundo cambie, nunca resignarse al escritorio. Los documentos gubernamentales son, para el presidente, cosa de burócratas, los decretos limpios, asunto de rábulas, la política internacional, embelecos de la conveniente diplomacia. La agitación, los trinos incomprensibles por el enojo, la inspiración del discurso por encima de todo. Esa es la esencia de Petro.

Las reacciones del presidente frente al ataque de Hamás mostraron mejor que nada su tendencia al activismo en el poder. El comunicado de la cancillería fue cambiado por las disputas tuiteras y las citas a Al Jazeera y la recomendación de documentales militantes. Frente a un ataque terrorista Petro emprendió la tarea de explicar el largo conflicto entre Israel y Palestina con la pañoleta de un bando amarrada al cuello. Al leer sus trinos es difícil no entender las armas del odio como resistencia legítima.

Hamás, por supuesto, no es el pueblo Palestino, sus misiles y su afán de destrucción los provee el fanatismo iraní que seguro no gusta a Petro. Y el ataque busca hacer inviable un acercamiento entre Arabia Saudita e Israel, que seguro gusta a Petro quien pide una conferencia de paz y se siente muy orgullo de eso. Así como el pueblo judío no es solo el extremismo de Netanyahu, ni su afán por hacerse al poder absoluto en su país y darle cada vez más poder a los fanáticos ultraortodoxos. Lo peor del activismo es tener muy claras las respuestas antes de enfrentar los hechos por venir, no tener reparos frente al pasado ni al futuro. En semejantes temas el presidente resultó ser el profesor incapaz de cambiar el tablero que ha rayado por siempre. Boric, Lula, Fernández condenaron el terrorismo sin rodeos. AMLO y Petro, expertos en discurrir, soltaron vagos discursos históricos. Su discurso sosegado lleva algo de violencia.

Esas vueltas del presidente, al que sin duda fascinan las “luchas con sentido”, los levantamientos, las resistencias heroicas, recuerdan las palabras de Bernard-Henry Lévy que advierten frente a esas “guerras justas”, y su sospecha de que “las guerras con sentido son las más sangrientas (…) y el hecho de dar sentido a lo que no lo tiene, es decir, al sufrimiento de los hombres, es una de la jugadas más sibilinas del Diablo, la jugada que sabe, en una palabra, que la mejor forma de enviar a las buenas gentes al matadero es contándoles que participan en una gran aventura o que luchan por salvarse…”

Petro se niega a reconocer que en últimas el conflicto entre Israel y Palestina implica dos derechos enfrentados, dos pueblos que reclaman una misma tierra. Ninguna sangre lo hará cambiar de idea, la historia ya está escrita y los hechos nuevos no afectan sus consideraciones. El gobierno de la potencia mundial de la vida no se ve bien apoyando un extremismo religioso, que como decía Foucault hablando de la revolución iraní en los setenta, “está más preocupada por el martirio que por la victoria”.